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4.- Enfoque

El sol ya comenzaba a descender, pero el campo de entrenamiento seguía lleno de actividad. A lo lejos, el sonido del viento entre los árboles se mezclaba con el golpe rítmico de espadas contra escudos y los tensos chasquidos de los arcos al disparar flechas. Pero, a pesar de la actividad, la atmósfera estaba cargada de una tensión palpable.

Yugi observaba desde lo alto de una colina, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en los jóvenes cazadores que se esforzaban por mantener el ritmo que él exigía. El campo de entrenamiento, apartado del castillo Phoenary, era su lugar para imponer disciplina sin interrupciones. A diferencia de otros lugares, aquí no había espacio para la debilidad.

—¡Más rápido! ¡Están perdiendo tiempo! —La voz de Yugi cortaba el aire, firme y fría como el acero que empuñaban los jóvenes. Sus ojos se deslizaban sobre ellos, inspeccionando cada movimiento, buscando cada falla. No había cabida para la piedad, ni para los errores.

Los chicos, en su mayoría de entre 13 y 18 años, se movían con la prisa de quienes sabían que el fracaso no era una opción, pero no todos lograban alcanzar el nivel que él exigía. Algunos de ellos, aún con la experiencia adquirida durante años de entrenamiento, se desmoronaban bajo la presión. Sus movimientos eran torpes, sus cuerpos aún no completamente adaptados al peso y la precisión que requerían las armas.

—¡De nuevo! No sirve con una sola flecha. Quiero que sean rápidos, quiero precisión. ¡Ahora! —Yugi ordenó sin dudar. Su rostro no mostraba ninguna muestra de comprensión, solo la fría exigencia de un líder que había sido formado bajo el mismo régimen estricto.

Uno de los jóvenes, un chico de 15 años con cabello desordenado y sudor en la frente, levantó su arco de nuevo, pero su pulso vaciló. La flecha erró la diana y se perdió en el aire.

Yugi no se inmutó.

—¿Qué es esto? ¿Juegan a disparar o están entrenando para una guerra? No se permite el fallo. El siguiente, avancen.

El chico bajó la cabeza, avergonzado. Los demás, más viejos o más experimentados, continuaron sin detenerse. Nadie se atrevía a interrumpir el entrenamiento, no cuando el líder estaba observando. Nadie podía mostrarse débil bajo su mirada fría.

Se acercó con pasos firmes hasta el grupo, observando a cada uno de los cazadores, notando las fallas de sus técnicas. Aunque su entrenamiento había sido agotador, Yugi no dudó en ser aún más exigente.

—Las armas no son para todos. Algunos de ustedes nunca serán buenos con el arco, otros con la espada. ¿Lo entienden? Los cazadores no son elegidos por simpatía. Son elegidos por su habilidad. —Yugi avanzó hacia un chico particularmente débil en su postura. —Mueve tus pies. No se queda quieto cuando disparas. ¿Piensas que esto es solo un juego? ¡No lo es!

El chico intentó enderezar su postura, pero Yugi ya había dado media vuelta, buscando a otro. No mostraba piedad, ni en su mirada ni en sus palabras. Para él, el entrenamiento no era un proceso gradual de crecimiento. Era una prueba constante de resistencia.

—¡No hagan esto más lento de lo que ya es! —Su voz era fría, tajante, y la presión sobre los jóvenes era cada vez más fuerte. —Si no pueden seguir el ritmo, salgan del campo. Los cazadores no tienen tiempo para débiles. No hay espacio para la misericordia aquí. La guerra no será más compasiva con ustedes.

Los muchachos intercambiaron miradas, sintiendo la pesada presión de las palabras de Yugi. Algunos intentaron redoblar sus esfuerzos, pero la fatiga era evidente en sus movimientos. Sabían que no era solo el fallo lo que temían, sino la desaprobación de alguien tan despiadado como él.

Yugi se detuvo frente a un joven con la espada, cuya hoja temblaba ligeramente.

—¿Qué pasa con la espada? La hoja no debería estar temblando. No puedes pelear si estás inseguro.

El joven trató de enderezar su postura, pero sus manos no respondieron con la firmeza que Yugi esperaba. No hubo un solo gesto de comprensión o alivio en el rostro del líder.

—Si no puedes sostener la espada, no eres un cazador. ¿Lo entiendes? No hay excusas. —La furia contenida en su voz llenó el aire, cortante como una hoja afilada.

El joven intentó, una vez más, balancear la espada con más fuerza, pero falló, su brazo se desvió hacia un costado. Yugi lo observó con frialdad, notando cada resquicio de debilidad, y en su pecho, una pequeña chispa de desaprobación se avivó.

Los demás cazadores ya estaban acostumbrados a este trato severo, pero nunca dejaron de sentir ese nudo en el estómago cada vez que Yugi los miraba. Su silencio era más aterrador que cualquier grito.

El sonido del filo de una espada cortó el aire, acercándose rápidamente a Yugi. Sin tener que mirar, él giró con rapidez, esquivando el ataque con una agilidad que demostraba su destreza, pero también su constante alerta. Apenas un suspiro después, su espada ya estaba en posición, reflejando una luz fría mientras se preparaba para contraatacar.

La figura que se había lanzado al ataque apareció en su campo de visión: Mana. Su mirada era decidida, sus movimientos rápidos y fluidos, llenos de experiencia. El combate que siguió fue breve pero intenso. Las espadas chocaban con el sonido metálico que resonaba en el campo de entrenamiento, mientras ambos se movían con una sincronización que solo los más experimentados podían lograr. El intercambio de golpes y bloqueos demostraba claramente que ambos no solo se conocían, sino que entendían cada movimiento del otro.

Era una danza familiar, una que compartían desde pequeños. Cada uno estaba a la par con el otro, como si ambos hubieran sido forjados en el mismo fuego. Mana no era solo su hermana, era su igual, y lo demostraba con cada acción. El aire se llenaba de tensión mientras sus espadas se cruzaban una y otra vez, sin dejar margen para la duda de quién estaba en control. Pero al final, como siempre, el combate terminó en un empate. No porque alguno de los dos hubiera fallado, sino porque ambos decidían que así fuera.

Con una última estocada bloqueada, ambos se separaron y se quedaron mirándose en silencio, respirando con pesadez. Los jóvenes cazadores, que se habían detenido a observar el enfrentamiento, no podían evitar sentir una mezcla de admiración y asombro ante la demostración de habilidad.

—¿Quién ganaría en una pelea real? —se susurraban entre sí, aunque todos sabían que la respuesta nunca sería clara. Yugi y Mana nunca buscaban ganar uno sobre el otro; su competencia era una forma de entenderse, una forma de equilibrar sus fuerzas sin necesidad de demostrar nada a los demás.

Yugi limpió el sudor de su frente, sin perder la compostura. Mana sonrió, un poco más relajada, sabiendo que ese enfrentamiento siempre les servía a ambos como una especie de ritual.

—Lo haces bien —dijo Yugi, su tono tan cortante como siempre, pero con una ligera aprobación que solo él podía mostrar a quienes más valoraba.

—Tú también —respondió Mana, sin bajar la guardia, aunque el brillo en sus ojos indicaba una satisfacción oculta.

Yugi giró hacia los jóvenes cazadores, que aún los observaban, la intensidad de la demostración claramente marcada en sus rostros.

—Eso —dijo, señalando con su espada hacia los jóvenes— es lo que se espera de un verdadero cazador. No importa lo que creas saber, siempre hay más que aprender.

Las palabras de Yugi cayeron pesadas, como un peso que hacía que la atmósfera se volviera aún más densa. No había lugar para la debilidad, no cuando la supervivencia de su gente estaba en juego. Los jóvenes cazadores, aunque abrumados por la ferocidad de su líder, no podían evitar sentirse inspirados. Sabían que esas palabras no eran solo para ellos, sino para él mismo, un recordatorio constante de lo que significaba ser el mejor, ser un líder.

Mientras el silencio caía nuevamente sobre el campo, Yugi y Mana compartieron una mirada silenciosa, como si ambos comprendieran lo que se necesitaba, lo que se exigía de ellos, y lo que aún quedaba por hacer.

