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XXXV: Un pequeño trabajo de campo para un sicario con remordimientos

Si algún día Leonid había soñado en irrumpir en los aposentos de un cortesano, definitivamente este no era el modo en el que quería hacerlo. Quizá habría pensado en alguna forma triunfalmente estúpida de entrar en los aposentos de Oleg Sutulov, como a Sergéi se le habría ocurrido. Tal vez él habría caído dentro a través de la ventana, Dios sabe cómo.

Sin embargo, ahí estaba: dirigiéndose a los aposentos del futuro marido de su antigua prometida. Dios, qué raro decirlo así. Solo era un noble más.

Una potencial víctima más, dijo algo en lo profundo de su mente. No le gustaba en lo que se estaba convirtiendo. Quizá después del Baile podría decir que quería dejar el grupo y afrontar su muerte inminente. Era preferible eso a que en algún momento le obligaran a terminar con algún ser querido. Sergéi. Nadya. Zoya.

Era demasiado.

Escuchó una risita a su lado mientras se dirigía a los apartamentos del señor Sutulov, lo cual hizo que volviera la cabeza a la adolescente que la había soltado. Había olvidado que a los ojos de la gente él no era un desalmado, y ahora las señoritas solteras lo buscaban como acompañante para el Aniversario. Algo en su interior deseaba volver a esos años en los que no sabía nada de los oscuros secretos que escondía la Corte.

Divisó a la criada que necesitaba junto a la puerta de las habitaciones de Oleg. Parecía un acto desesperado —y Leonid lo creía con fervor—, pero Deznev había extendido el grupo a más personas. Quizá había escuchado el consejo del joven y por ello había unido a una sirvienta que sabía las horas en las que los cortesanos no estaban presentes en sus dormitorios. El viejo estaba nervioso, y todos pudieron notarlo cuando lo único que pidió fue que registraran habitaciones y buscaran algo que pudiera relacionarles con la carta que supuestamente era de Charlotte de Langlois.

—Ha ido a la ciudad hace una hora —le susurró Vera Shadova, la anciana sierva que le esperaba—. Mi ama también estaba fuera la última vez que fui, así que también podéis registrar su habitación.

—Vaya avidez de chisme, Vera. ¿Quién es tu ama?

—La señorita francesa.

Dios, Charlotte tenía serios problemas con la servidumbre. Aún estaba en su mente el momento en el que había cortado la garganta de Nelli Smirnova, la antigua criada de la señorita de Langlois. Ella había estado dispuesta a traicionarla, y aún así no podía estar seguro de si lo que decía era verdadero.

Y él le había rebanado la yugular en retribución. Vera no parecía entender que el joven flacucho con aspecto tan inocente frente a ella era capaz de hacer tales atrocidades. De ser así, de seguro habría tenido una expresión mucho más atemorizada.

Las blancas puertas se abrieron para dejarle entrar a los aposentos de Oleg Sutulov. La criada echó un vistazo al interior de la habitación con ojos chismosos, solo para encontrarse con un desorden bastante notable.

—¿Quién se encarga de estas cosas? —preguntó el rubio con un rictus de desagrado al encontrarse con la ropa interior del señor Sutulov junto a la chimenea encendida.

Vera simplemente se encogió de hombros y se quedó fuera de la antecámara.

Leonid sabía que no iba a encontrar nada en los cuartos de Oleg. Era mucho más probable que fuera Kozlov el que descubriera algo de importancia, pues de él era el turno de registrar las habitaciones de Charlotte de Langlois.

El joven sabía que algo se traía entre manos. Quizá no era la dueña de la carta que habían encontrado, pero no era del todo inocente. Lo sabía. Su intuición pocas veces le había fallado. Si hubiesen hecho lo que él había sugerido desde el principio —dispararle un par de veces y acabar con el problema, a pesar de que él tuviese que cargar con el peso de su muerte en sus hombros—, tal vez no estarían metidos en este embrollo.

