XXXIX: Un cuervo es mejor que una paloma porque grita y no te caga encima
Zoya se enfrentaba a las puertas blancas del salón en solitario. Había dejado que el resto se adelantara. De todos modos, por alguna estúpida regla de la etiqueta para el luto, debía guardarse para la segunda pieza. Como si Oleg hubiera sido merecedor de tanto amor para regalarle la primera a su espíritu.
Las puertas se abrieron ante ella. El rumor de cortesanos murmurantes, el aroma a jabón y perfumes y el dulzor de los pasteles exhibidos en los mesones invadía el aire, y la recibía con un cálido abrazo. Un último, no pudo evitar pensar.
No era su culpa. Era del maldito Leonid Vyrúbov que le había dado la gana de matar a su futuro marido en el peor momento posible. Ya había tenido bastantes problemas y enredos en su vida como para que su antiguo prometido se presentara en su puerta —más bien, colándose en la habitación del señor Sutulov— ofreciéndole más. Se había merecido aquel puño en su nariz.
Sin embargo, ahora no podía quitarse de la cabeza el por qué se encontraba allí en ese preciso momento. ¿Por qué le había matado, sin más? ¿Acaso tenía planteado acabar con el futuro económico y social de ella? Claro, quitarle la vida a un hombre podía ser atroz, pero ¿qué había de las consecuencias para la señorita Ananenko? ¿No había pensado en lo que ocurriría después de la oleada de lamentos fingidos y lágrimas falsas de parte del resto? Porque, desde luego, el destierro de Zoya de la Corte sonaba muy real.
—Buenas, prima mía —saludó la voz de Aléksei Pravikin en algún lugar a su derecha.
—Buenas, príncipe apostador. ¿No tienes algo más que hacer que pasearte por aquí con aires de pedantería?
—De hecho, no estoy haciendo eso. Si no fueras tan encerrada en tus prejuicios sobre mí...
—Prejuicios que son bien fundamentados en la realidad —cortó ella, tomando una copa de champaña de la bandeja de un sirviente.
—Te darías cuenta de que intento ayudarte —continuó él, ignorando la interrupción de la joven—. Te vas de la Corte, y eso significa que solo relaciones adecuadas harán que puedas vivir bien fuera de ella.
—¿Relaciones adecuadas? ¿Como un príncipe con título honorable y su esposa? Antes yo misma me caso con el señor Vyrúbov que creer que un hombre que puede llegar a apostar el título que su tío ha mantenido con la reputación que le precede en un simple juego de cartas puede ser una relación adecuada. Tengo mejores cosas que hacer...
—¿Como lamentarte en un rincón mientras bebes las reservas de vino del Palacio? Decir que eres mi prima podría ayudarte a tener un matrimonio ventajoso.
—¿Es desinterés lo que escucho? Me preocupa que tus palabras no concuerden con tus acciones, Aléksei. De no ser por ti, yo sería la princesa, y tú podrías gastarte el dinero de tu apellido en lo recóndito del Imperio sin molestia alguna. Sin embargo, la vida no es justa y ahora la zorra de tu prometida llevará el título que me pertenece.
—¿Cómo decís?
La enorme futura esposa de su primo apareció junto a él como por arte de magia tras mencionarla. Yelena Yusupova usaba un vestido del color del mármol tan repleto de cintas y perlas que hostigaba a la vista. Su grueso cabello rubio estaba adornado de un exceso de plumas de todos colores, de modo que parecía parte de las apestosas jovencitas burguesas que se creían más de lo que eran. Era un año menor que ella, quizá, pero aparentaba al menos cinco años más.
—Buenas noches, señorita Yusupova.
—Es un placer, señorita Ananenko.
El desagrado se percibía en su mirada, y el sentimiento era mutuo. No obstante, Zoya no tenía que fingir que le caía bien solo para hacer sentir bien al señor Pravikin, cosa que Yelena estaba forzada a hacer, al menos hasta que a él se le quitara la idea de retomar las relaciones con su no tan popular prima.