—Eso es lo que me gusta de ti —dijo Mana, rompiendo la quietud con una sonrisa—. Siempre tan implacable.

Yugi la miró de reojo, su expresión algo más suave, pero sin mostrar mucho más de lo que solía mostrar.

—Y tú, siempre tan confiada —respondió, antes de girarse hacia los cazadores—. Ahora, continúen. No me decepcionen.

El sonido del entrenamiento continuó, pero la atmósfera en el campo había cambiado, cargada de la misma tensión que siempre acompañaba a los cazadores de su clan. Yugi, el heredero, y Mana, la cazadora de élite, eran el ejemplo perfecto de lo que era ser un cazador. Y mientras observaba a los jóvenes retomar sus posiciones, Yugi sabía que, aunque el camino por recorrer aún era largo, hoy habían dado un paso más en la preparación para lo que vendría.

Mientras los jóvenes cazadores volvían a sus prácticas, Mana siguió a Yugi, quien, con paso firme, se alejó un poco más del campo de entrenamiento. Subieron a una plataforma elevada, un mirador que les permitía ver a los cazadores con una precisión absoluta. Desde allí, la vista de los chicos practicando con espadas y arcos se extendía ante ellos, pero el aire entre los dos estaba cargado de algo más que solo palabras.

Yugi no pudo evitar mirar a su hermana con una ligera sonrisa, la expresión seria que siempre la acompañaba suavizándose por un instante.

—Me alegra verte de vuelta, Mana —dijo, sin mirar directamente a ella, pero su tono dejó claro que lo decía con sinceridad—. La misión que la abuela te encargó no fue fácil. Derrotar a la manada de Fangrave no debió ser sencillo.

Mana, de pie junto a él, observó por un momento a los jóvenes cazadores antes de responder, una pequeña chispa de orgullo en sus ojos.

Fangrave no fue rival para nosotros. —Su voz sonaba confiada, segura de sí misma, y lo decía con la calma que solo alguien con experiencia podía transmitir—. Un par de cazadores experimentados más y un grupo bien entrenado... no hay manada de lobos que no podamos enfrentar.

Yugi la miró por fin, sus ojos fijos en ella, aunque su expresión permaneció impasible.

—Aun así, me alegra saber que todo salió bien —dijo él, esta vez su voz un poco más suave, como si le costara admitir que se preocupaba, aunque fuera un poco. El frío exterior que siempre mantenía parecía resquebrajarse solo por momentos.

Mana, al notar la suavidad en su voz, le dedicó una mirada de complicidad, sin dejar de observar a los jóvenes cazadores abajo.

—No te preocupes tanto. Esos lobos no eran nada comparado con lo que ya hemos enfrentado —respondió, dándole un golpe ligero en el hombro a su hermano, un gesto habitual entre ellos. Un recordatorio de la cercanía que compartían a pesar de las distancias físicas que a veces los separaban.

Yugi asintió, su mirada regresando a los jóvenes abajo. Sabía que su hermana era fuerte, y confiaba en ella más de lo que podía expresar, pero siempre le inquietaba lo que podía venir. Los peligros nunca cesaban, y aunque la misión había sido exitosa, sabía que vendrían más desafíos.

—Parece que se preparan para lo peor —comentó, su tono volviendo a ser más serio. La presión de lo que estaba por venir siempre pesaba sobre él, y aunque su rol como líder lo exigía mantener su compostura, no podía ignorar lo que el futuro les deparaba.

Mana, al ver la seriedad en su rostro, también se quedó pensativa, aunque su mente se centraba en otro tipo de preocupaciones.

—La abuela está poniendo demasiada presión sobre todos —dijo finalmente, algo en su tono indicaba que sus pensamientos no eran del todo positivos—. Sobre todo en tí. Supongo que enfrentar a esa manada Muto no será tan fácil.

Yugi la miró por un momento, notando la seriedad en el tono de su hermana, algo poco común en ella, que siempre mantenía una fachada fuerte y decidida. La preocupación que había detrás de sus palabras no pasó desapercibida.

—Lo haré —respondió con firmeza, como si se tratara de una misión más. Su voz denotaba la confianza que siempre había tenido en sí mismo para enfrentar cualquier desafío, pero también había algo más, un leve destello de inquietud en sus ojos. Esa manada Muto era su mayor prueba. Su victoria, marcaría la culminación de su entrenamiento, la meta de su vida. Era para lo que Aethelwyn lo había entrenado.

Mana desvió la mirada, como si no quisiera que su hermano percibiera completamente la tensión que sentía. Aunque sabía que tenía que hablar sobre lo que le preocupaba, había algo dentro de ella que la detenía. El simple hecho de estar frente a Yugi, con sus ojos tan perspicaces, la hacía dudar de cómo empezar.

—No es solo eso —murmuró, sin poder evitarlo. Dio un paso atrás, como si tratara de distanciarse de la conversación que se estaba gestando en su interior—. La abuela no está siendo justa. Pero... aún así... la misión de Muto... no será fácil para ti tampoco. Vas a necesitar un buen equipo. Y, aunque no lo admitas, también apoyo.

Yugi la observó con una mirada comprensiva, pero no dijo nada. Sabía que había más en sus palabras, algo no dicho que ella quería expresar. El ambiente entre ellos se había vuelto tenso, y él ya sabía que su hermana tenía algo más que no le había contado. El cómo lo haría era lo que más le preocupaba.

—Lo sé —dijo Yugi, con una calma que contrastaba con la creciente tensión en el aire—. Pero sé que estaré bien. Siempre lo estoy.

A pesar de sus palabras, la duda flotaba en el aire. Mana no parecía estar del todo convencida. Con un suspiro, volvió a mirar hacia el campo de entrenamiento, como si buscaran la respuesta en el entrenamiento de los cazadores. Pero sus pensamientos, siempre más complicados de lo que dejaba entrever, la mantenían distante.

Fue entonces cuando Mana dio un paso adelante, mirando a su hermano desde un ángulo ligeramente diferente. Esta vez, sin poder evitarlo, su voz tembló un poco, y su mirada era más vulnerable.

—Yugi... —comenzó, pero se detuvo a mitad de la frase. ¿Cómo podía decirlo? ¿Cómo podría decirle a su hermano lo que estaba pasando sin que todo cambiara entre ellos?

Yugi levantó una ceja, notando el cambio en su tono y postura. Esta no era la misma Mana que conocía, la guerrera decidida y segura de sí misma. Algo estaba inquietándola, y él sabía que no podía dejar que la conversación quedara ahí.

—¿Qué sucede, Mana? —preguntó, sin prisa, sin forzarla, pero su tono mostraba la preocupación que siempre había sentido por ella, aunque a veces intentaba ocultarla.

Mana se mordió el labio, sin saber si debía continuar. Había algo en su interior que la empujaba a hablar, pero su orgullo la detenía. ¿Cómo podría hablar de algo tan personal con su hermano? Algo que sentía que los distanciaría, aunque en el fondo deseaba profundamente escuchar lo que él pensaba.

—Es solo... —comenzó de nuevo, pero las palabras se enredaron en su garganta. No sabía cómo seguir. Yugi la observaba pacientemente, sin interrumpirla, pero sus ojos no dejaban de buscar una respuesta.

El viento se alzó entre ellos, moviendo algunas ramas de los árboles cercanos, y el silencio se instaló por un largo momento. Finalmente, Mana suspiró, luchando contra la sensación de incertidumbre que le atenazaba el corazón.

—Mai me dijo que hablara contigo —dijo, con un tono ligeramente amargo, como si no quisiera admitir la debilidad que sentía. Esa simple frase, tan llena de peso, era lo más cerca que había estado de decirlo—. Dijo que podría ayudarme... pero no sé si pueda... quiero hablar de esto.

Yugi la miró, sin mostrar sorpresa, pero con una ligera curiosidad en sus ojos. Había entendido lo que no estaba siendo dicho, aunque no era tan directo. Había aprendido a leer entre líneas, sobre todo cuando se trataba de su hermana.

