XXXVI: Donde un giro inesperado podría pasar a ser algo bastante escandaloso
A Zoya se le ocurrieron varias cosas para espetarle a Leonid Vyrúbov a la cara. Desde ¡¿por qué carajo os encontráis acumulando polvo bajo una silla?! hasta ¿tenéis algo de respeto por la privacidad, o disfrutáis escondiéndoos y espiando desde un lugar seguro? Sin embargo, fue otra frase la que brotó de sus delgados labios.
—Yo pensaba que os veíais mejor con Sergéi Bezpálov, pero nunca pensé que mi prometido me estaba engañando con vos.
El intruso intentó levantarse, golpeando su cabeza contra la parte inferior del sillón. Con un gruñido de dolor bastante disimulado, la cabeza de Leonid se asomó de su escondite debajo del mueble. Sus ojos claros reflejaban la misma sorpresa que sentía Zoya, pero ella sabía que, al menos, su cara no tenía manchas de polvo como la de él.
—Señorita Ananenko, es...
—¿Una sorpresa? —bufó la castaña—. He de creer que es más apropiado que yo diga eso al ver que sois vos el que se está colando en los aposentos de mi prometido, ¿verdad?
Él guardó silencio. Más le vale. Había ido a comprobar si Oleg estaba con Tasha, la campesina con gran afición a los cuchillos, y aprovechar de enfrentarlo. No obstante, se había equivocado, y el señor Sutulov no se hallaba en el Palacio. Quizá había entrado en razón tras haber sido descubierto por la señorita de Langlois y había elegido otro lugar para terminar sus asuntos.
Pero nada de eso le daba una explicación de por qué diantres había encontrado a Leonid bajo el sillón de su futuro marido. Parecía el inicio de un mal chiste.
—Si podéis justificar vuestra presencia en esta habitación sin mentirme en los próximos tres minutos, no haré preguntas.
—Estoy buscando algo —confesó tras un largo instante en el que solo se dignó tragar saliva—. Ya lo he encontrado, y puedo irme. Buenas noches, señorita Ananenko.
—No creáis que os dejaré ir tan rápido. ¿Pensáis que soy tan imbécil?
—Dijisteis que no haríais preguntas.
—Y la única condición para aquello era no mentirme. ¿Suponéis que voy a tragarme eso?
—Os he dicho lo que he venido a hacer.
—Oh, sí, claro que sí. Eso no explica la razón por la que os halláis bajo los muebles y por qué pensáis que podéis mentirle a una dama casi honorable en sus narices. La omisión también es un modo de engaño. No soy estúpida, señor Vyrúbov, y creo que lo sabéis a la perfección.
—Zoya...
Antes de que ella pudiese darle una merecida bofetada en la cara tras oír su nombre, escuchó pasos tras la puerta. Alguien se acercaba.
—¡Escóndete! —exclamó, empujando la cabeza de Leonid de vuelta hacia debajo del sillón. Lo hizo demasiado rápido como para contemplar el hecho de que le había tuteado.
La señorita Ananenko volvió la cabeza al tiempo en el que Oleg Sutulov cruzaba la puerta de sus aposentos. Una mirada desconcertada se asomó en sus ojos verdeazulados, a lo cual ella respondió con una sonrisita. Intentó mostrarse casual, sin embargo, se temió de que esa sonrisa solo fuese una mueca extraña.
—¿Qué hacéis...? —preguntó con visible sorpresa. La entrada estaba abierta, y la criada que esperaba afuera solo echó un vistazo con ojos asustadizos hacia el interior de la habitación, solo para salir corriendo con discreto terror.
—¿Aquí? —completó Zoya—. Como os paseáis libremente por mis apartamentos, he de creer que yo también puedo hacerlo.
—¿Por qué?
—Podríamos pensar en los detalles de la boda —mintió.
Leonid bufó bajo el sillón. Ante ello, la joven le dio un puntapié por debajo de su vestido. Por desgracia, sonó como si le hubiese roto la nariz, por lo que el bufido se transformó en un adolorido gruñido ahogado.
Oleg levantó una ceja. Lo había notado. Por supuesto. No podemos tener mejor suerte que esta.
—¿Qué hace... —lanzó una mirada por sobre la mesa que se interponía entre él y el sillón rubí— Leonid Vyrúbov bajo uno de mis muebles?
Zoya resopló mientras alargaba su mano enguantada para ayudarle a levantarse. El rostro del señor Sutulov se encontraba carente de expresión, como era lo habitual. No obstante, ella pudo sentir cierto enojo bajo su muro de frialdad, aunque no pudo descifrar si esa furia iba dirigida a su prometida o al intruso.
—Se ha equivocado y ha examinado las motas de polvo, al parecer —intentó sonreír ella.
—Estabais...
—Dios, no, ¡qué asco! —exclamó Leonid, a lo cual la chica respondió con una mueca dolida. No hacía falta recordarle que la había dejado porque le desagradaba su carácter— Por favor, no penséis eso. Claro, esta situación se ve un tanto... comprometedora, pero jamás acercaré mis labios a los de la señorita Ananenko. Ella se va a casar con vos, de todos modos.
Oleg y ella intercambiaron una mirada. Entre ellos no había algo llamado amor, a no ser que eso implicara golpes, engaños y traición. Quizá nunca había sentido el amor hacia una persona de esa forma, pero estaba bastante segura de que así no se suponía que fuera.