Vestida de luto, Zoya parecía un cuervo comparado con alguien que aspiraba a ser una grácil paloma —y fallando en el intento— como la señorita Yusupova. No era momento para filosofar sobre aves, pero no podía evitar pensar que esa apestosa rubia le recordaba a las tórtolas que buscaban algún lugar en donde cagar en paz.
Los músicos ya habían comenzado a tocar pero, por mucho que la señorita Ananenko esperó con paciencia que su primo se alejara, él y su prometida se quedaron en su lugar. El silencio entre ellos ya comenzaba a hacerse incómodo.
A lo lejos, avistó a Charlotte bailando con el señor Bezpálov. A pesar de que su rostro comunicaba alegría, sus miradas se encontraron, y la señorita Ananenko creyó divisar angustia en sus ojos verdes. Estaba disfrutando ese instante, de eso no había duda, pero la preocupación por lo que tendría que hacer esa noche le arruinaba el momento.
Zoya sabía que ella haría lo correcto, pero de vez en cuando temía que su versión de lo correcto involucrara la muerte de la zarina. Aún no lograba entender en qué le ayudaría la muerte de la Emperatriz de Rusia, pero los planes de la madre de su amiga eran extraños. Quizá podía estar equivocada, o tal vez la misión que le había encomendado a su retoño no era más que un tiro al aire y una oportunidad de deshacerse de ella. Tristemente, ya estaba acostumbrada a escuchar problemas familiares de ese tipo, y los había vivido en una experiencia bastante completa.
Podía notar la ilusión en los ojos del ruso junto a su amiga. Zoya conocía las intenciones de Sergéi con ella misma y, aunque nunca había pensado siquiera en dejarle cumplirlas, podía reconocer la esperanza en sus ojos grises. Le recordaba a un cachorrito, y compartía eso con Lottie. Serían una buena pareja si es que ella no tuviera que matar a la mujer que preside la Corte.
La primera pieza había terminado, y con ello el baile entre Charlotte y Sergéi en el que la rusa solo cumplía el papel de espectadora. Él le ofreció una copa de champaña, a lo cual la francesa respondió bebiéndose de golpe su contenido tras titubear un segundo. De seguro pensaba que una borrachera haría que lo que estaba a punto de ejecutar se le hiciera más fácil.
Aléksei carraspeó, y Zoya se vio obligada a limitar la mirada a la pareja que estaba frente a sus narices. Aún no se iban. Al parecer, pensaban que una relación amistosa entre primos se construía en una noche, y lo único que había que hacer para ello era pararse como un tarado y esperar en silencio, obstruyendo su vista. La chica podía afirmar con seguridad que así no había sido entre la chillona Nadezhda Ulianova y el inusual y torpe Sergéi Bezpálov. Quizá todos les despreciaban —Zoya incluida—, pero se querían casi como hermanos y nadie podía negarlo. No creía que alguien pudiera replicar algo así, y mucho menos el señor Pravikin.
—¿Qué esperáis, mi bendición? —les espetó con irritación—. ¡Fuera de aquí! Se supone que vosotros deberíais bailar y formar parte de la fiesta, no quedarse aquí parados como un campesino hambriento viendo un festín.
—Tú también deberías bailar —insistió su primo, aunque la señorita Yusupova ya había comenzado a tirar de su brazo hacia la pista como una niña pequeña y mimada.
—No —dijo, intentando idear alguna mentirijilla para no tener que decir que nadie le pediría una pieza. No podía vigilar desde lejos los movimientos de Lottie si estaba bailando con algún cortesano desagradable, como lo eran casi todos—. No es lo correcto. Adiós.
—Claro que es correcto. Es un Baile, por Dios.
—No, señor príncipe honorable. Mi esposo acaba de morir y...
—¿Tu esposo? —interrumpió la vocecita horrible de Aléksei una vez más.
