XXXVIII: Oh, ¿qué ocasión más gloriosa que la de un Baile en invierno?
Sí, el capítulo de hoy no tiene un narrador definido. Hablará desde el punto de vista de tres de los cuatro protagonistas.
Charlotte sentía que necesitaba gritar. No le importaba que Zoya estuviese ayudándole con su vestido en ese preciso momento. Requería desahogarse en ese instante o estallaría en llanto.
—La daga de mi madre está atada a tu muslo, Lottie —informó, echándole un vistazo a la figura de la rubia de arriba abajo—. Si no te es suficiente con tu pistola, debes usarla.
—Zoya… —musitó la francesa con algo de dolor en su voz—. Lo siento. Por todo esto. Debo hacerlo; es por mi madre, mi familia, mi futuro. Yo…
—Calla. No voy a decirte nada. Cuando llegue el momento, harás lo que es correcto. Confío en ti, Lottie de Langlois.
—Este baile será un desastre absoluto. Mañana seré una traidora. Imagina lo que pensarán de Ser… del señor Bezpálov. ¡Y de ti!
—No creo que pueda empeorar mucho la opinión que la Corte tiene de mí. De todos modos, dejaré este lugar dentro de poco.
Oh. Charlotte había ignorado por completo el hecho de que su prometido había sido asesinado casi dos semanas atrás. La extranjera no había sido lo suficientemente valiente como para tocar el tema y de todos modos, en el último tiempo la señorita Ananenko había estado rodeada de gente preguntándole por lo mismo. ¿Había ocurrido frente a sus ojos? ¿Sabía quién era el asesino? ¿Heredaría algo de la fortuna de Oleg Sutulov?
Lo único que había pronunciado sobre el tema era Si alguna vez logro saber quién mató a mi prometido, le asestaré uno de mis puños en su nariz. Él estaba muerto, y Zoya parecía un tanto más animada.
—Esto me recuerda a…
—¿A cuando llegaste aquí? —completó Zoya, colgando la última hilera de perlas en sus cabellos claros—. Lo sé. Si no te hubiese socorrido en ese entonces ya te habría dado por muerta.
—Gracias. Si salgo de esta situación, podríamos ser buenas amigas, ¿no crees?
—Oh, Lottie, ya lo somos. O al menos desde mi punto de vista.
Retrocedió un paso para admirar su creación. El vestido que la francesa finalmente había comprado de la casa de modas de Olesya Dymova era azul profundo, con brocado dorado y perlas que le hacía sentir como una cortesana normal, no como alguien que esa misma noche terminaría con la vida de la Emperatriz de uno de los países más poderosos del mundo. En cuanto a Zoya, no se había quedado atrás. Estar de luto no impedía que se viera de manera fabulosa, y esta vez no era la excepción. Un vestido negro como la oscuridad de la noche ribeteado de plata y lleno de cintas en los bajos adornaba su figura, sumado al pouf que alzaba su cabello con hileras de orbes blancos.
La rusa le dio un beso en la frente a su amiga con cariño fraternal.
—Ha sido un placer.
Leonid retorcía los botones del puño derecho de su traje con nerviosismo. Aquel era el día. El día en el que alguien intentaría matar a la Emperatriz. El día en el que le diría a Deznev que, sin importar las consecuencias, dejaría de prestar sus servicios.
El día en el que firmaría su condena de muerte.
Se sentía extraño esperar frente a los aposentos de la señorita Ulianova como todo un caballero. Por lo general se pasaba por allí con Sergéi, pero ahora estaba solo, esperando a su acompañante para ir a uno de los eventos más importantes del año.
Aún no podía creer que hubiera accedido a sus súplicas, pero al menos le distraería de la necesidad de saber qué ocurría en el interior de su amigo, y olvidaría por una noche los horribles secretos que se había ofrecido a guardar. Nadezhda no se sentiría como la más inútil de las jóvenes cortesanas. Todos ganaban.
—Es raro verte así —dijo una voz masculina a su zaga.
Era Sergéi. Su traje era de un suave verde grisáceo, y su cabello castaño estaba atado con una cinta negra. Sus ojos tormentosos brillaban con ilusión. Verlo con tal apariencia de limpieza y orden daba la impresión de una perfección imposible en él. Simplemente no se sentía como su amigo.
