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Una historia antes de dormir (Prólogo)

Hace quince años...

Las llamas de la chimenea estaban a punto de extinguirse por completo sumergiendo la habitación del joven príncipe en una oscuridad contante. El príncipe de piel tersa y blanca y ojos bicolores sonrió complacido cuando su madre lo arropó en su cama. 

—Dulces sueños, corazón —se despidió la reina Miarel planteándole un beso en la frente de su hijo. 

—Madre, ¿podrías seguir contándome la historia de nuestro reino? —pidió el pequeño Naefir.

—Por supuesto, ¿en qué parte me quedé?

—Con la construcción de la nueva Feoddesha —replicó el menor.

—Bien —asintió la reina de las hadas—. Cuando las hadas pudieron llegar a un acuerdo con los ökrnos y determinaron que sus reinos vivirían en paz, usaron su magia para levantar Feoddesha sobre el valle Ozthäven. Gracias a los recursos proporcionados por sus vecinos, las hadas pudieron construir su nuevo hogar sin dificultades y sin demora.

—¿Entonces qué pasó? —preguntó Naefir con emoción.

—La paz que se acordó entre ambos reinos comenzó a peligrar muchos años después cuando un hada desarrolló un odio por los ökrnos. Ella aseguraba que las hadas eran superiores a cualquier especie y que por ello debían tenerlo todo. Su ambición la llevó por un camino oscuro e ideó un plan maléfico. Pero, gracias a las visiones del rey Persimmon, tu abuelo, pudieron evitar que esta hada malvada destruyera por completo la paz entre el reino de las hadas y de los ökrnos.

—¿Qué sucedió con esa hada malvada? —inquirió el príncipe ahora con intriga.

—Fue encerrada en un lugar en el que nunca podrá hacerle daño a nadie más.

—Cielos, qué gran historia —bostezó Naefir.

—Ahora, duerme —habló Miarel con débil hilo de voz.

La reina comenzó a marearse y a perder el equilibrio. Tuvo que apoyar su mano sobre una pared para evitar caerse.

—¿Mamá, estás bien? —preguntó el pequeño levantándose de la cama.

—Estoy bien, Naefir.

La voz de la reina estaba débil y su rostro comenzaba a palidecer. Naefir podría ser un pequeño de siete años, pero no era ningún tonto.

—¡Ayuda, ayuda, ayuda, ayuda! —gritó él.

De inmediato un par de guardias entraron a la habitación en penumbras y tomaron a su reina de los brazos.

—El bebé —dijo Miarel—, ya viene.

Los guardias salieron junto con la reina de las hadas y la llevaron por el pasillo mientras Naefir los seguía.

—Llama al rey y a las enfermeras —ordenó uno de los guardias a otro quien asintió y se fue volando.

Cuando la reina llegó junto con los guardias a la enfermería del castillo, apareció el rey de las hadas.

—Hijo, ve a tu habitación —pidió Ronorin—, tu madre estará bien.

—Sí, padre —se resignó el pequeño príncipe.

En el camino a su habitación se encontró con su hermana mayor, la princesa Daewenys. Había despertado por el alboroto de que su madre se había puesto en labor de parto.

—Vamos —dijo Daewenys extendiéndole una mano a su hermano menor.

Naefir tomó la mano que su hermana le extendía y ella lo llevó hasta su habitación.

—¿Sabes qué le está sucediendo a nuestra madre, Daewenys? —preguntó él subiendo a la cama de su hermana.

Daewenys ya había vivido esa situación siete años antes cuando Naefir nació. Ella era muy pequeña en ese entonces como para saberlo, pero ahora con sus diez años podía darle una respuesta a su curioso hermano.

—¿Recuerdas que nuestros padres decían que pronto tendríamos un nuevo hermano o hermana?

—Sí, lo recuerdo.

—Bueno —prosiguió la hermana mayor subiendo a su cama—. Nuestro hermano o hermana ya va a nacer.

—¿Pero eso que tiene que ver con nuestra madre?

—Verás, Naefir, para que la vida de nuestro hermano o hermana pueda comenzar tienen que sacarlo del cuerpo de mamá.

—¿Y cómo fue que se metió en su cuerpo? —inquirió el príncipe alarmado.

—Lo siento, pequeño hermano, pero no lo sé. Ahora durmamos, ¿quieres?

Naefir asintió y se preparó para dormir aunque sabía que no podría hacerlo por tantas preguntas que empezaron a revolotear en su mente.

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