Capitulo cuarenta y cuatro
Consejo de guerra
Criselda dormía placidamente cuando Varel se colocó los calzones y luego los pantalones de cuero conjuntamente con una camisa entallada dorada. Mientras procedía a vestirse, no dejo de contemplar a su dulce y ardiente esposa. Habían hecho el amor tres veces hasta que su adorable mujer no pudo más y cayó completamente rendida por la pasión.
Detestaba tener que marcharse en plena noche, pero había concertado un encuentro con los suyos antes de separarse y lo que tenían que tratar era un asunto muy urgente y demasiado espinoso para dejarlo por más tiempo. Ataviado con sus vestiduras, Varel contempló por última vez a su dormida esposa y le dio un beso en la frente antes de marcharse.
Salió con sumo sigilo del dormitorio y caminó con paso firme buscando los aposentos de Hoïen que era los más cercanos al los suyos y a la vez el lugar escogido para la reunión. Unos guardias le saludaron cuando pasó por su lado y él correspondió a su saludo. El castillo era sumamente grande a la vez que era sumamente vigilado por centenares de guardias. Era muy distinto a su palacio; allí los muros eran de piedra gruesa y en ellas no había humedad cómo en la gran capital de Arakxis.
Pero lo que más diferenciaba un lugar del otro, era que el castillo de Senara no era tan descomunalmente enorme y alto. Tampoco había en él tanta tecnología. Entre aquellos muros no había elevadores solo escaleras anchas y gruesas o escalinatas estrechas de madera. Lo cierto es que era un poco desconcertante para él, sobretodo cuando veía como los criados subían los arcones, las comidas u otros enseres a pulso subiendo por las grandes escaleras de mármol pulido intentando no tropezar con ningún escalón al no poder ver dónde ponían los pies.
Pasó de largo dos bifurcaciones antes de subir unas estrechas escaleras que llevaban a la torre en la que se hospedaba su amigo. Cuando acabó de subir todos los peldaños polvorientos, llegó a una puerta de madera algo carcomida y con la fuerte necesidad de un barnizado. Tocó con los nudillos tres veces y, al cabo de unos segundos, le abrieron la puerta. La pequeña Fena hizo una inclinación de cabeza y se apartó para dejarle pasar. Había sido el primero en acudir.
La habitación designada para su gran compañero, era una estancia austera pero muy pulcra. Había una cama antigua y algo vieja con barras de hierro, unas sillas contra una de las paredes y una chimenea que estaba encendida y en las cuales había gran cantidad de brasas. Hoïen estaba sentado en un taburete frente a la chimenea con una vaso de vino en las manos y una manta por encima de los hombros.
- Hola - le saludó.
- Hola, majestad - respondió él - siéntate por favor. ¿Quieres una copa de vino?
Fena fue diligentemente a buscarle una silla y él tomó asiento mientras le sonreía.
- Gracias pequeña y sí, no me vendría mal una copa de vino.
Hoïen asintió y se levantó para entregarle un vaso donde añadió una generosa cantidad de vino.
- No es demasiado bueno, pero al menos tenemos vino - le dijo mientras volvía a tomar asiento.
El rey sonrió mientras bebía de aquel brebaje que parecía agua con extraños polvos para infundir algo de color y sabor. Bajó el vaso y unos golpecitos en la puerta dio paso a la llegada de los dos amigos que faltaban. Patrexs y Corwën entraron y saludaron cortésmente a la vez que se les ofrecía asiento y también un vaso de aquel extraño vino tan distinto al que estaban tan acostumbrados a tomas, mucho más embriagador y más sabroso.
- Antes de hablar de temas más serios - comenzó el joven rey - quiero nombrarte oficialmente, Hoïen, como uno de mis generales y he traído conmigo un documento oficial que deseo que firmes.
Patrexs - que era el poseedor del mencionado documento - se lo entregó a Varel y este a su silencioso amigo que lo tomó con su cara seria de siempre y lo leyó con sus letales ojos rubí. Cuando volvió a alzar la mirada hizo un amago de sonrisa.
- Con mucho gusto lo firmaría enseguida, pero no tengo ninguna pluma para hacerlo - dijo enrollando el documento entre sus manos.
- Tu palabra me basta, ya lo firmarás más tarde - Varel miró a Fena con indulgencia -. ¿Podrías dejarnos a solas?
- Por supuesto mi rey - respondió la sanadora y mirando por ultima vez a su futuro prometido, se marchó.