—No tienes que decirme nada si no quieres —dijo con suavidad, dándole un espacio para que hablara a su propio ritmo—. Pero si necesitas consejo, sabes que siempre estaré aquí, Mana.

Aunque sus palabras parecían tranquilizadoras, había algo en su tono que indicaba que él ya sabía que algo más estaba ocurriendo. Y aunque Mana no sabía cómo revelarlo, sentía el peso de la decisión que debía tomar.

—Lo sé... —susurró Mana, su mirada perdida en el horizonte, como si buscara algo fuera de su alcance. Sabía que había llegado el momento de tomar decisiones difíciles, y a pesar de la resistencia que sentía, en el fondo deseaba escuchar a su hermano. Desearía poder contarle lo que estaba pasando, pero el miedo al juicio, o tal vez al cambio, le hacía dudar.

La conversación quedó suspendida en el aire, como una promesa no cumplida. Mana sabía que debía hablar, y Yugi sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que lo hiciera. Pero, por ahora, todo lo que podían hacer era continuar con lo que había quedado en silencio.

La sala del trono estaba envuelta en sombras, apenas iluminada por el resplandor crepitante del fuego en la chimenea. Yugi se presentó en la entrada, una figura que contrastaba con la oscuridad de la sala, y alzó la mirada hacia la figura que ocupaba el trono. La líder del clan Phoenary, su abuela, lo observaba con sus ojos dorados, implacables.

—¿Cómo va el entrenamiento de los jóvenes? —preguntó ella, su voz grave y resonante como un eco en la quietud de la sala.

Yugi se acercó lentamente, sin mostrar ninguna expresión de emoción en su rostro. Mantuvo una postura erguida, como siempre, pero la mirada fija en su abuela revelaba la tensión que se estaba gestando en su interior.

—Han mejorado, pero no lo suficiente. Aún hay debilidad en muchos de ellos. Algunos ni siquiera pueden sostener la espada con firmeza. La disciplina que les falta... los hará caer cuando llegue el momento. —Su tono era firme, autoritario, como siempre lo había sido en presencia de su abuela.

La líder de Phoenary lo miró en silencio, sus ojos dorados brillando con una intensidad inquietante. No había ninguna sorpresa en su expresión, pero sus palabras, cuando llegaron, fueron afiladas, como un cuchillo recién afilado.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer para corregirlo? —Su mirada parecía perforar a Yugi, como si le estuviera desnudando cada pensamiento, cada duda.

Yugi respiró hondo antes de responder, pero su voz no titubeó.

—No toleraré la debilidad. Si no son capaces de seguir el ritmo, serán desechados. No hay espacio para la compasión aquí, líder.

Un suspiro suave escapó de los labios de la mujer, como si estuviera evaluando cada palabra de su nieto. Sus ojos dorados brillaron con algo que solo Yugi podía reconocer: aprobación.

—Así es, pero no olvides, Yugi, que en este mundo solo la fuerza importa. Los cazadores no son más que herramientas, y si no son lo suficientemente fuertes para sobrevivir, no tienen valor. —Su mirada permaneció fija en él, fría y calculadora—. No tienes espacio para debilidades ni sentimientos. Esa es la realidad de este clan, y tú lo sabes mejor que nadie.

Yugi asintió sin dudar, reconociendo la verdad en sus palabras, aunque algo dentro de él parecía resistirse a aceptarla completamente.

—Lo sé, abuela. No hay cabida para la debilidad —respondió, su tono tan firme como el de ella, sin mostrar signos de duda.

La líderlo observó en silencio, como si estudiara cada palabra que él había dicho, cada gesto que había hecho. Había algo en sus ojos dorados que reflejaba una satisfacción más profunda, como si estuviera complacida por haber logrado crear a su "obra maestra". A pesar de la dureza de sus palabras, siempre había una chispa de adoración en su mirada hacia él. Después de todo, Yugi era el producto de sus años de manipulación, su más grande logro. Había forjado a su nieto en la imagen de la perfección despiadada que ella había deseado.

—Eres tan... perfecto, Yugi —dijo con una sonrisa apenas perceptible, su voz baja, pero cargada de una dulzura que contrastaba con la ferocidad de su mirada—. Todo lo que te he enseñado, todo lo que te he dado, te ha convertido en lo que eres. Como yo. No me has defraudado.

Yugi mantuvo su rostro impasible, aceptando las palabras sin el menor asomo de emoción, aunque en su interior un sentimiento contradictorio comenzaba a agitarse. No tenía espacio para esas debilidades. No debía.

La abuela continuó sin detenerse, como si no necesitara confirmar nada más.

—Los Muto finalmente han roto el sello —mencionó, su tono cambiando inmediatamente a la frialdad estratégica que lo caracterizaba—. Han cruzado a nuestros dominios esta mañana. Los observé muy de cerca, envié a algunos hombres para asegurarnos de su localización exacta. Mai también ha colocado los sellos de rastreo y observación. Sabemos todo lo que necesitan saber.

Yugi asintió, su mirada endureciéndose aún más al escuchar esas palabras. Los Muto... la amenaza de siempre. Era solo cuestión de tiempo antes de que llegaran a su territorio. No había duda de que eran peligrosos, pero con ellos, la respuesta siempre había sido clara.

La abuela se levantó lentamente de su trono, sus pasos resonando en la sala vacía mientras se acercaba a Yugi.

—Quiero que les des una "cálida bienvenida" —dijo, su voz impregnada de un tono de diversión cruel, como si la amenaza que representaban los Muto fuera solo un juego más para ella—. Tú sabes que hacer, Yugi. Sé que no necesitas más instrucciones.

Yugi, al escucharla, no mostró reacción alguna. Su mente ya estaba enfocada en la tarea que tenía por delante. Sabía que esta era otra prueba más, otra oportunidad para demostrar su lealtad a su abuela, y por ende, su lugar en el clan. No había margen para fallos.

—Lo haré, abuela —respondió, su voz un susurro decidido.

La abuela, satisfecha, asintió levemente, y de nuevo volvió a sentarse en su trono. El fuego en la chimenea chisporroteó mientras ella lo observaba, con una expresión que no dejaba dudas de que no tenía ninguna esperanza de que su nieto fracasara. Lo esperaba todo de él. Todo.

Sin embargo, antes de que Yugi pudiera salir, la mujer añadió, casi como si reflexionara en voz alta:

—Tu primo te acompañará en esta ocasión. Será bueno que los dos le den a los Muto la bienvenida adecuada, ¿no crees? Después de todo, son familia.

Yugi no respondió, pero su rostro permaneció impasible. No hizo ningún gesto de sorpresa, como si la idea de que su primo se uniera fuera algo inevitable. Su primo siempre había estado cerca, una sombra en su vida, siempre observando desde las sombras, nunca igual, pero nunca distante.

Rafael lo veía como una competencia, un rival por el puesto que él deseaba y el poder que su familia le otorgaba, pero a Yugi eso le importaba poco. Rafael podría verlo como quisiera, pero en su mente no había lugar para los rivales. Solo había espacio para el deber, y lo cumplía con una precisión que nadie más podría igualar.

La abuela sonrió levemente, una sonrisa cruel, como si jugara con la situación y disfrutara del malestar que Yugi podría sentir al ser forzado a trabajar en equipo con alguien que, en su corazón, consideraba una amenaza. Pero Yugi no lo veía de esa forma; simplemente lo ignoraba. Para él, Rafael no era más que un obstáculo temporal en su camino, uno que pronto desaparecería, como todos los demás.

—Ve, prepárate —le ordenó con tono suave pero firme, mientras sus ojos dorados brillaban con una luz extraña.

Yugi hizo una reverencia sin mediar palabra, sus ojos fríos y calculadores. No había tiempo para cuestionamientos. No había tiempo para nada más que la misión. Al girar y caminar hacia la salida, no podía evitar que una chispa de desdén se encendiera en su pecho por la sugerencia de su abuela. El destino lo había unido a su primo en más de una ocasión, pero él siempre había preferido trabajar solo.