—Podéis retiraros de mis habitaciones.
—Pero...
—No queréis hacer un escándalo.
—Si lo vuestro con una campesina no es un escándalo... —murmuró el señor Vyrúbov, acercándose a la puerta.
Zoya reprimió su sorpresa. Él lo sabe. Sabe todo lo que ocurre aquí. Era extraño ver que alguien tomaba el papel que ella siempre había tenido en las vidas de los otros: la persona que conocía todo lo que pasaba dentro de los muros del Palacio.
—¿Cómo decís?
—Dice que sabe que folláis con una campesina —intervino la chica, interponiéndose entre las miradas asesinas de los dos hombres—. Y yo también lo sé. Y...
Titubeó. Se había prometido a sí misma un par de años atrás no volver a jugar con el tema; nada más allá de bromas inofensivas entre ellos, y quizá algún comentario sarcástico. Pero se sentía horriblemente bien lo que estaba a punto de hacer.
—¿Y qué?
—Y yo he hecho lo mismo —mintió—, pero no me he rebajado a estar con un campesino. Esa es la razón por la que el señor Vyrúbov se encuentra aquí.
Una mirada asesina asomó en los ojos claros de Oleg. Oh, sí, ahora estaba completamente segura de que todo esto conllevaría serias consecuencias para ella. Parecía que, de algún modo, tras la muerte de su padre él había abandonado todas las apariencias y ni siquiera se preocupaba de hacerle creer que la amaba, incluso cuando ella lo había hecho en algún momento. Ahora nada le detenía de pensar que podría golpearla de nuevo, a pesar de la presencia de Leonid.
—Señor Vyrúbov, debéis iros ahora.
El aludido dirigió sus orbes azules a la dama, a lo cual ella replicó con un débil asentimiento. Que su prometido hiciera lo que estaba a punto de hacer frente al intruso ya habría sido demasiado, incluso para ella.
La figura de Oleg obstruía su vista hacia la entrada, por lo que la única señal de su retiro fue el portazo que rasgó el aire entre la pareja. Él carraspeó, su rostro solo exhibiendo una expresión glacial.
—Eso es atrevimiento.
—No menos de lo que tú has hecho. Creo que no sabes muy bien que el matrimonio trata de amor y fidelidad, por mucho que todo el mundo engañe a su cónyuge. ¿Qué no aprendes esas cosas al cortejar a una dama?
—Si te cortejé fue por un motivo, y sabes a la perfección a qué me refiero. Tu padre murió antes de entrar en razón y darte tu herencia.
—Entonces no me arrepiento de nada. Espero que tengamos una feliz vida, pero por ahora, púdrete.
Él levantó la mano con intención de dirigirla hacia su rostro. Lo veía venir. No podía esperar insultar a la gente sin recibir ningún castigo a cambio. Cerró los ojos, esperando el golpe.
Pero nunca llegó.
Con cierta inseguridad, Zoya abrió uno, esperando encontrarse con una mirada compasiva de parte de su futuro marido, o algo que explicara por qué la bofetada no se había efectuado. Lo que vio fue... ligeramente distinto.
La sangre manaba de un corte desde la nuca hasta su pecho, goteando por su traje color crema hasta llegar a la alfombra. En un grito mudo, el rostro de Oleg pedía ayuda, pero la única reacción de la dama fue tropezar hacia atrás, poseída por el asco y el terror. En cuestión de segundos, el señor Sutulov estaba muerto.
La caída de su cuerpo inerte reveló al ejecutor de tan macabra obra. Con una daga ensangrentada en las manos, Leonid Vyrúbov miraba a su víctima con una mueca de desagrado, como si se tratara de un simple gusano. En cierta forma, era la verdad.
Limpió el cuchillo en el sillón rubí bajo el cual había estado agazapado unos instantes atrás. El arma en cuestión no se veía como si fuese improvisada, como lo habría sido un abrecartas. Era una daga bonita, aunque los rastros de la sangre del señor Sutulov en la hoja no le sentaban muy bien. El joven la agarraba con seguridad, casi como si estuviese acostumbrado a su peso. Daba la sensación de que la tenía preparada. Como si...
Como si esa hubiese sido la razón por la que se encontraba ahí. Era demasiado forzado como para ser una mera coincidencia.
—¡¿Qué de...?!
—Iba a matarte, Zo.
Dios, estaba tan conmocionada que no sabía si echarse a llorar por todo lo que había ocurrido en los pasados minutos o darle una patada en la espinilla por su atrevimiento al tutearla sin su permiso y emplear el sobrenombre con el que él la llamaba cuando aún eran una pareja. Se conformó con comenzar a chillar.
—¡¿Matarme?! —estalló ella— ¡Y a mí me decís dramática! ¿Sabéis lo que significa esto para mí, u os habéis dejado llevar por el impulso de cortar a alguien con una daga? ¡Habéis matado a mi prometido! ¡Me habéis condenado a dejar mi puesto en la Corte!
—Silencio, Zoya —murmuró impasible—. El resto va a escuchar, vendrán por la curiosidad... y nosotros estaremos en el centro del escándalo.
—¡Dejad de tutearme, maldito imbécil! ¡Habéis matado a un hombre y ahora tendré que abandonar la Corte!
Fue entonces que se quitó el guante derecho y, con toda la fuerza que logró reunir, le dio un puñetazo en la nariz.
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