—¿Así?
—Nunca esperé que invitaras a mi prima a un baile, si te soy honesto. Es raro verte esperando en su puerta como un pretendiente.
—Creo que vas a seguir esperando por eso. ¿Haces los honores de tocar su puerta?
Él obedeció. Tras algunos chillidos inentendibles desde dentro de la habitación, la dueña de esta se presentó en la entrada. Un vestido rosa adornaba su figura y, aunque no iba muy bien con su cabellera rojiza y empolvada, la radiante felicidad reflejada en su rostro distraía a todo aquel que lo notara. Sus ojos grises sonreían ante la emoción del evento.
—Buenas noches, caballeros —saludó de forma atropellada—. ¿Estáis listos?
—Si no fuera así, no estaríamos aquí —murmuró su primo por lo bajo, aunque ella lo ignoró.
Leonid le ofreció el brazo para caminar, a lo cual la señorita Ulianova aceptó gustosa. Se dirigieron a los aposentos de Charlotte de Langlois. Al pensar en ello, al rubio le dio un escalofrío. No tenía buenos recuerdos.
—Estáis maravillosa, señorita Ulianova.
—Oh, gracias. Ya lo sabía. Sergéi me ha acompañado mientras elegía las telas, aunque no fue de mucha ayuda en el momento.
Soltó una risita. Se respiraba un aire cómico, como si solo estuviesen jugando a ser una pareja de baile. No se sentía más real que un juego de niños. Era la prima de su mejor amigo, al fin y al cabo. Para él también era una hermana pequeña.
—¿No creéis que soy brillante al haber pensado en la pareja de mi primo? —preguntó al aire.
—Sin duda alguna sois muy altruista.
—Claro que sí. Ha practicado sus pasos de baile conmigo para no tener que meterse bajo las enaguas de alguien nunca más. Tengo los pies llenos de moratones.
—Y me encanta que lo señales cada vez que estás con alguien —bufó el aludido.
La noche invernal había caído en el exterior. A Leonid le agradaban las horas nocturnas. La oscuridad le protegía, y nadie diferenciaba a las personas entre la cómoda negrura. Era bastante útil si necesitaba ser un fantasma.
Palpó el bolsillo de su chaqueta, y por un momento se sintió más seguro. El frío metal de la hoja de su daga le reconfortó. Se había convertido en su amuleto desde hacía un año, pero se le había vuelto algo raro pensar que su estabilidad mental dependía de algo tan pequeño y tan mortal como un cuchillo en sus manos. Todos tienen algún gusto extravagante, y la sensación de tener un arma como esa bajo su control era el suyo.
No, se dijo. No la ocuparía esa noche. Si no era por Nadya, por Sergéi. Por sí mismo. Estaba decidido a tener una noche divertida y quizá conocer más a fondo a alguna cortesana para cumplir los planes que su futuro le deparaba.
Con algo de suerte —mucha, en realidad— el supuesto conspirador había sido Oleg Sutulov y podría olvidarse del tema hasta que vinieran a por su vida. Sin embargo, su historia no tenía sentido del todo. Todos tienen razones para hacer lo que hacen, pero el asesino no lograba ver las intenciones tras las acciones que quería ejecutar ese hombre.
Cállate. Iba a ser una buena noche.
Ya sabía que estaba destinada a fracasar cuando, al tocar la puerta de los aposentos de Charlotte de Langlois, la persona que abrió al llamado de Sergéi fue Zoya Ananenko.
De haber sido la misma persona que el año anterior, Sergéi se habría orinado encima ante la presencia imponente de Zoya. Sin embargo, algo había cambiado. No sabía si era por conocer el compromiso entre ella y el difunto Oleg Sutulov, pero sus sentimientos hacia ella habían cambiado, e inconscientemente se había obligado a mantener sus deseos infantiles de un amor imposible relegados al fondo de su mente. Sabía desde el principio que nunca tendría la más mínima oportunidad, pero al parecer le gustaba sufrir.
Estaba nervioso, de eso no había duda. Quizá Nadya tenía razón y podía permitirse una pequeña ilusión con la señorita de Langlois.
—Me siento como una madre orgullosa que prepara a su hija debutante en la Corte para su primer baile —sonrió Zoya, con sus manos detrás de su cuello abrochando un collar de zafiros.