La abuela, al ver cómo se retiraba, se permitió una sonrisa aún más amplia. Su mirada se desvió hacia un guardia cercano, que se mantenía en una esquina de la sala.

—Llama a Rafael —ordenó, su voz teñida de una malicia apenas disimulada. El guardia asintió rápidamente y se retiró en silencio.

La mujer permaneció en su trono, observando las llamas con un aire de satisfacción. No importaba lo que pensara Yugi. La misión estaba en marcha, y las piezas del juego se movían justo como ella lo deseaba.

La luna iluminaba el campo de entrenamiento, reflejando su luz fría sobre el suelo cubierto de hierba. El aire estaba cargado de la misma tensión que siempre antecedía a una misión nocturna. Sin embargo, algo se sentía diferente esa vez. Mana observaba con atención a un joven de cabellera castaña, que sostenía una espada con firmeza, mientras realizaba movimientos rápidos y precisos.

Él era el escudero de Yugi, el mejor que había tenido hasta ahora. Un chico con una mirada decidida, aunque aún joven, cuya responsabilidad era inmensa: proteger al futuro líder del clan. La misión de esa noche, la orden de asustar al campamento muto, era habitual, pero esta vez el ambiente se sentía más pesado. Tal vez por la cercanía de su familia o por la importancia de mantener la estabilidad. Lo cierto era que algo estaba por suceder, aunque nadie lo dijera en voz alta.

Mana se acercó a él y, sin previo aviso, levantó su espada y realizó un movimiento rápido hacia él. El joven, ágil como siempre, lo bloqueó con destreza, pero había algo en su expresión que delataba un leve toque de duda.

—No es suficiente —dijo Mana con una voz baja y controlada, su mirada fija en él—. Necesitas pensar con más rapidez. Si no actúas sin pensarlo, el miedo se apoderará de ti cuando menos lo esperes.

El joven asintió, sudando ligeramente bajo su ropa de entrenamiento, y ajustó su postura.

—Lo sé, pero... no sé por qué, esta misión se siente diferente.

Mana lo miró detenidamente, evaluando sus palabras. Aunque su rostro seguía impasible, la expresión en sus ojos dejaba ver que había algo de verdad en lo que él decía.

—Siempre será diferente, Jaden. Cada misión lleva consigo un peso diferente, pero nunca olvides lo que realmente está en juego. —Hizo una pausa, observando su espada—. Si fallas, no solo le fallas a Yugi, sino a todos los que dependen de nosotros. La líder Aethelwyn no perdona los errores.

El joven se encogió ligeramente ante las palabras de Mana. La amenaza implícita estaba clara: la líder del clan, conocida por su despiadada naturaleza, nunca toleraba el fracaso. La responsabilidad sobre sus hombros era algo más pesado de lo que cualquiera podría imaginar.

—Lo entiendo —respondió, su tono firme aunque un tanto nervioso.

Mana levantó su espada nuevamente, esta vez para mostrarle un golpe más que debía aprender. La fuerza y rapidez de sus movimientos hacían que el joven tuviera que estar completamente concentrado en cada acción. Cuando finalmente detuvo el entrenamiento, se acercó a él y, por primera vez, mostró una leve sonrisa.

—Te han entrenado bien. Recuerda esto esta noche. Lo que te voy a enseñar ahora puede ser lo que marque la diferencia.

Mana llevó una bolsa de cuero llena de agua al centro de una mesa improvisada de madera que crujió levemente bajo su peso. A su alrededor, las antorchas iluminaban con parpadeos irregulares, proyectando sombras que danzaban a lo largo del campo de entrenamiento. La mujer señaló la bolsa con un gesto firme.

—Esta bolsa es Yugi. Si permites que yo o cualquiera le haga daño, será tu culpa —dijo con severidad, sin dar espacio a protestas. Su tono era lo suficientemente cortante como para recordar la importancia del ejercicio.

Jaden asintió con seriedad, desenfundando su espada. Sus ojos estaban fijos en Mana, pero también en la bolsa, tratando de calcular sus próximos movimientos. La tensión en su postura era palpable, cada músculo de su cuerpo preparado para reaccionar al más mínimo movimiento.

Mana, con la calma de un cazador experimentado, tomó su propia espada y se acercó al joven, dando vueltas alrededor de la mesa. Sus pasos eran ligeros, pero cada movimiento parecía estudiado para desconcertarlo.

—Observa tu respiración, Jaden. Es irregular. Si estás tan tenso desde el principio, te cansarás antes de que siquiera pueda tocarte. Relaja los hombros, pero no pierdas firmeza.

El joven corrigió su postura al instante, pero Mana ya había dado su primer movimiento. Su espada cortó el aire en dirección a la bolsa. Jaden reaccionó a tiempo, bloqueándola con un movimiento rápido. El sonido del metal resonó en el aire, pero Mana no se detuvo.

—Tus ojos están fijos en la espada, ¿no es así? —preguntó mientras ejecutaba otro ataque, esta vez un engaño. Su hoja pareció dirigirse a un lado, pero cambió de dirección en el último momento. Jaden logró bloquearla nuevamente, pero apenas a tiempo—. Ese es tu problema. No mires la espada, observa mi cuerpo. Los movimientos del brazo siempre revelan hacia dónde irá la hoja.

El chico se mordió el labio, asimilando sus palabras mientras seguía bloqueando los ataques. La bolsa tembló ligeramente en la mesa, pero aún permanecía intacta. Mana continuó evaluándolo, lanzando golpes cada vez más rápidos y precisos.

—Eres bueno reaccionando, pero no solo se trata de defender. Si solo te enfocas en bloquear, tarde o temprano te desgastarás y dejarás un hueco. Busca oportunidades para contraatacar.

En un momento, Mana dio un salto hacia atrás, simulando cansancio, para provocarlo. Jaden cayó en la trampa y lanzó un ataque hacia ella, dejando la bolsa expuesta por un instante. Mana, con la velocidad de un rayo, desvió su espada y apuntó directo a la bolsa. El joven apenas logró interponer su arma, pero el filo de Mana estuvo a milímetros de su objetivo.

—Demasiado impulsivo. ¿Viste lo que hiciste? —preguntó Mana, señalando la bolsa con su espada—. Cuando atacas, también expones. Nunca olvides eso.

El joven asintió, sudando más por la presión que por el esfuerzo físico. Mana retrocedió, dándole unos segundos para recomponerse.

—No lo estás haciendo mal, pero aún tienes mucho que aprender. Si esto fuera un combate real, ¿crees que Yugi estaría a salvo? —La pregunta quedó flotando en el aire como un golpe invisible, una presión constante que le recordaba su deber.

Jaden apretó con más fuerza el mango de su espada y adoptó una postura más estable. Esta vez, sus ojos no estaban en la hoja de Mana, sino en sus hombros y cadera, siguiendo el consejo que le había dado. Estaba listo para intentarlo de nuevo, con la determinación grabada en su rostro.

Mana dejó de atacar cuando escuchó un suave aplauso que rompió la concentración de ambos. Mai apareció casi como una sombra entre las antorchas, con su cabello dorado brillando bajo la luz parpadeante. Llevaba una sonrisa ladeada en los labios, como si hubiera disfrutado de la escena que había presenciado.

—No lo canses demasiado, Mana —dijo con un tono despreocupado, cruzándose de brazos mientras caminaba hacia ellos—. O no tendrá fuerzas para cuidar a Yugi esta noche. Aunque, siendo honesta... —su sonrisa se ensanchó un poco, y sus ojos se fijaron en Jaden—. Yugi no necesita un escudero.

El comentario no parecía cargado de veneno, solo de una observación directa. Jaden no se inmutó, ni se ofendió; sabía que Mai tenía razón. Después de todo, Yugi no solo era un líder en entrenamiento, sino un combatiente excepcional por derecho propio. Había demostrado en numerosas ocasiones que podía valerse por sí mismo, a menudo mejor que quienes lo rodeaban.