Se dirigió a su escritorio, mirando de reojo el desorden de la ropa del cortesano. Zoya sabe toda esta farsa. La agudeza de la mente de la señorita Ananenko era admirable, y Oleg la subestimaba. No olvidaba que con tan solo quince años se las había arreglado para saber lo que había ocurrido con Nikita incluso antes de que su madre lo supiera. En ese momento, había tenido el buen tino de callar, y solo había sido la fortuna la que no le había mostrado cuán profundamente había afectado a su prometido la muerte del mayor de los Vyrúbov. Por lo que él sabía, ella no se había enterado de que había sido un espía y, ahora, un sicario.

Hay cosas que es mejor nunca sacar a la luz. Lo que temía era que, si lo hacía, alejaría a todas las personas que estimaba en su vida y se quedaría solo en la lucha contra sus demonios.

—Señor Leonid —advirtió la voz de Vera desde el otro lado de las puertas—, más vale que os apresuréis en hacer lo que os han mandado. El señor Sutulov no suele demorarse demasiado en sus asuntos, y debéis registrar otras habitaciones también...

—Sí, sí —replicó el joven sin poner demasiada atención en las palabras de la criada.

Su vista se había posado en una pila de documentos al lado de un sillón con ricos bordados color rubí, al cual se acercó con rapidez. Quizá allí se encontraba la dichosa evidencia que Deznev buscaba para culpar a alguien de una conspiración.

¿Cómo funcionaría aquello? ¿Acaso los ministros más cercanos a la zarina le pedían un arresto mensual y se agarraba con desesperación a la más mínima evidencia que pudiesen encontrar de un traidor al trono ruso? El último año solo había cumplido las órdenes de matar gente sin preguntar, pero después de saber que Vasiliev, el hombre al que había quitado la vida en el baile de máscaras, había estado en su mismo lugar, había comenzado a plantearse si era mejor cuestionar todos los mandatos que hacía Deznev.

Leonid se acostó en el suelo, de modo que nadie se daría cuenta de su presencia si se echaba un vistazo a la habitación desde la puerta. Con el mentón apoyado en el piso pulido, comenzó a hojear los papeles que Oleg mantenía no muy cuidadosamente al lado del sillón.

Si el señor Sutulov se veía aburrido, sus cartas lo eran aún más. Escritas con pulcra letra, solo mencionaban información inútil sobre la pequeña finca que mantenía al este del país. No obstante, la séptima hoja de papel que revisó era distinta en su totalidad. El joven pudo darse cuenta de ello tras leer las palabras mi querido que encabezaban el texto. Pero eso no era lo más perturbador.

Porque esas dos míseras palabras estaban escritas en francés.

Un portazo interrumpió su lectura. Vera tenía razón. Oleg Sutulov había llegado a sus aposentos, y Leonid no necesitaba levantar la cabeza —y delatar su posición, dicho sea de paso— para saberlo.

Rodó hacia el espacio bajo el sillón junto al que se encontraba. Con un poco de suerte, no había sido notado. Contuvo la respiración y fijó sus ojos azules en los pies de la persona que había entrado. Esta estaba quieta, y por un segundo el señor Vyrúbov dudó de si había sido el dueño de la habitación el que acababa de pasar.

Un paso. Otro. Otro. El joven sentía su corazón en la boca. Ya estaba seguro de que su presencia había sido notada. ¿Cómo se explicaría?

De pronto, la cabeza de la persona recién llegada se asomó por el borde del sillón, clavando su mirada azul en Leonid. Su cabello negro estaba revuelto, como si hubiese despertado de una siesta tan solo unos instantes atrás. Esa expresión despectiva era inconfundible. Ninguno de ellos pudo esconder su sorpresa al verse el uno al otro.

—Vaya, vaya, vaya —comentó Zoya Ananenko levantando una ceja, sus labios formando una sonrisita burlona—. Esto sí que es comprometedor, señor Vyrúbov.

¡¡¡MIL GRACIAS POR LOS 4K!!!
Para celebrar, hay doble actualización, jejeje.

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