- No sabía que tu y ella compartíais aposento - dijo Patrexs como el que no quiere la cosa a su compañero y a la vez amor secreto. Corwën frunció los labios y Varel se pasó una mano por el pelo.
- Es para pasar más tiempo juntos - se explicó con suma naturalidad el guerrero -. Desde que lleguemos aquí casi no podíamos pasar tiempo los dos solos en intimidad, así que me la traje conmigo. ¿Qué pasa? ¿Crees que me he propasado con ella?
Patrexs abrió la boca y se cruzó de brazos con cierta indignación.
- ¡Por supuesto que no! Yo sé que eres sumamente responsable.
Varel carraspeó.
- Dejemos eso para más tarde. Os he reunido a estas horas para discutir algo alarmantemente preocupante.
- Si es así ¿por qué habéis esperado tanto para hablar? - preguntó inteligentemente la mujer con su increíble cabellera completamente suelta y que caía por su espalda en infinidad de ondas sublimes.
- Porque es demasiado delicado y no puedo confiarlo a cualquiera y menos en un lugar en el cual pueden oírnos. Aquí estamos bien seguros a cientos de leguas de Arakxis.
Sus tres generales se miraron sin entender demasiado bien qué quería decir con aquellas palabras llenas de secretismo y Patrexs, incluso, se encogió de hombros. Aunque ninguno mudó su expresión seria del rostro y aguardaron a que él decidiese volver a hablar.
- Algo siniestro se está confabulando en los Bosques Sombríos, lo presiento - comenzó mientras daba vueltas a su vaso de vino que estaba prácticamente intacto.
- Bueno allí siempre se cuece algo majestad - dijo con algo de broma Patrexs mientras daba un buen trago de vino y hacía una mueca por el gusto tan flojo he insípido. Soltó el vaso a los pies de su silla -. Piensa que los fantasmas de los nigromantes están allí; renegando para siempre en este nuestro mundo mortal.
- No es eso - lo contradijo - los fantasmas no pueden hacer nada fuera de ese tenebroso lugar, pero los traidores sí.
- ¿Traidores? - preguntó Corwën con el rostro muy blanco.
- La gente de Herron, la Sombra Acechante. Él es el culpable de la muerte de mi padre.
Se hizo el silencio absoluto mientras sus tres interlocutores meditaban en las últimas palabras que él había dicho. Hoïen apuró su vino de un solo trago profundo, Corwën apartó la mirada y Patrexs se cruzó de piernas y brazos.
- ¿Pero cómo? - habló su amigo rubio -. ¿Cómo pudo Herron acabar con la vida del tu padre? Es imposible domar una manada de quimeras.
- Es que no las domó - explicó Varel sin dejar de hacer girar su vaso entre los dedos -, simplemente se transformó en una de ellas.
- El macho alfa - murmuró la mujer.
- Magia negra - dijo a su vez Hoïen.
Patrexs se levantó de la silla y comenzó a reír con nerviosismo.
- Pero eso es absurdo, nadie puede transformarse en animal.
Varel soltó - por fin - el vaso y se reclinó contra el respaldo de su silla sin mudar su expresión completamente seria.
- Yo vi aquella maldita bestia, contemplé sus ojos - dijo con la voz perlada de rencor y resentimiento por recordar aquel episodio tan nefasto - y supe al instante que eran los de Herron. Jamás pude olvidar su mirada tan llena de odio.
- Estas trastornado Varel. Sé que fue muy dura la muerte de tu padre pero…
- Cállate Patrexs - intervino Hoïen con voz gélida y dirigiéndole una mirada asesina -. No te atrevas a dudar de la palabra de tu rey.
- ¡Pero si yo no dudo de él! Dudo que eso pueda ser posible.
- No… no lo es.
Todos se volvieron a una para mirar a la figura femenina que parecía insignificante por estar encogida en su asiento y tan pálida como una muerta. Varel la contempló con ojo crítico y se incorporó para contemplarla más de cerca. Sabe algo - se dijo - y me lo va a decir.
- ¿Qué sabes? - le preguntó con un deje de autoridad he imperiosidad. Ella alzó sus bonitos ojos rasgados verde claro hacia su rey.
- Sé que es posible lo que decís.
- ¿Y cómo lo sabes? - insistió.
Corwën pareció dudar.
- ¡Habla! Te lo exige tu rey y señor.