Ella no parecía menos elegante con el luto. A pesar de ser no más amada que Sergéi, siempre se había dignado estar al día con las modas recién traídas de Europa, y esta vez no había escatimado en gastos en el último baile que tendría como una cortesana oficial. No se había casado con el señor Sutulov a la hora de su muerte, y sabía a la perfección lo que significaba. Demasiadas damas habían sido echadas del Palacio por ello.
—Buenas noches, señorita Ananenko —musitó con cierta timidez.
—Me uniré a vosotros al entrar a la fiesta, y no me importa si os molesta o no. Ahora soy básicamente una viuda, así que pienso disfrutar esta noche lo máximo posible.
El joven creyó notar una mirada juiciosa hacia Leonid, pero ninguno de los dos dijo nada. Los rizos empolvados de la chica perfumaban el aire de un suave olor a lavanda.
Detrás de Zoya, una oleada de olor a rosas y jabón —un aroma que Sergéi ya había aprendido a distinguir— hizo presencia. Charlotte de Langlois apareció a la zaga de su temible amiga, usando un vestido azul medianoche con pequeñas flores doradas en los bajos. Era extraño verla usando otra cosa fuera de los colores pasteles que acostumbraba, pero eso no significaba que se viera menos bonita. Su empolvado cabello rubio contrastaba con su ropa.
—Buenas noches, señorita de Langlois —saludó su acompañante. Detrás de él, Nadya prorrumpió en un histérico ataque de risas.
Ella solo bajó la cabeza con discreta cortesía, devolviendo el saludo en un murmullo ininteligible. Cuando posó su mano enguantada en el brazo que le ofrecía, Sergéi sintió un escalofrío.
—Apresurémonos, pues —aplaudió la señorita Ananenko con urgencia—. A ninguno de vosotros se os da bien la puntualidad, al parecer.
Tenía razón. El pasillo estaba desierto aparte de unos pocos sirvientes que vigilaban los aposentos vacíos. El resto estaría dentro de la fiesta, donde los cortesanos festejaban eventos inútiles que solo otorgaban una ocasión para celebrar.
Comenzaron a caminar en silencio. Zoya lideraba la comitiva, mientras que la francesa y el joven que la escoltaba comenzaban a quedarse atrás.
—Estás nerviosa —comentó él, con su labio inferior poseído por un pequeño temblor. Aún no se acostumbraba a tutearla.
—¿Se nota demasiado? La señorita Ananenko afirma que el nerviosismo hace que salgan verrugas en la nariz.
—¿Y crees eso?
Ella rió sin gracia.— Si así fuera, tendría más verrugas que un sapo.
Él soltó una carcajada en un volumen demasiado alto. Después de un momento de incómodo silencio, logró mantener la conversación.
—Yo también estoy nervioso, si es que te consuela en algún aspecto. Todos deben estar nerviosos por algo en este momento.
—Supongo que tienes razón.
Al instante, él supo que solo lo decía por educación. No había calmado su angustia en lo absoluto. De pronto, la estrategia que había ideado tiempo atrás para lidiar con sus propias dudas en la Corte vino a su mente.
—El señor Vyrúbov nunca ha logrado abrochar bien los botones del puño derecho —soltó—, y es demasiado orgulloso como para dejar que una criada lo haga por él. Casi nadie lo nota, pero una vez que te das cuenta, no puedes dejar de fijarte en el botón torcido.
Ella entornó los ojos observando la figura de Leonid, intentando distinguir el detalle. Sergéi no pudo evitar sonreír.
—La señorita Ananenko lleva plumas en el cabello todo el tiempo, pero apuesto a que no se ha dado cuenta que la que se pone detrás del pouf siempre cuelga detrás de su cuello a punto de caer. No sé si ha servido, pero a mí me ayuda pensar que todos cometen errores al igual que yo, solo que algunos somos más notorios que otros.
Ella sonrió con dulzura.— No sé si me ha tranquilizado mucho, pero gracias por el intento.
Sus ojos esmeralda reflejaban un ligero temor, casi inadvertible. No sabía cuál era la razón de ello, pero sabía que esta noche no iba a hacer el ridículo. No iba a fallar. No iba a meter la pata como todo el mundo creía que haría.
Odiaba el hecho de que siempre hablaba de más antes de tiempo.
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