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Capitulo cuarenta y cinco

 La muerte es vida

La bienvenida fue apabullante, emocionante y tan distinta a la primera vez que Criselda no pudo evitar emocionarse y derramar alguna que otra lágrima. Parecía que hubiese pasado muchísimo tiempo desde aquel día en el cual contempló llena de temor el gran Palacio de Silex con la descomunal figura del gigantesco  dragón guardián alrededor de su estructura rocosa. Pero ahora parecía sentir como si la mirada del guardián de piedra la observara con ternura y amor, como si la aceptara como una hija suya más y no como a una extraña recluida en sus dominios.

Los habitantes de Sirakxs habían salido a recibir a sus reyes al puente y aplaudían y vitoreaban mientras lanzaban pétalos de diversas flores por encima de sus cabezas en una lluvia interminablemente dulce. Y ella se sintió querida y completamente aceptada entre esa gente; su gente.

Ahora era su reina.

A pesar de haber abandonado con mucha reticencia Senara, la joven se despidió de su familia sanguínea intentando no acongojarse  por los problemas que habían quedado sin resolver. Aunque Iarón había superado su pena, el pequeño Fíren crecía de un modo sano he imparable y el reino iba levantándose poco a poco hacia la abundancia, había un mal que no dejaba de minar las esperanzas de todos y era la desgracia de la diosa manga del reino de Senara: Gea, la gran Madre.

Pero ellos no podían hacer nada. No estaba en sus manos el poder ayudar a la gran Madre Tierra. Solo había una Dama que parecía ser el único consuelo de la sufridora Gea, una única mujer que podía compartir su desdicha y su dolor, un dolor que nadie podía comprender ni entender. Y esa Dama era su mejor amiga de la infancia; Chisare.

Y había sido su amiga - tendida de nuevo en su lecho con grabes heridas que cicatrizaban lentamente - la que más le urgía que partiera.

- Debes partir enseguida Criselda - le dijo la macilenta joven con la voz increíblemente pastosa pero muy seria a la vez - nada más puedes hacer aquí y es inútil que temas por mí. Debes marcharte para cumplir con tu destino, ese que te espera en Arakxis. Ve y haz lo que debas.

Al decir aquellas palabras apartó sus ojos miel de su rostro y se sumió en una especie de trance que parecía trasportarla a otro lugar o tal vez incluso a compartir palabras y pensamientos con la diosa Gea.

La situación de su amiga le recordaba terriblemente la de su esposo. A los dos les unía el extraño vínculo que los dioses les habían concedido y que ellos no habían pedido ni tampoco ambicionado en ningún momento de su vida.

- Yo cuidaré de ella - le prometió su hermano el día de la despedida -. No toleraré que sufra más de lo necesario.

- ¿Y si no puedes evitarlo llegado el momento? - preguntó ella acongojada.

- Pues iré más allá. No dejaré que ella muera también. No toleraré que lo dioses vuelvan a arrebatarme algo que amo.

En aquel momento, la joven reina de Arakxis vio y sintió que el corazón de Iarón había decidido volver a amar a su amiga nuevamente y, posiblemente, aquella vez fuese de un modo más incondicional he intenso que antaño. Siempre debió de ser así, se dijo, ellos dos habían estado predestinados por las fuerzas imparables del destino y, ahora; de nuevo, volvían a entrelazarse de un modo más profundo y peligroso.

Desesperado y necesario.

Demasiado.

En simbolización con la paz restablecida y por el tratado establecido firmado por Varel e Iarón, su hermano mandó que les acompañara una escolta de cincuenta soldados hasta Puente Unión. Gracias a aquellos hombres, el viaje hasta el profundo sur de Senara fue tranquilo, rápido y sin incidentes y en menos de dos semanas llegaron a la frontera. Allí se despidieron de la guarnición y los soldados regresaron por el polvoriento camino de vuelta al castillo y ellos prosiguieron cruzando la gran estructura de madera.

Después de cruzar el gran puente de unión entre los dos poderosos reinos de Nasak, la marcha se volvió más lenta y también más calurosa. En Arakxis el verano era sofocante y terriblemente húmedo pero la compañía era agradable y había entre los seis viajeros una camadería que llegaba a compensar todo lo demás.  La relación de Criselda y Corwën fue dejando de ser algo hostil e incómoda y pronto, las dos fueron aceptándose hasta llegar a tratarse de un modo más natural y amistoso que en un principio.  