Ella cerró los ojos con fuerza y frunció los labios antes de decir:
- Porque vuestro hermano me habló de los Rebeldes.
- ¿Los Rebeldes? - preguntaron los tres hombres mirándola tan fijamente que Varel intuyó la gran presión que sentiría la joven en su corazón.
- Si, me dijo que había descubierto que los desterrados por el rey Riswan a los Bosques Sombríos estaban creando un grupo activista llamado “los Rebeldes” para reconquistar Nasak con la ayuda de la antigua magia de los nigromantes. Pero jamás imaginé que podría ser verdad que alguien pudiese dominar esa antigua magia arcana. Lo siento majestad - se disculpó con los ojos sumamente brillantes -. No creí que pudiesen llegar tan lejos y de una forma tan rastrera y cobarde.
- Ni tu ni nadie - la tranquilizó -. Ni siquiera Qurín sospechó nada así que ahora no te culpes y no te sientas mal por ello.
- ¿Y qué aremos Varel?
El susodicho miró a Hoïen muy pensativo.
- De momento nada. Está bien claro que el objetivo de esos Rebeldes somos yo y mi difunto padre. Como Riswan ha muerto, ahora es mi turno. Mientras esté aquí nada malo ocurrirá en Arakxis y en este tiempo espero que Qurín descubra algo para poder atacar a esos traidores después de mi coronación.
- Habrá que ir con pies de plomo si utilizan la magia - apuntó Hoïen con la voz profunda y perlada de ganas de sangre y combates.
Estaba demasiado aburrido en Senara pues la inactividad era algo que ningún Hijo de Dragón podía soportar por mucho tiempo.
- Haremos planes, una vez tengamos una reunión exhaustiva con Qurín, el cual ya habrá recopilado suficiente información, espero; y también con Boltrakx, Uruï y Lenx. Una vez esté todo en orden en mi reino, podremos atacar los Bosques Sombríos sin ningún impedimento.
Se había quedado completamente dormido.
Iarón levantó la cabeza de la mesa y estirazó los brazos y las piernas doloridas. Había terminado de revisar y firmar todos los documentos y, rendido como estaba, había terminado durmiéndose sin siquiera darse cuenta. Las velas se habían consumido desde hacía horas y la luz del amanecer estaba comenzando a filtrarse por las ventanas de su despacho.
El rey de lo Hombres se levantó de su mullido asiento mientras aguantaba el dolor de todos sus miembros. Se sentía cansado, pero a la vez lleno de vitalidad y de un poco de esperanza. Se sentía bien por haber vuelto a su rutina, a su deber como rey. No quería volver a fallar a nadie nunca más y mucho menos a todos los que le querían y amaban.
Con diligencia, ordenó la gran montaña de documentos y escribió una nota. Llamó con la campanilla a un criado y cuando llegó completamente somnoliento y con los cabellos alborotados, le ordenó que portara aquel mensaje a su tío Reyar para que se ocupara de hacer cumplir todas las ordenes que había firmado de forma inmediato. El mensajero, completamente despierto por la urgencia que había puesto Iarón en su orden, marchó rápidamente a cumplir su mandato y él decidió marcharse también para tomar aire fresco.
Pero primero iría a ver a su hijo y a Chisare.
Creyendo que la hermosa Dama se habría ido a dormir con su hijo a su propio dormitorio, se dirigió a él. Tocó suavemente a la puerta sin obtener respuesta. Tal vez esté aún dormida - pensó y agarró el pomo para girarlo suavemente. El pestillo hizo un clic y empujó la hoja para entrar en el dormitorio de Chisare. Su sorpresa fue encontrarlo completamente vacío.
La joven no estaba en el lecho, que no había sido tocado y en la cuna no estaba su pequeño bebé.
Asustado, pensó dónde podrían estar hasta caer en la cuenta que, tal vez, Chisare se había quedado en sus habitaciones. Algo extrañado y confuso, dio media vuelta y caminó algo fatigado hasta su aposento real. Allí los dos guardias que vigilaban sus puertas le saludaron.
- ¿Está aquí la Dama Chisare? - les preguntó.
- Nadie a entrado desde que salisteis vos y la Dama en la noche, majestad.