—Es cierto —respondió el joven con serenidad, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Pero la líder ordenó que alguien estuviera con él, y soy el que mejor conoce sus movimientos. Si algo ocurre, sabré qué hacer.

Mai alzó una ceja, claramente impresionada por la madurez en la respuesta del chico.

—Qué práctico de tu parte. Me agradas, chico. —Se giró hacia Mana con una mirada más seria—. Pero no le hagas creer que siempre estará a la altura, Mana. Ser el escudero de Yugi no es solo protegerlo; también significa cargar con el peso de sus decisiones. Eso puede quebrar a cualquiera.

Mana, que hasta entonces había permanecido en silencio, dejó escapar una leve risa y apoyó la espada en el suelo, descansando ambas manos sobre el pomo.

—No te preocupes, Mai. Jaden es más fuerte de lo que parece. Si no lo creyera capaz, no estaría aquí ahora mismo —respondió con una confianza que pareció dar ánimos al joven, aunque el comentario de Mai siguió resonando en el aire como una advertencia.

Mai dio unos pasos más cerca, observando la bolsa de agua sobre la mesa. Notó que aún estaba intacta, lo que parecía suficiente para tranquilizarla.

—Bien. Pero recuerda, esta noche no es como las demás. Aunque asustar al campamento de los lobos sea como rutina para nosotros, algo no se siente del todo bien esta vez —dijo con un leve ceño fruncido, dirigiéndose tanto a Mana como a Jaden—. No me relajaré hasta que los vea regresar enteros.

Mana asintió, su mirada perdiéndose un momento en el horizonte oscuro.

—Tampoco yo.

Mai se cruzó de brazos de nuevo y observó al joven escudero una vez más, como evaluándolo con la misma intensidad con la que solía medir a cualquier cazador.

—Será mejor que te prepares. Si sobrevives esta noche sin problemas, quizás empiece a pensar que realmente eres digno de proteger a Yugi.

Jaden le devolvió la mirada, esta vez con un atisbo de confianza en sus ojos avellana.

—Eso haré, Mai. No pienso decepcionarlos.

Jaden inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto antes de recoger su espada y retirarse. No dijo nada más mientras se marchaba, dejando tras de sí un aire de determinación palpable. Mai lo observó hasta que su figura se perdió entre las sombras, y luego giró su atención hacia Mana, quien seguía de pie junto a la mesa con la mirada fija en la bolsa intacta.

—¿Entonces? —preguntó Mai, rompiendo el silencio con un tono que no admitía evasivas. Se cruzó de brazos, observando a su amiga con esa mezcla de curiosidad y paciencia que la caracterizaba—. ¿Hablaste con él?

Mana suspiró, bajando la espada y apoyándola contra la mesa. No respondió de inmediato, como si buscara las palabras adecuadas, pero el cansancio en sus ojos hablaba por sí solo.

—Sí, hablé con él. —Finalmente levantó la mirada hacia Mai, pero su expresión reflejaba frustración más que alivio—. Pero no... no le dije lo que quería decirle.

Mai ladeó la cabeza, como si ya hubiera anticipado esa respuesta, aunque no por ello dejara de estar contrariada.

—¿Por qué no? —inquirió, dando un paso hacia Mana, su tono más suave, pero no menos insistente—. Te dije que este era el mejor momento. Si alguien puede entenderte, es Yugi.

Mana dejó escapar una risa amarga y sacudió la cabeza.

—¿Entenderme? ¿Cómo iba a entender algo que ni siquiera sé cómo explicar? Cada vez que lo intento, las palabras se me traban en la garganta. Es como si... como si al decirlo en voz alta, todo se hiciera más real.

Mai la miró en silencio por un momento, evaluando sus palabras. Luego se acercó lo suficiente como para colocar una mano en el hombro de Mana.

—¿Y qué tiene de malo que sea real? —dijo con una seriedad que no era habitual en ella—. Mana, estás cargando esto sola, pero no tienes por qué hacerlo. Yugi es tu hermano. Merece saberlo, y tú mereces su apoyo.

Mana apartó la mirada, cruzando los brazos como si buscara protegerse de algo invisible.

—Lo sé, Mai. Pero... no es tan fácil. Él ya tiene suficiente con lo suyo. ¿Qué derecho tengo a cargarlo con esto también?

Mai negó con la cabeza, apretando ligeramente el hombro de Mana antes de soltarla.

—Es tu hermano, Mana. Tiene derecho a saber lo que estás pasando, igual que tú tienes derecho a contar con él. Piensa en ello, ¿sí?

Mana asintió débilmente, pero no dijo nada más. Mai suspiró y retrocedió un paso, dándole espacio.

—No lo dejes para demasiado tarde. —Le lanzó una última mirada significativa antes de girarse y desaparecer en la misma dirección que había tomado Jaden.

Mana se quedó sola, mirando la bolsa de cuero sobre la mesa, pero sus pensamientos estaban lejos de la lección que acababa de dar. El peso de la conversación que aún no había tenido con Yugi se hacía más palpable con cada segundo.

La sala del trono permanecía tan imponente como siempre, con su oscuridad envolvente y el fuego chisporroteando en la chimenea como único testigo del encuentro. Rafael, de pie frente al trono, mantenía la cabeza erguida y el cuerpo firme, una postura de respeto que enmascaraba el veneno de sus pensamientos. Su cabello rubio recogido y su rostro tallado por la dureza del entrenamiento no mostraban ni una pizca de emoción, aunque su interior estuviera lleno de resentimiento.

Aethelwyn lo miraba desde su trono con la misma indiferencia que siempre le dedicaba. No había amor en su mirada, ni siquiera reconocimiento. Para ella, Rafael no era más que una pieza útil, un soldado que, pese a haber sido instrumental en su liberación, no era digno de ocupar un lugar en su corazón.

—¿Sabes por qué te he llamado, Rafael? —preguntó finalmente, su voz cortante como el filo de una hoja.

Rafael inclinó ligeramente la cabeza, pero su tono al responder fue tan frío como el de ella.

—Para dar la bienvenida a los Muto, supongo.

Aethelwyn dejó escapar una risa breve, seca y carente de humor.

—Eso es lo que harás, sí, pero no creas que esto es un honor. —Se inclinó ligeramente hacia adelante, dejando que el fuego iluminara sus ojos dorados—. No estás aquí porque confíe en tus habilidades, sino porque quiero asegurarme de que no interfieras con Yugi. Él liderará esta misión, y tú le seguirás. Nada más.

Rafael apretó los dientes, pero no dejó que su rostro revelara la rabia que hervía bajo la superficie. Había escuchado esas palabras muchas veces antes, aunque no por ello dolían menos.

—Entendido —respondió con una frialdad que igualaba la de su abuela.

Aethelwyn le observó durante un largo momento, como si buscara alguna reacción que pudiera usar en su contra. Cuando no encontró nada, se reclinó nuevamente en el trono, una sombra de desprecio cruzando su rostro.

—Recuerda tu lugar, Rafael. No estás aquí para destacar, ni para demostrar nada. Tu deber es seguir órdenes. Hazlo bien, y quizás me convenzas de que no eres un completo desperdicio de mi tiempo.

Rafael inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Aprendió hace años que cualquier palabra que dijera solo serviría para alimentar el desdén de su abuela.

Aethelwyn sonrió ligeramente, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

—Vete. Y prepárate para la noche. Si fallas... no necesito recordarte lo que ocurrirá.

Rafael hizo una reverencia breve y rígida antes de darse la vuelta y marcharse de la sala, con el fuego proyectando su sombra en las paredes.

Cuando la puerta se cerró tras él, Aethelwyn dejó escapar un suspiro, como si su mera presencia hubiera sido una molestia. Luego, volvió su atención al guardia más cercano.

—Asegúrate de que siga a Yugi como un perro obediente. No quiero que sus celos compliquen mis planes.

El guardia asintió y salió a cumplir sus órdenes, mientras Aethelwyn se quedaba sola en la sala, su mente ya enfocada en los próximos movimientos de su juego.