Llegó nuevamente el día de su nacimiento y la joven pasó a tener diecisiete años de vida en un suspiro. Como Varel recordaba terriblemente bien que día era su cumpleaños, hicieron una pequeña fiesta en los aledaños de una pequeña granja agrícola en la cual les vendieron a buen precio muchos víveres para el festejo. Tocaron música con flautas de hueso alrededor de una gran hoguera en la que asaron un estupendo cordero lechal y un jabalí acompañándolo con tubérculos y alcachofas también asadas en las brasas. La bebida corrió entre los compañeros y Patrexs, animado por la bebida  y por ello achispado; tomó a Hoïen y lo sacó a bailar.

Todos rieron con aquel espectáculo tan gracioso. Mientras Patrexs saltaba y brincaba cogiéndole de las manos, Hoïen le miraba como si se hubiese vuelto loco o como si fuese un asqueroso bichejo inmundo a la vez que intentaba soltarse y apartarse de su borracho compañero sin éxito.

Dos días después de aquel divertido y especial episodio, los viajeros llegaron al reconstruido pueblo de Ogihx y allí, reconociendo a Varel y a dos de sus compañeros - Corwën y Patrexs -. Les dieron una calurosa bienvenida a la vez que se ofrecieron a escoltarles al día siguiente hasta la capital para celebrar - al fin - la ceremonia de coronación del rey Varel y el de la reina Criselda.

Varel, completamente avergonzado por las muestras de cariño y respeto de aquellas buenas gentes, aceptó todo lo que les ofrecieron y Criselda se maravillo al ver aquella bondadosa faceta de su esposo que tanto le había costado descubrir por culpa de Xeral.

Pensar ahora en el príncipe le desagradaba profundamente.

Xeral era el polo opuesto de su esposo. El príncipe era orgulloso a la vez que pedante y engreído. Se daba demasiada importancia y se ganaba el afecto de los demás con galanterías insulsas que únicamente engañaban de lo poco sinceras que eran. A ella la engatusó con sus atenciones y falsos testimonios contra Varel y ahora dudaba en verdad si Xeral había llegado a amarla de verdad. Le había explicado tantas mentiras que no estaba segura de ninguna de sus palabras.

“Yo le quise y cada vez que lo recuero me arrepiento”.

A la llegada del amanecer, los habitantes de Ogihx prepararon para todos los viajeros elegantes trajes y vestidos que ellos aceptaron sumamente sorprendidos por la gran calidad de las telas y el minucioso trabajo obrado por doquier en las puntadas allí dadas. Los Vestidos de las mujeres estaban adornados con cintas, encajes y también preciosos bordados y el de ella, tenía pedrería concretamente esmeraldas y jade en el escotado vestido.

La ropa de los hombres no quedaba atrás. Los pantalones y los chalecos eran de maravilloso cuero con filamentos plateados y dorados y las botas tenían tachuelas brillantes y correas que se ajustaban perfectamente a las piernas. Las camisas eran de fabulosa seda beige, blanca y azul claro que de tan finas y transparentes, dejaban traslucir los musculosos pechos varoniles de los tres.

Y así ataviados, como dictaba la noble cuna, llegaron a las inmediaciones de Sirakxs con sus escoltas y recibieron la calurosa bienvenida. Las puertas del palacio se abrieron para ellos y Varel saltó de Nem con soltura para luego ayudarla a bajarse de su fiel Señor. Refie les hizo una gran reverencia al verles - sin escatimar lo alegre que se sentía por volver a ver a su señor - y se apresuró a llevarse sus orequs a las cuadras para darles un buen cepillado y una gran cantidad de avena y zanahorias frescas.

- Es una alegría que hayáis vuelto - les saludó Qurín con una gran sonrisa en el rostro aunque en sus ojos hubiese otra clase de brillo. Uno para nada alegre.

- Si, nosotros también nos alegramos de regresar y no hablo solo por mí - dijo Varel mientras la miraba y la tomaba de la mano.

La multitud - menos la noble corte -, con diligencia al sentir las ordenes de sus superiores, se dispusieron a regresar a sus quehaceres y Qurín encabezó la marcha hasta el salón del trono para oficiar cuanto antes la esperada coronación. Al no ser noble, Fena se despidió de ellos y fue a reunirse con un grupo de amigos que la llamaba a gritos mientras los elevadores trabajaban sin descanso subiendo y subiendo a personas.

- Después de la coronación, debo hablar con vos muy seriamente de mis investigaciones, majestad - dijo el erudito que, extrañamente, portaba su cabello completamente suelto sujeto con una simple tiara de plata. Su túnica siempre inmaculada estaba llena de arrugas por doquier.