Parpadeando y teniendo por dentro un mal augurio, abrió la puerta y encontró su cama vacía. Se aproximó hasta la cestita en la cual había estado Fíren y lo encontró despierto aunque tranquilo moviendo las manitas. Iarón tomó a su pequeño entre sus brazos y sintió que el peso del niño era demasiado para sus pocas fuerzas pero no rehusó en soltarlo.
Miró las cuatro paredes de su alcoba sin ver a Chisare por ningún lado. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había podido dejar a su hijo solo? No podía dar crédito a eso. ¿Y si le había ocurrido algo? ¿Y si de nuevo…?
“No”
A grandes zancadas, Iarón volvió a salir del dormitorio con Fíren en sus brazos y se dirigió al dormitorio de su madre. Tocó a la puerta con fuertes golpes nerviosos y su señora madre pronto le abrió la puerta. Teran estaba ya despierta cuando él fue en su búsqueda y a la mujer solo le quedaba peinarse.
- Hijo ¿qué sucede? - preguntó -. ¿Por qué tienes tú al niño?
- Chisare no está - dijo entregándole el bebé. Teran lo agarró y Fíren comenzó a gruñir y a lloriquear. Parecía comenzar a tener hambre.
- ¿Cómo que no está? - preguntó ella con preocupación -. Si estaba contigo para cuidarte.
- Pero yo me fui a atender mis asuntos monárquicos y ella se quedó sola. Nos separamos y ahora no la encuentro. No está en su dormitorio y en el mío tampoco. Pero lo más extraño es que había dejado el niño completamente solo.
- Ella no haría eso nunca - dijo Teran acunando a Fíren que lloriqueaba cada vez más fuerte.
- Por eso ¿y si le a ocurrido algo? ¿Dónde puede estar?
Se pasó la mano por la cara y se tiró del pelo. ¿Dónde podría buscarla? ¿En dónde se encontraba la vez primera que padeció el castigo de Gea? ¡En el templo de la diosa!
- Ya sé donde está - gritó y marchó corriendo mientras escuchaba como su madre le llamaba a voz de grito.
Pero el no se detuvo, corrió y corrió por los pasillos hasta la salida de los muros de su castillo y siguió el camino que portaba hasta el gran templo de la Madre Tierra. Cuando estaba a punto de llegar a la entrada, le fallaron las fuerzas y resbaló cayendo pesadamente al suelo y golpeándose fuertemente la barbilla. Allí quedó por unos minutos el rey, completamente mareado y sin fuerzas para volver a incorporarse.
Le dolía al respirar y le quemaba el pecho a la vez que sentía que le daba vueltas la cabeza. Debo levantarme - se decía - debo levantarme. Pero no podía, el cuerpo no le obedecía. Entonces escuchó los gritos procedentes del templo y voces pidiendo socorro. Fueron los gritos de las sacerdotisas de Gea las que lograron que sacase fuerzas de flaqueza y se levantara con pesadez.
Tambaleándose, el monarca penetró en el gran templo y vio una gran congregación de mujeres alrededor del árbol de la gran Madre. Trastabillando cada dos por tres, el joven fue acercándose a la multitud que gritaba y sollozaba llenas de pánico y terror. Sin decir nada y apartando a las mujeres que le obstaculizaban el paso, Iarón llegó al lado del árbol y contemplo la figura ensangrentada de Chisare con la vista fijada en el infinito con los ojos sumamente abiertos.
- ¡Chisare!
Iarón se precipitó hacia ella tomándola entre sus brazos. Estaba llena de heridas, de grabes heridas, pero por algún extraño fenómeno divino; estaba viva.
- Chisare - la volvió a llamar.
Los ojos de ella dejaron de mirar el infinito y se volvieron a los suyos. Iarón dio un respingo involuntario al contemplar aquellos extraños iris tan oscuros y brillantes como un cielo estrellado. Los labios de ella - secos y cortados - se abrieron y una extraña voz de otro mundo habló:
- Ella no morirá, no mientras su diosa sufra. Ella será el conducto y sufrirá, pero vivirá.
La voz fuerte, contundente y autoritaria se apagó y los ojos de Chisare volvieron a ser los suyos propios y sus parpados se cerraron a la vez que sus labios.
- Es un mensaje del gran Urano - dijo una de las sacerdotisas.
- La gran Madre está sufriendo - dijo otra entre lamentos.
Y ante ellos, el árbol del templo se resquebrajó y la figura de Gea comenzó a pudrirse a una velocidad vertiginosa y era un espectáculo tan horrible que Iarón no pudo evita derramar sendas lágrimas.