El fuego en la chimenea parpadeó, proyectando sombras danzantes sobre los tapices que decoraban las paredes. Aethelwyn permanecía en su trono, su postura rígida y sus dedos entrelazados frente al rostro, como si meditara en silencio. Pero, de repente, su voz rompió la quietud de la sala.

—Mai.

El nombre fue pronunciado con una precisión casi ritual, como un conjuro que resonó en las vastas paredes de piedra. Apenas un latido después, el aire pareció volverse más denso, cargado de una energía oscura y expectante.

De las sombras que bordeaban la sala, emergió una figura envuelta en una capa oscura que arrastraba con elegancia el suelo. La capucha apenas dejaba entrever su rostro, pero cuando la luz del fuego alcanzó sus ojos violetas, estos brillaron como gemas hechizadas. En su mano derecha, sostenía un báculo de ébano con intrincados grabados que parecían ondular con cada movimiento.

Mai avanzó con paso firme, su silueta proyectando un aura de autoridad y poder. Al llegar al pie del trono, se inclinó ligeramente, una reverencia que hablaba más de respeto calculado que de verdadera sumisión.

—Me llamaste, mi señora. —Su voz era suave, un susurro que parecía resonar en la vasta sala vacía.

Aethelwyn no desvió la mirada del fuego, pero el movimiento de su capa negra al hablar revelaba la tensión en sus pensamientos.

—Mai, dime... —comenzó, su tono bajo, casi como si hablara consigo misma—, ¿crees que cometí un error al dejar vivir a Rafael?

La pregunta pareció flotar en el aire, cargada de un peso que incluso Mai pareció percibir.
La chica enderezó su postura, retirándose la capucha con un movimiento fluido. Su cabello rubio brilló bajo la luz vacilante, y una sonrisa ligera, casi burlona, se dibujó en sus labios mientras sujeta el báculo con ambas manos, apoyándolo en el suelo con un suave golpe que resonó como un trueno amortiguado.

—¿Rafael? —preguntó, arqueando una ceja, como si no estuviera sorprendida, pero sí intrigada por el giro de la conversación—. ¿Qué sucede con él, mi señora?

Aethelwyn giró lentamente su cabeza hacia Mai, sus ojos dorados atrapando a la hechicera en su implacable mirada.

—Él no es como Yugi. Nunca lo fue, ni lo será. Y sin embargo, hace veinticinco años, cuando su madre murió, tomé la decisión de salvarlo. Podría haberlo dejado morir. Podría haber evitado que esa rama podrida creciera en mi árbol.

Mai observó a la líder con interés, tamborileando los dedos sobre el báculo.

—Pero no lo hiciste. Le diste una nodriza, un lugar en tu jerarquía. ¿Te arrepientes de ello ahora?

Aethelwyn dejó escapar una risa seca, sin alegría, y volvió su mirada al fuego.

—A veces me pregunto si fue un acto de debilidad. Rafael es útil, pero solo como un soldado más. Nunca será digno de liderar. Nunca tendrá la grandeza que veo en Yugi.

Mai inclinó la cabeza ligeramente, sus ojos brillando con astucia.

—Entonces, ¿por qué mantenerlo cerca? Si es tan prescindible, podrías haberlo relegado a los márgenes, como cualquier otro.

Aethelwyn levantó una ceja, como si la pregunta de Mai fuera innecesaria. Su voz, cargada de una certeza helada, cortó el aire.

—¿Por qué mantenerlo cerca? —repitió, casi con burla—. Rafael, al igual que Yugi y su hermana, es un híbrido. Un lobo cazador. Con su fuerza, su agilidad, es superior a cualquier cazador ordinario.

Se recostó en su trono, sus dedos tamborileando sobre el reposabrazos mientras continuaba con un tono que destilaba desprecio.

—Pero tiene una falla. Es un beta. Una jerarquía inferior en el mundo de los lobos. Incluso su propia naturaleza lo limita. Ni siquiera mi hija fue capaz de gestar a un verdadero heredero.

Mai no reaccionó de inmediato, pero sus ojos brillaron con interés al escuchar la dureza en las palabras de Aethelwyn.

—¿Eso significa que nunca lo consideraste un candidato digno? —preguntó Mai, más para confirmar lo que ya sabía que por sorpresa.

Aethelwyn sonrió, una expresión fría y distante.

—Nunca. Pero por fortuna, Marcus, mi primogénito, sí lo logró. Él me dejó a Yugi. No solo un cazador con sangre de lobo, sino un alfa. Un verdadero líder, con el potencial de dominar tanto a su manada como a su clan.

El fuego en la chimenea pareció avivarse con sus palabras, reflejando la intensidad de su orgullo.

—Rafael será útil hasta que deje de serlo. Pero Yugi... —Hizo una pausa, dejando que su mirada recorriera el vacío de la sala, como si contemplara un futuro lejano—. Yugi es el legado que siempre quise.

Mai observó a la líder en silencio durante un momento, antes de hablar con una leve sonrisa.

—Entonces, Rafael no es más que una herramienta para reforzar el pedestal de Yugi. ¿Es eso lo que me estás diciendo?

Aethelwyn inclinó la cabeza ligeramente, con un brillo calculador en sus ojos dorados.

—¿No es acaso el destino de los débiles servir como escalones para los fuertes?

Mai dejó escapar una risa baja, sosteniendo su báculo con ambas manos.

—Eso explica por qué no hay lugar para el fracaso esta noche. Yugi y Rafael serán evaluados, ¿verdad?

Aethelwyn no respondió con palabras, pero su mirada de aprobación lo confirmó. El fuego volvió a chisporrotear, como si también conociera el peso de la noche que se avecinaba.
Se inclinó hacia adelante, sus ojos dorados brillando con un propósito helado. Extendió una mano, y en cuestión de segundos, un orbe de oscuridad se materializó entre sus dedos. La energía pulsaba suavemente, como un corazón latiendo al compás de un poder antiguo y siniestro.

Mai observó el orbe con una mezcla de fascinación y cautela. Ella sabía lo que significaba, lo que representaba. Aethelwyn estaba otorgando a Yugi una parte de su propia magia, una fracción de su poder oscuro, pero no todo. Nunca todo.

La líder se levantó de su trono, avanzando un par de pasos hacia Mai, con el orbe flotando como una extensión de su voluntad.

—Dáselo antes de que parta con el resto. Él sabrá qué hacer con ello.

Mai tomó el orbe entre sus manos con cuidado. Aunque no temía la magia oscura, podía sentir la intensidad de la energía que contenía, como si Aethelwyn misma la vigilara desde su interior.

—Otra vez esto —comentó Mai, su tono seco mientras tomaba el orbe, como si la escena le resultara demasiado familiar.

Aethelwyn, que seguía de pie frente a ella, ladeó ligeramente la cabeza, como si detectara un dejo de reproche en las palabras de la hechicera, pero decidió ignorarlo.

—Sabes que esto no es negociable. Desde pequeño, Yugi ha aprendido a usar esta magia. Aunque no le guste, es parte de su destino.

Mai sostuvo el orbe frente a ella, observando cómo pulsaba con una energía que parecía absorber la luz de la habitación.

—Sí, lo sé. También sé que esa magia nunca ha sido de su agrado. —Su mirada se alzó hacia Aethelwyn, sus ojos violetas cargados de un reproche apenas contenido.

La líder soltó una risa fría, casi burlona.

—Lo que le guste o no carece de importancia. Él es el heredero. Mi heredero. Debe aprender a usar cada herramienta a su disposición, incluso esta.

Mai cerró los ojos por un instante, suspirando suavemente. Sabía que discutir con Aethelwyn era inútil. Ella había moldeado a Yugi desde que era un niño, enseñándole a utilizar ese poder oscuro, sin importar cuánto lo odiara.

—Se lo daré —dijo finalmente, su voz firme pero resignada.

Aethelwyn sonrió con satisfacción, volviendo a sentarse en su trono, como si la conversación hubiera sido solo una formalidad.

—Y recuérdale que este poder no es un privilegio, sino una responsabilidad. Si desea liderar, debe abrazar todo lo que ello conlleva.