Criselda le observó mientras esperaban la llegada del elevador. Parecía muy cansado y estaba demacrado con ojeras bajo sus ojos negros. Los hombros estaban algo hundidos al igual que su porte siempre elegante y fresca; llena de vitalidad a pesar de su edad.

- ¿Has averiguado algo? - susurró Varel.

- Demasiado me temo. Pero es mejor discutirlo después, ahora esto es más importante.

El traqueteo del elevador mató la conversación y todos subieron en la plancha de madera que los llevaría hasta la sexta planta y al salón del trono.

El sol entraba a raudales por las descomunales vidrieras del salón más importante del palacio. Alrededor de los asientos reales, la reina vio como la primera vez que puso un pie allí, a los nobles miembros de la corte ataviados elegantemente para la ocasión. Como generales del rey, esta vez Patrexs y Hoïen tuvieron cavidad en aquella ceremonia y entraron formando conjuntamente con tres de los supervivientes de la batalla contra la manada de quimeras y, ahora, generales de Varel - como lo fueron de su difunto  padre -; Boltrakx, Uruï y Lenx.

Qurín iba el primero en la comitiva y los generales del rey le seguían para, por fin, pisar el suelo del salón los dos jóvenes monarcas. Cogidos de la mano, Varel y Criselda cruzaron la gran alfombra azul y amarilla allí tendida para ellos. El estandarte de los Hijos del Dragón estaba colocado tras los asientos del trono con la gran figura del dragón azul amenazante y dispuesto a atacar, señal de que Zingora estaba presente.

El erudito se detuvo al llegar al estrado del trono y los generales se hicieron a un lado para formar dos filas de tres a cada lado de los reyes. Varel y Criselda se detuvieron a su vez y su esposo - sin soltarle la mano - se postró ante el gran trono y ella le imitó. De fondo se escuchó el sonido de unas ligeras flautas de hueso y poco a poco, se les unió el sonido de una arpa y el de unas tenues voces que cantaban en otra lengua, una muy antigua y arcaica que ella no comprendía.

Era la lengua de los dragones supo tiempo después.

Sin decir ni una palabra, Qurín alzó una esplendorosa corona; una muy distinta a la que portase en su día Riswan. Era de oro blanco y se entretejía entre ella de un modo delicado y refinado. Engarzadas había pequeños zafiros que parecían melancólicas lágrimas de tan hermosos que eran. Poco a poco, el hombre fue bajando la corona hasta colocarla sobre la cabeza de su rey donde se quedó sujeta entre sus cabellos y cráneo a la perfección.

Coronado ya, Varel se puso en pié y Qurín bajó del estrado. Ella se mantuvo en su posición y vio como su esposo tomaba una fina corona de oro con una esmeralda sujeta de tal modo que, colocada la corona, quedaría sobre la frente. Sus ojos jade se maravillaron con aquella sencillez tan bella y Varel se la colocó mientras la música inundaba el salón del trono y las voces se unían en el adagio.

- Alzate reina mía - le pidió su esposo tendiéndole la mano. 

Las voces subieron el tono de su cántico mientras ella se alzaba como legitima reina de Arakxis. Criselda se volvió hacia sus súbditos con la cabeza alta. Como si alguien hubiese dado una orden, todos se postraron ate ellos con suma sumisión y respeto. Acababan de prometer con ello su fidelidad y su servidumbre hasta el fin de su aliento. O hasta la traición.

 La canción arribó al punto álgido apunto de acabar cuando un desgarrador grito hizo que las cantoras callaran y la música desafinara y muriera de repente. Las miradas se volvieron hacia la dirección del grito y Criselda entreabrió los labios cuando vio a Qurín retorciéndose en el suelo mientras se aferraba con fuerza el cuello. En un principio nadie reaccionó hasta que dos hombres se acercaron a él para ayudarle y el erudito se levantó de un salto con una mirada completamente demente en sus iris negros.

- ¡Fuera, fuera! - gritó zarandeando los brazos para intentar alejar a aquellos hombres que pretendían socorrerlo.

- ¿Qué le sucede? - preguntó a Varel algo asustada al ver a Qurín de aquel modo tan enfermizo y extraño.

- No lo sé.

Qurín volvió a gritar como si algo le produjese un gran dolor y se tironeó del pelo desesperadamente haciendo que la piel se estirase.