Ups. ¿Lo había amado como a uno? Quizá, pero debió de ser muy al principio del compromiso. Muchas cosas habían cambiado en un mes, y ahora ya estaba decidida en que Oleg Sutulov nunca había merecido un beso de su parte. Tal vez si hubiese logrado llamarle esposo en público, podría haber convencido a alguien de que en realidad se habían casado en secreto o algo por el estilo, y así mantener su posición en la Corte y heredar su fortuna.
—¡Dije adiós! —gritó con un volumen inesperadamente alto—. Disfruta tu velada con el bruto mastodonte con el que te has comprometido.
Zoya se alejó de ellos, pero se tranquilizó al ver que Charlotte aún no dejaba la sala, sino que engullía una tras otra copa de champaña. Se quedaría al borde de la pista, supervisando como una madre buena y preocupada si la pobre señorita de Langlois se armaba de valor en algún punto de la noche y se disponía a hacer lo correcto, significara lo que significase.
—Supuse que nadie querría bailar contigo, Zo.
Ella conocía esa voz demasiado bien como para tener que molestarse en volver la cabeza.
—Voy a deciros dos cosas. La primera es que no podéis tutearme y, de ningún modo, emplear ese sobrenombre condenado. Segundo, ¿qué tan mal concepto tenéis de mí, a juzgar por lo que decís? ¿Creéis que mi maravilloso carácter aleja a posibles parejas de baile?
—A mí no me has alejado —replicó Leonid.
—¡Nada de tutear! ¿O no es que habéis roto nuestro compromiso por mi extravagante personalidad?
Él esbozó una mueca dolida. A juzgar por la mirada en sus ojos azules, esa solo había sido una mentira piadosa, y la razón había sido otra. Ya estaba en el pasado, pero Zoya estaba intrigada. Siempre había querido pensar que era la persona que mejor le conocía después del señor Bezpálov, pero no dejaba de sorprenderle.
—¿Qué escondes, Leonid Vyrúbov?
—¿Quieres bailar o no?
—Eso no es una forma muy cortés de pedirlo, ¿sabes?
—Según lo que he visto, no atraes especialmente a caballeros. De todos modos, tu prometido no era uno.
—Y el hombre que lo mató tampoco, pero está acercándose —comentó, suspirando con aburrimiento.
Había decidido ignorar el hecho de que habían comenzado a tutearse, a pesar de las advertencias que ella misma le había hecho. Parecía natural.
—Se supone que hoy iba a conocer a alguna cortesana disponible para el matrimonio. Mi madre está comenzando a presionarme.
—Quizá es verdad lo que dicen: los hombres siempre vuelven a la costumbre. Creo que la señorita Ulianova estaría más contenta con un baile contigo como pareja.
Él se encogió de hombros.— Ya he bailado con Nadya. No se lo estoy pidiendo a ella. Te lo estoy pidiendo a ti.
—Te he visto matando a un hombre, Leonid Vyrúbov —contraatacó ella, bajando la voz—. ¿Por qué estás tan seguro de que no estaría asqueada de alguien como tú, y accedería a bailar?
—Son cosas que no entiendes, Zoya. Solo...
—Puedo entenderlas si me lo explicas, ¿sabes? Podemos ser amigos. Si me lo contaras, podría ayudarte.
Sus rostros estaban a milímetros uno del otro, sus narices tan cerca que se rozaban. Su mirada azul cargada de una extraña mezcla de sentimientos se encontró con la de la joven, y ella sonrió.
—A mí no me has alejado.
La música había comenzado a sonar a su alrededor. Él le tomó la mano derecha con delicadeza.
—¿Me concedéis este baile, señorita Ananenko?
—Mi noche será muy ajetreada, pero creo que puedo haceros un espacio.
Se deslizaron hacia la pista y comenzaron a bailar al compás de la segunda pieza de la noche. Quizá el país se destruiría al día siguiente por las acciones de Charlotte, pero no importaba. Por un momento perfecto solo eran Zoya y Leonid, tal como habían sido unos años antes, bailando en una noche invernal iluminada por la luz de las velas.
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