- Ella sufre - dijo una voz débil entre sus brazos. Iarón volvió su rostro a Chisare que había abierto los ojos aunque no enteramente. Su respiración era muy débil al igual que su pulso.
- No hables, querida. Te podrás bien - le aseguró besando una de sus manos.
- Jamás estaré bien, no mientras Gea no sea libre.
El calor era ya sofocante y la humedad insoportable. Las paredes del Palacio de Silex parecían sudar y sudar^; impregnándolo todo de una densa neblina.
Uruï resopló fatigado. Los pasadizos subterráneos del palacio eran tan terribles que no era de extrañar que los prisioneros que acababan allí encerrados, muriesen sin necesidad de hacerles nada. Era una tortura estar allí, donde la piedra era más húmeda por estar tan cerca del agua del mar. En invierno, se recordó, era infinitamente peor a causa del frío húmedo que corría allí y en verano era fastidiosamente insoportable por el calor asfixiantemente aguado que perlaba el ambiente.
El joven general se cambió la antorcha de mano cuando la palma comenzó a sudarle de un modo demasiado pegajoso y asqueroso para su gusto. Se restregó el sudor contra la superficie del pantalón mientras se adentraba cada vez más a una de las cavernas subterráneas. Aquel lugar tan inhumanamente inhabitable no solía ser visitado por nadie que no fuese un prisionero, un mandado o un loco y él - que entraba en el segundo grupo y casi en el tercero- no tenía más remedio que acudir a uno de los estanques de agua marina que allí había para poder comunicarse con su señor en al más absoluto de los secretos.
Cuando - por fin -, después de haber recorrido los sinuosos pasadizos en una caminata completamente caótico, llegó por fin al lugar más recóndito de los subterráneos. Allí en el suelo, en una cavidad sin salida, estaba el estanque de aguas tranquilas completamente salada por proceder del mar. Uruï se acercó a su superficie y esperó con los ojos fijos en el agua turbia. La antorcha llameaba gracias a la brea y hacía un denso humo por culpa de aquella fastidiosa humedad insoportable. Espero no tener que esperar mucho - maldijo para sus adentros mientras daba golpecitos en el suelo de piedra con el talón del pie enfundado en unas botas que estaban sofocándole aquella parte de su cuerpo.
Ya comenzaba a desesperar cuando el agua comenzó a burbujear y su superficie inició un cambio para transformarse. Pronto, el joven dejó de ver su reflejo y el de su antorcha para ver el interior de una alcoba confortable y fresca a la vez que un rostro masculino. Ahora el estanque era como un espejo que le mostraba el dormitorio a miles de leguas que ocupaba su señor.
- Mi príncipe - saludó diligentemente Uruï llevándose la mano al pecho.
El príncipe Xeral le sonrió con sumo afecto.
- Bunas noches Uruï. No te veo demasiado bien - comentó jocosamente.
- Estos pasadizos son infernales.
- Lo sé, yo los he tenido que utilizar más de una vez para poder contactar con Sombra Acechante en el pasado. Es el único lugar seguro de todo Sirakxs.
En efecto lo era. Sería demasiado arriesgado tener una conversación imposible que solo la magia negra podía obrar con unos extraños polvos encantados con unas palabras dichas bajo la luz de la luna nueva y la sangre de un animal sacrificado.
- ¿Qué noticias tienes para mí? - le preguntó el príncipe -. ¿Sabes ya cuando regresa mi hermano? Estamos ya en verano.
- Llegará mañana por el mediodía, alteza, y se oficiará de inmediato su coronación. Nos lo a comunicado el erudito.
Xeral puso cara de fastidio y chasqueó la lengua con desagrado.
- El erudito… maldito sea. ¿Has averiguado qué sabe?
Uruï tragó saliva.
- No, alteza. Qurín no revela nada a nadie que no sea el rey. Por mucho que he intentando, con mucha sutileza por supuesto, que me informara de sus investigaciones; a rehusado diciendo que tenía que hablar con el rey primero.
El príncipe, completamente con el ceño fruncido por la preocupación, comenzó a tamborilear los dedos.
- Sabe mucho Uruï, a descubierto demasiadas cosas por culpa de los descuidos de algunos idiotas. No sé como lo logró, pero intuye que tenemos a Gea cautiva. No debemos permitir que hable con Varel. Tengo información de muy buena mano que me acredita que él conoce lo que le sucede a las Damas de esa maldita obstinada y puede atar cabos demasiado pronto para nuestros planes.