- ¡Que alguien vaya en busca de Yenara! - ordenó Varel bajando del estrado hacia el hombre con intención de socorrerlo.

- ¡No te acerques a mí abominación asquerosa! - exclamó intentando correr fuera de su alcance. Los hombres y mujeres allí reunidos se apartaron de su camino con cara contrariadas mientras murmuraban entre dientes:

- ¿Pero que le pasa?

- ¿Se ha vuelto loco?

- Qurín - le llamó Varel con suma suavidad y sensatez -. Soy yo; Varel.

Pero el susodicho negó con el rostro más demacrado aún y lleno de sudor, uno enfermo y que apestaba a pánico y demencia.

- No… ¡no! - gritaba lleno de desesperación intentando buscar una salida con frenesí.

- Detente, te vas a lastimar.

Asustada por lo que estaba contemplando, Criselda no se movió de su lugar mientras Qurín retrocedía hasta las vidrieras y Varel se acercaba a él con las manos separadas de su cuerpo intentando calmarle y hacerle ver que nada malo le haría. Pero todo parecía ser en vano.

- ¡No me cojeras maldito gusano! - gritó sin contener algunos salivazos y sacó un objeto del gran bolsillo de su túnica negra sin mangas y se lo llevó rápidamente al pecho.

Pronto la túnica comenzó a teñirse de otro color, completamente distinto al suyo original, justamente en el instante en que llegaba una Fena extremadamente pálida con el vestido gris y negro completamente desgarrado y con profusas manchas de sangre. Poco a poco, como si el tiempo se hubiese ralentizado, las manos de Qurín fueron bajando de su pecho y Crselda vio el mango de un cuchillo sobresalir de su pecho. De los labios del hombre comenzó burbujear sangre y sus ojos se quedaron en blanco antes de que su cuerpo se desplomase sin vida.

Fena gritó rota de dolor mientras corría hacia su padre y la joven reina sintió como el horror y la bilis se le subían a la garganta a la vez que todo le comenzó a dar vueltas y vueltas.

- Criselda - la llamaron y todo desapareció en una brillante luz.

Fena acunaba a su hermano Mequi que se había quedado dormido cansado de tanto llorar de tristeza y de dolor. Sus pieriecitas - más largas de lo que ella recordaba después de tantos meses sin vele - estaban despellejadas y rojas impregnadas de un ungüento fangoso y aceitoso que mantenía hidratada las pieles quemadas.

Su madre también había enloquecido al igual que su padre y, en esa extraña y repentina locura, había arrojado una cazuela de agua hirviendo sobre su hijo creyendo que era alguna extraña abominación dispuesta a matarla. Alertada por los gritos procedentes del gran comedor que compartían los sanadores, Fena y sus amigos corrieron a ver qué sucedía, pero ninguno de ellos había sido preparado o entrenado para poder presenciar aquel espectáculo grotesco.

Su madre se retorcía con las manos aferradas a su propia garganta con sus largos cabellos grisáceos alrededor de su rostro transformado por el miedo y la demencia. Sus labios estaban mordidos y ensangrentados y sus cuerdas bocales no dejaban de producir gritos de puro terror desmedido.

Ella quiso ayudarla, detenerla, pero cuando se acercó, su madre se levantó como si fuese una presa acorralada ante un espléndido cazador y tomó un cuchillo carnicero para atacarla. Como pudo, la niña esquivó las cuchilladas de su madre mientras los espectadores intentaban ayudar a su hermano herido y hablaban a su madre para que se calmase en vano.

Pero Yenara no se calmaba, todo lo contrario. Veía enemigos, huestes infinitas de enemigos por todas partes donde solo había amigos y, consumida por el pánico, se rajó la garganta. No pudo detenerla, no pudo hacer nada mientras el corte, como una segunda boca, sangraba y sangraba llevándose rápidamente la vida de su madre. Incapaz de mirarla por más tiempo, incapaz de mantener la calma, Fena corrió en busca de su padre sin importarle el que no pudiese entrar en el salón del trono ni tampoco en el oficio de la ceremonia de coronación de su rey. Necesitaba a su progenitor para que la consolara, para que hiciese algo, lo que fuese.

Pero encontró lo mismo.

Solo muerte.

La misma que se había llevado a su madre.

Las lágrimas le nublaron la vista mientras acariciaba sin darse cuenta el pelo corto de su hermano. Parpadeó para desembarazarse de las molestas lágrimas que le emborronaban la visión y volvió a contemplar los cuerpos sin vida de sus padres iluminados por las luces de las lámparas de aceite. Estaban dispuestos juntos sobre un bonito altar con juncos frescos y también tulipanes con los capullo aún cerrados.