Mai no respondió. Sabía que Yugi acataría las órdenes, como siempre lo hacía. Pero también sabía que cada vez que usaba esa magia, algo en él se quebraba un poco más.
Salió de la sala del trono con paso firme, sus zapatos resonando en los pasillos de piedra del castillo, un eco que se desvanecía rápidamente en el silencio. La pesada puerta de la sala se cerró detrás de ella con un suave crujido, como un recordatorio de la pesada carga que siempre llevaba sobre sus hombros. El aire en los pasillos era gélido, como si el propio castillo absorbiera la oscuridad que emanaba de Aethelwyn.

Mientras avanzaba, su mente seguía con la orden que la líder le había dado, y aunque no lo admitiera, sentía un pesado malestar al saber que, una vez más, Yugi estaría bajo la influencia de esa magia oscura. No era algo que le agradara, pero en este mundo, lo que les convenía no siempre era lo más correcto.

El castillo, oscuro y solemne, parecía absorber la luz, dejando que las sombras dominaran cada rincón. La brisa fría le acarició el rostro mientras avanzaba por los pasillos interminables hacia las caballerizas. Pero antes de que pudiera doblar una esquina, unas voces comenzaron a filtrarse en el aire, tensas y llenas de emociones no dichas.

Era una discusión, y una voz femenina lo marcaba todo. Una voz suave, maternal, que parecía intentar calmar el fuego de un joven hostil.

Se acercó con cautela, evitando hacer ruido, sabiendo que no podía interrumpir ese momento. En algún lugar del fondo de su ser, Mai entendía la tristeza de Sigrid, una madre que veía cómo su hijo, que había sido abandonado por su verdadera familia, se alejaba cada vez más de la figura maternal que ella le había ofrecido.

—Por favor, Rafael, prométeme que tendrás cuidado esta noche. —La voz pertenecía a una mujer mayor, cuyo timbre transmitía una mezcla de súplica y firmeza.

—Estaré bien, Sigrid —respondió Rafael, su tono frío y distante. —Deja de preocuparte. No necesitas actuar como si fueras mi madre.

Mai asomó apenas la cabeza para observar la escena sin ser vista. Sigrid, la nodriza que había cuidado de Rafael cuando era un niño desamparado, permanecía frente a él con una expresión que mezclaba paciencia y tristeza. Su cabello, salpicado de canas, estaba recogido en una trenza, y su piel pálida y algo arrugada contrastaba con la cicatriz que atravesaba su mejilla izquierda. Sus ojos miel, que alguna vez habrían transmitido serenidad, ahora mostraban un brillo de impotencia.

—No soy tu madre, lo sé —dijo Sigrid con voz temblorosa, pero firme—. Pero fui quien te cuidó cuando nadie más lo hizo. No necesito ser tu madre para preocuparme por ti.

Rafael apretó los puños, como si las palabras de la mujer le irritaran más de lo que quisiera admitir.

—Eso ya no importa. Dejaste de ser necesaria hace mucho tiempo.

Sigrid dio un paso hacia él, ignorando la dureza de sus palabras.

—Nunca dejarás de ser importante para mí, Rafael. No importa lo que digas.

Rafael apartó la mirada, evitando sus ojos como si temiera que su resolución flaqueara.

—Deja de hacer drama, Sigrid. Puedo cuidarme solo. No necesito que sigas diciendo esas cosas como si fueras mi madre.

El silencio que siguió fue pesado, cargado de todo lo que ninguno de los dos decía. Finalmente, Rafael giró sobre sus talones y se marchó sin mirar atrás, dejando a Sigrid sola en el pasillo a la entrada de su habitación.

Mai esperó unos segundos antes de avanzar. Cuando pasó junto a la nodriza, que se quedó en pie mirando al vacío, susurró en un tono apenas audible:

—Los más duros suelen ser los más frágiles.

Sigrid levantó la vista hacia Mai, pero no respondió. Su expresión era la de alguien que llevaba una carga invisible, un peso que no desaparecería, sin importar cuántas palabras o gestos ofreciera.

La mujer no dijo nada más, pero sus ojos, llenos de sabiduría y dolor, parecían hablar por ella. La cicatriz en su mejilla, que la había marcado como un recordatorio de tiempos difíciles, parecía brillar con un resplandor sombrío bajo la luz tenue que se filtraba por los pasillos. Su cuerpo era pequeño, encorvado por los años, pero su presencia emanaba una solidez tranquila que no pasaba desapercibida.

Mai la observó por un momento antes de hablar, su voz, tan baja y precisa como siempre.

— Él no lo aceptará, Sigrid. Lo que haces por él... no cambiará lo que piensa.

Sigrid suspiró, un sonido apenas audible, pero pesado con la carga de años de frustración y amor no correspondido. Se apartó lentamente del umbral de la puerta, dejándola entreabierta, y caminó hacia un rincón de la habitación donde el brillo de la luz aún no alcanzaba. En ese lugar, las sombras parecían envolverla como si fueran su manto. Con una mano temblorosa, acarició un pedazo de tela que había pertenecido a su hijo adoptivo, un pedazo de algo que ya no estaba, algo que ya no podía salvar.

— Lo sé. — Su voz era baja, pero firme. — Pero tal vez, al menos, él pueda ver lo que he intentado hacer.

Mai observó a la anciana, sus ojos fijos en ella, un reflejo de compasión mezclado con una leve impotencia. Sabía lo que Sigrid intentaba decir, pero también comprendía que no había lugar para la debilidad, ni para los sentimientos en este mundo. Aethelwyn no tenía espacio para emociones como esas. Los lazos de sangre y cariño no importaban cuando la lealtad a la causa era lo único que valía.

Mai, por un breve instante, dudó. Estaba a punto de decir algo más, pero las palabras se desvanecieron en su mente. En su lugar, se limitó a inclinar la cabeza y dar un paso atrás, como quien se aparta de un sendero que no puede comprender.

— Espero que lo entienda algún día, Sigrid. Pero ese día no llegará hoy.

Con un último vistazo a la anciana, Mai se giró y continuó su camino hacia las caballerizas, sabiendo que el joven Rafael nunca vería lo que ella había intentado ofrecerle. En este mundo, el amor y la protección de una madre se disuelven rápidamente, como agua en la tierra árida de la indiferencia.

Yugi ajustó las riendas de su caballo con movimientos tranquilos, pero firmes. El día había sido largo, y la misión de esa noche le pesaba como una sombra. Sabía lo que se esperaba de él, pero no podía evitar sentir que algo en el aire estaba por cambiar. Cada uno de sus movimientos reflejaba la concentración necesaria para lo que se avecinaba, y aunque sus manos eran hábiles, una parte de él seguía rebelándose contra la idea de lo que estaba por enfrentar.

Mana se acercó a él, sonriendo suavemente mientras le ofrecía un paño para limpiar las riendas del caballo. Su presencia era reconfortante, y Yugi se sintió aliviado de no estar solo en esos momentos previos. Ella no necesitaba decir nada para hacerle sentir que no importaba lo que pasara, siempre estaría allí para apoyarlo.

—Te irá bien, Yugi —dijo Mana con una voz cálida, casi como si intentara calmar los pensamientos agitados que rondaban por la cabeza del joven.

Yugi le sonrió agradecido, aunque la verdad es que no necesitaba la suerte. Él se sentía preparado, pero había algo más, algo que le inquietaba profundamente. A lo lejos, escuchó el suave crujir de los pasos de alguien más, y antes de que pudiera preguntar, Mai apareció en el umbral de la entrada.

Su silueta era inconfundible. La capa oscura que la cubría y el bastón que llevaba en la mano le daban una presencia imponente, pero la manera en que se movía entre las sombras parecía hacerla aún más intimidante. Yugi, aunque acostumbrado a su presencia, no podía evitar sentir que siempre traía consigo un aura de misterio.

—Yugi —dijo Mai con su voz calma pero cargada de autoridad. En su mano, llevaba un pequeño orbe de cristal negro, su superficie cubierta de una energía densa y oscura que parecía vibrar con vida propia.