El general estuvo a punto de dejar caer la antorcha sobre la superficie del estanque, que parecía una ventana a otro mundo.
- ¿Qué podemos hacer príncipe Xeral? - preguntó con la mandíbula tensa y la sangre en ebullición.
No podía permitir que los planes de su príncipe fracasaran, no cuando él era un Rebelde, alguien que se infiltrara sin la necesidad de una orden de su tío Herron para vengar la muerte de su amada prima. Nunca perdonaría ni a Varel ni a Riswan la muerte de Kirla.
“Ella iba a ser mía, yo la quería y él me la robó. Nunca se lo perdonaré.”
Por eso había tragado y tragado años y años al servicio de un rey que aborrecía y a un príncipe que odiaba profundamente. Y ahora que había arribado al fin la estación Veraniega, Varel regresaba al palacio con su esposa, sus dos inseparables amigos, una tullida orgullosa y la hija sanadora del erudito del reino.
- Solo podemos hacer una cosa - dijo Xeral -: matarle. Debes matar a Qurín Uruï.
- ¿Cómo? ¿Cómo debo hacerlo para que nadie sospeche que haya sido un asesinato? No debemos consentir que se sospeche antes de tiempo.
El príncipe sonrió con satisfacción.
- Por eso me gustas tanto muchacho, porque eres inteligente y no pasas por alto ningún detalle. Tengo algo preparado para ti.
El príncipe tomó algo que había dentro de una bolsa y alargó la mano contra la superficie del estanque. Poco a poco, la gran bolsita fue apareciendo lentamente - con un tamaño enano en comparación con la imagen reflejada - y Uruï la tomó sin abrirla. Era ligera y parecía contener algo sumamente fino, como si fuese arena
- ¿Qué es? - preguntó.
- Polvos venenosos, tremendamente venenosos - enfatizó-. Producen alucinaciones gracias a un poderoso agente químico cortesía de los nigromante. Ingéniatelas para que Qurín los respire pero ten cuidado, pues sino tu también caerás. Debes ser cauteloso y cuidadoso. Dáselos antes de que empiece la coronación de Varel, tardan unos veinte minutos en comenzar a afectar, es mejor que muera delante de muchos testigos.
Uruï completamente fascinado por el talante malvado y retorcido de Xeral, le hizo una reverencia.
- Así se hará mi príncipe.
Xeral se apartó del espejo y limpió la sustancia que permitía la comunicación con el estanque de Sirakxs antes de marcharse a ver una vez más a Gea. La diosa estaba cada vez más débil y su piel había comenzado a oscurecerse y su pelo a caer. Perdía fuerzas a pesar de traspasar sus heridas a sus Damas y cada vez parecía más complicado obrar aquel extraño fenómeno. Había costado sudor y mucha sangre, pero sabía que tenía la victoria en las manos.
Pronto el secreto sería suyo.
Los guardianes de Gea, se hicieron a un lado para dejarle pasar a la mazmorra de la cautiva, y el príncipe se acercó a ella haciendo estruendoso ruido con la suela de sus botas. La diosa no levantó la cabeza como solía hacer para mirarle con sus ojos verdes llenos de odio.
- No te veo demasiado bien, querida Madre - le dijo a la diosa. Ella no alzó el rostro ni tampoco se movió -. Creo que este mundo mortal y ese cuerpo te están minando poco a poco, lentamente; tanto que, a pesar de todo, te estas muriendo.
Gea continuó en su estado inmóvil y Xeral se arrodilló a su lado. Le acarició el cabello que se quebró y cayó de su cabeza como si fuese paja seca.
- Podría acabar todo tan rápido… solo debes decirme lo que quiero y ya está, puf; te dejaría tan libre como un pájaro.
Las cadenas que aprisionaban a Gea tintinearon cuando, por fin, se movió. La diosa alzó el rostro antes hermoso y ahora cubierto de vetas y arrugas, como si fuese la corteza de un árbol completamente anciano he incluso milenario.
- Tráeme a Criselda - dijo en un murmullo apenas audible. Xeral frunció el ceño.
- ¿Cómo dices?
La diosa volvió a hablar con algo más de fuerza en su voz cascada y anciana.
- Tráeme a la reina de los Hijos del Dragón. Tráeme a Criselda y te diré como matar a tu hermano.
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