- ¿Puedo acompañarte?

Fena no se volteó cuando Hoïen apareció y esperó a que él se acercara sin decir ni una sola palabra. Cada familia velaba a sus propios muertos, por eso ella y Mequi velaban solos a sus padres, pero Hoïen la amaba y por ello no había podido permanecer al margen en aquellos instantes de sumo dolor y por ello había acudido a su lado. Y ella le necesitaba tanto. Las lagrimas regresaron con más fuerza a sus ojos.

- ¿Por qué a tenido que suceder esto? - dijo conteniendo un sollozo.

- Se han encontrado restos de unos polvos extraños en el baño de tus padres mezclados con sales de baño. Están analizando que no sea veneno.

 - ¿Veneno? - le miró completamente desconcertada y con un inmenso nudo en la garganta -. ¿Pero quien…? - calló sin poder terminar la pregunta siquiera.

Rompió a llorar completamente desconsolada. Hoïen la abrazó y ella aferró a su hermano con más fuerza. Acababa de regresar de un largo y difícil viaje, en el cual había perdido a su paciente para regresar y perder a sus progenitores a la vez.

- Yo me ocuparé de ti y de tu hermano, Fena. Nada os faltará, te lo prometo.

Ella asintió sin dejar de llorar a moco tendido con el corazón destrozado. Y así se quedaron hasta el alba momento en el cual se incinerarían los cuerpos.

La cajita de música sonaba en la mesilla mientras la abrazaba contra su pecho fuertemente. El día avanzaba inexorablemente sin importarle que dos vidas hubiesen perecido y desaparecido para siempre del mundo mortal. El funeral de Yenara y Qurín fue tremendamente emotivo y doloroso asemejándose en demasía al de su padre he incluso al de su madre Myrella.

Sus cuerpos habían sido depositado juntos en una pira que miraba hacia el bosque, el lugar más sangrado para los sanadores y los eruditos.

Se honró sus cuerpos con sendas flores propias de la estación - impregnadas con brea - y Fena, con los ojos hinchados y rojos por el continuo llanto, fue la encargada de dejar que sus padres descansasen en paz. Sus manos sujetaban sin titubeo el mango de la antorcha prendida y la colocó sobre los dos cuerpos entrelazados. Pronto las llamas lamieron la carne, las flores, los huesos y la madera en una gran pira que olía al dulce perfume floral y a aceites aromáticos.

Comenzaros los cánticos. Al principio las voces vacilaban pero después fueron ganando fuerza haciendo de tripas corazón sin desfallecer para honrar a los que les dejaban y a los cuales jamás olvidarían.

El día de la despedida a llegado, el día del adiós será doloroso. Pero pronto estaremos allá con vosotros; en los cielos de los dioses y sonreiremos al veros. Por que, al fin, juntos estaremos de nuevo y ya, jamás, nos podrán volver a separar.

 Criselda, a su lado, no dijo ni una palabra. Su raza no tenía la costumbre de cantar y nadie le había enseñado los cánticos fúnebres, así que ella les honró de la única manera que sabía: con su silencio. Cuando las llamas lo consumieron todo, Varel se retiró con su esposa a su aposento real para descansar y ella le siguió en sumo mutismo sin separar la mano de su vientre con la mirada siempre brillante.

Estaba extraña.

Después de haber perdido el conocimiento por lo sucedido en el salón del trono, había estado increíblemente pálida y pensativa después de haber recuperado el sentido. Parecía increíblemente frágil y por ello, al llegar del funeral, la había tendido en la cama y él se había tumbado también para abrazarla fuertemente y poder reconfortarla todo lo posible.

Criselda, acurrucada he inmóvil, respiraba pausadamente. Varel le besó el cuero cabelludo y ella inspiró en respuesta. Estaba increíblemente afectada y no era de extrañar, incluso él había tenido pesadillas aquella noche sin poder dejar de rememorar, una y otra vez, como Qurín ponía fin a su vida. Si no hubiese vacilado, si hubiese hecho algo podría haberle salvado.

- Hay algo que debo decirte Varel - comenzó Criselda con un suave murmullo. El rey le apartó el cabello del rostro y contempló sus ojos secos pero con las cuencas rojas -. Algo que sospechaba y que ahora tengo la completa certeza.

- ¿Qué amor mío?

Criselda, sin dejar de mirarle fijamente, dijo:

- Estoy embarazada.

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