Mana, al verla acercarse, se quedó quieta por un momento, mirando el orbe con cierto desagrado. Sabía lo que era, lo que representaba. La magia oscura de Aethelwyn. Algo que Yugi había aprendido a usar por necesidad, pero que jamás había aceptado completamente.

Yugi levantó una ceja, reconociendo lo que Mai le traía.

—¿Qué es esto? —preguntó, sin ocultar su incomodidad mientras extendía la mano para tomar el orbe.

Mai lo observó con una leve inclinación de cabeza, su mirada fija en él.

—Aethelwyn te envía esto. Es una fracción de su poder. No es todo, pero será suficiente para la noche que se avecina. No puedes rechazarlo.

Yugi sostuvo el orbe entre sus manos, sintiendo su peso. La energía oscura palpitaba con fuerza, como si intentara consumirlo desde dentro. Cerró los ojos por un momento, dejando que la sensación se asentara. La repulsión nunca se iba a ir, pero la misión era más importante. No podía fallar.
Apretó los dientes mientras observaba el orbe.Su piel se erizó por el contacto con el poder latente, y sabía que no podía seguir retrasando lo inevitable.

Con un suspiro profundo, cerró los ojos y se concentró. La magia oscura no era algo que hubiera elegido, pero Aethelwyn le había enseñado a usarla desde pequeño. Él había aprendido a canalizarla, a controlarla, pero cada vez que lo hacía, un pedazo de él se desmoronaba.

—Debes hacer esto —se dijo a sí mismo en voz baja, mientras sentía la vibración del orbe en sus manos.

Con un movimiento rápido y preciso, levantó el orbe por encima de su cabeza, y, usando la magia que fluía en sus venas, lo destrozó. El cristal se quebró con un estallido suave, y una oleada de oscuridad se desbordó de su interior. La energía negra lo envolvió al instante, como una manta densa y fría que se deslizaba por su piel, atravesando cada fibra de su ser.

El dolor fue inmediato.

Un dolor agudo y punzante que recorrió su cuerpo desde la punta de los dedos hasta lo más profundo de su pecho. Fue como si cada célula de su ser estuviera siendo reconfigurada, como si todo lo que él era se estuviera disolviendo y reconstruyendo bajo la voluntad de una fuerza mucho más grande. El calor de su propia sangre se mezclaba con el frío de la oscuridad, y él apretó los dientes, sin permitir que un solo sonido escapara de su garganta. No podía permitirse debilitarse, no en ese momento.

Aethelwyn siempre le había dicho que el dolor era solo para los débiles, y Yugi no iba a ser uno de ellos. Así que soportó. Cada músculo de su cuerpo se tensó, cada fibra de su ser gritaba en resistencia, pero él seguía ahí, sosteniendo el poder que se le estaba implantando.

Desde la esquina, Mana observó en silencio, sabiendo perfectamente lo que Yugi sentía. No pudo evitar la punzada de angustia al ver la forma en que él luchaba contra el dolor, su rostro pálido, sus labios apretados para evitar que una expresión de sufrimiento se escapara. Mana entendía que Yugi nunca mostraría su dolor, no ante nadie. Aethelwyn había enseñado a Yugi a ser fuerte, a no ceder ante las emociones.

Sin embargo, Mana sabía lo que costaba todo esto. Sabía cuánto le dolía a su hermano interiormente, aunque su exterior permaneciera impasible. A su lado, Mai observaba sin inmutarse, pero había algo en su mirada, una leve contracción en sus labios, que indicaba que entendía el sufrimiento que Yugi estaba atravesando.

El orbe ya estaba completamente desintegrado, y la última oleada de magia oscura se absorbió en el cuerpo de Yugi, dejándolo en silencio por un momento. Abrió los ojos, sintiendo como el poder comenzaba a asentarse en su interior, pesando como una sombra. El dolor no había desaparecido por completo, pero ahora había una calma tensa, una extraña familiaridad con la oscuridad que invadía su ser.

—¿Estás bien? —preguntó Mana, su voz suave pero llena de preocupación mientras se acercaba, sus ojos buscando alguna señal de que Yugi realmente estaba bien.

Yugi asintió lentamente, sin decir palabra alguna. No había necesidad de respuestas. En su interior, algo había cambiado. La magia de Aethelwyn estaba dentro de él, y no podía dar marcha atrás. No se quejaba. Sabía que tenía que seguir adelante, porque el destino de esa noche lo requería.

—Ya está. —Fue todo lo que dijo.

Mai, que había estado observando en silencio, dio un paso hacia él. Su rostro permaneció impasible, pero en sus ojos había un brillo que denotaba aprobación. El joven cazador había resistido, como se esperaba.

—Ahora ve —dijo, con una voz que no dejaba espacio para la duda. —La noche te espera.

Yugi asintió de nuevo, esta vez con más firmeza. Con un último vistazo a Mana, que lo observaba con una mezcla de apoyo y tristeza, se montó en su caballo, sintiendo el peso de la misión, y el peso de la magia oscura dentro de él. Apretó las riendas de su caballo con determinación. A pesar de la carga de la magia oscura que ahora lo envolvía, su mente seguía centrada en la misión. Miró hacia adelante, donde Rafael se acercaba, su rostro impasible, aunque no era difícil leer la resistencia en sus gestos. A su lado, Jaden, el escudero, aguardaba también, fiel y dispuesto, como siempre lo hacía.

Los cazadores esperaban en silencio, sus figuras delineadas por la luz plateada de la luna menguante que se filtraba a través de las copas de los árboles. Había un aire de expectación, pero también de profesionalismo. Todos sabían que la misión era crucial, y aunque la distancia parecía vasta y el tiempo limitado, Yugi sentía la certeza de que el momento estaba cerca.

Con un movimiento suave, Yugi levantó la mano, dando la señal. Los cazadores, formados en silencio detrás de él, ajustaron las riendas de sus caballos y comenzaron a avanzar al unísono. Rafael, Jaden y el resto del grupo siguieron el paso sin una palabra más. Nadie protestaba, nadie dudaba. La dirección era clara, y el objetivo, más urgente que nunca.

Yugi observó cómo sus hombres se alineaban a su alrededor. El grupo se extendía por varios metros, todos expertos en su oficio, cazadores natos, con la capacidad de moverse con la misma destreza que las sombras mismas. A pesar de la tensión con algunos de ellos, la unidad del equipo nunca había estado tan bien establecida. Esta vez, no era solo una misión personal. Estaba en juego algo mucho más grande.

La luna menguante les otorgaba una ventaja estratégica: su luz débil, pero constante, les brindaba cobertura mientras se desplazaban en silencio, invisibles a los ojos de cualquiera que pudiese estar vigilando. Esta era la hora perfecta para actuar. A medida que avanzaban, Yugi sentía cómo su piel se erizaba, no por el frío, sino por la cercanía de lo que estaba por suceder.

A lo lejos, entre las colinas y los árboles, el campamento Muto esperaba. La familiaridad del lugar lo invadió, un complejo de emociones que Yugi rápidamente disipó. No podía permitirse sentir nada más que la frialdad de la misión. El reencuentro con aquellos que alguna vez fueron su familia tendría que esperar. La sorpresa debía ser total. Nadie podría anticipar su llegada, ni siquiera los más cercanos a él.

El grupo cabalgaba a paso firme, la ruta larga, pero ya casi al alcance. El aire nocturno les acariciaba la piel, llevándolos hacia la oscuridad de lo que estaba por venir. La hora perfecta. Media noche. Y en ese momento exacto, las luces del campamento no sabrían lo que les había golpeado. Sin previo aviso, sin gritos, solo sombras y silencios.

Unas horas más, y todo cambiaría. Yugi sentía cómo la tensión dentro de él, alimentada por la magia oscura, se fundía con la misma determinación. Él lideraba ahora, sin miedo.


Continuará... 

Ficha de personaje propio:

Sigrid:
- Edad 63-68 años
- Madre adoptiva, nodriza de Rafael desde su nacimiento.
- Ex cazadora de campo. Actual sirvienta en el castillo Phoenary.


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