XXXIV: Cuidado con todos los cotilleos que le sueltas a la reina de estos
Mientras el señor Bezpálov —Sergéi— posaba sus suaves labios en las manos enguantadas de Charlotte, ella se debatía entre sonreírle con dulzura o salir corriendo mientras gritaba. Sí, por el bien de su persona, quizá la segunda opción no era la mejor.
El silencio de la noche era bien recibido. Al menos no había cruzado palabras con él. Se sentía extraño el sentimiento que el ruso le inspiraba; algo entre vergüenza, nerviosismo y simpatía. Pero tenía cosas más importantes que hacer. El Baile se avecinaba, y no desperdiciaría los pocos días que quedaban solo en arreglarse para una noche especial con Sergéi Bezpálov.
Estaba de vuelta en la puerta de sus apartamentos. Sabía quién le esperaba ahí dentro. Desde la noche en la que había confesado todo entre lágrimas, Zoya había asistido a sus aposentos todos los días. No para recriminarle ni para convencerla de hacer lo contrario. Solo se sentaba en uno de los sillones dorados junto al fuego, silenciosa, mientras bebía una copa de vodka y se comía su pan de jengibre. Era reconfortante de alguna forma.
Entró a la antecámara, donde el vestido de luto de Zoya contrastaba con la decoración de blanco y suave dorado. Un agradable fuego ardía en la chimenea, lo cual agradeció. El frío del exterior persistía en la piel de la francesa a pesar de la protección que le brindaba su abrigo. La señorita Ananenko se hallaba reclinada en la silla junto al hogar mientras dormitaba. Parecía llevar un buen tiempo ahí, y no había notado que su cabello azabache comenzaba a chamuscarse.
—Zoya —advirtió Charlotte, despertándola.
Ella se enderezó en su asiento con gesto adormilado. Las puntas de su peinado deshecho aún humeaban.
—No estaba dormida —aclaró, sacudiendo sus negros rizos—. Y veo que tu ida a los aposentos de determinado caballero fue bastante corta.
—Te refieres a... oh, Zoya, ¡claro que no! ¡Apenas lo conozco!
—A veces es lo único que hace falta —replicó, encogiéndose de hombros.
El silencio se interpuso entre ellas. Charlotte tomó asiento junto a su amiga, quien comenzaba a jugar con sus dedos al tiempo en el que engullía un pastelito.
Dios, ¿qué debe de pensar de mí? La rusa no había dicho nada en lo absoluto referente al tema. Solo se había detenido a escuchar las lamentaciones y remordimientos de Charlotte, guardándose por una vez en su vida la brutal honestidad y los insultos que le habían dado la fama de ser una dama de lengua viperina y horribles modales.
Una traidora, una mentirosa, una imbécil. Una niñata egoísta que solo se quiere salir con la suya a costa del destino de un país. Su mirada distraída tampoco ayudaba a calmar sus pensamientos, a pesar de que no había dicho alguna palabra que necesitara ser escuchada.
—Por el amor de Dios, solo di algo.
—¿Qué quieres que te diga, Lottie? No se me ocurre nada más que contarte que esto está delicioso.
Lottie. Zoya comenzaba a emplear el apodo como algo ordinario, pero a la aludida no dejaba de recordarle su vida en Versalles, cuyos momentos comenzaban a desvanecerse en su memoria. Aún recordaba el día que había tenido que escapar del Palacio hacia Calais para poder huir de su país en el primer barco que encontraran. Esa retirada en la que la marquesa de Langlois había decidido utilizar a su hija como arma para poder recuperar la vida que llevaban.
Y ahora se encontraba donde Vérité había ordenado, solo que estaba luchando por no cumplir lo que ella había ordenado. Qué buena hija.
—Sobre... todo esto. Te quiero, Zoya, y no puedo soportar no saber qué es lo que piensas acerca de la situación.
Ella soltó una risita.— Yo también te quiero, pero no eres mi tipo. Charlotte, te he conocido un poco en el transcurso de estas semanas.
—Supongo —murmuró su interlocutora en respuesta.
—Y sé que no puedes hacer esto sola.
—Es obvio.
—Y que cada vez que pones esa mirada melancólica pareces una cría de conejo abandonada que necesita un abrazo.
—Creo que ya comprendo tu punto —bufó la rubia.
—Mira, no tengo ni la menor idea de por qué tu madre loca quiere forzarte a acabar con la estabilidad de la Corte, ni por qué pensabas que la amante de mi futuro marido te iba a servir de algo en ello. Lo que sé es que eres una chica buena. Al menos, eso espero. Soy excelente juzgando a las personas.
—Y también eres muy humilde.
—Eso es obvio —confirmó—. Quizá debería hacer una lista de todas mis maravillosas virtudes algún día. Lo que quiero decir es que sabrás qué hacer. Tal vez sea proclamarte como Emperatriz de Rusia y ejecutar a todos los nobles del Imperio, o solo ignorar a la desquiciada de tu madre y dejar que se pudra en Inglaterra. Y quizá lo correcto también incluya darme diez millones de rublos.
Charlotte sonrió. Su amiga volvió a recostarse sobre el sillón, aunque esta vez se aseguró de alejar su cabello del fuego. Sus ojos azules reflejaban las llamas que observaba sin mucha atención.
—No quiero que alguien te mate, ¿sabes? A pesar de que eres bastante rara y tienes expresión de animal apaleado la mayoría del tiempo, estoy en tu compañía porque me agradas.
—No ha sido necesario lo del animal apaleado.
—Oh, querida, siempre es necesario decir la verdad. Ahora, a temas más importantes. ¿Qué diantres has tenido que hablar con Sergéi Bezpálov para tener que alejarte de la habitación?
—Querías espiar, ¿no es así?
—Creo que ya nos vamos entendiendo, Lottie.
La francesa se cruzó de brazos. No podía negar que ya se estaba acostumbrando a la presencia y personalidad de la señorita Ananenko pero, incluso con lo poco que la conocía, sabía que podía construir cientos de historias con las pocas palabras que le diría sobre la pequeña invitación de Sergéi.
—Solo ha dicho que quería ser mi acompañante en el Baile.
—¿Eso no lo había dicho ya su prima? Dios, esa familia sí que tiene asuntos problemáticos. ¿Y? ¿No hubo alguna referencia a algo más?
Se siente raro que la dama que me acompañará esa noche no me llame por mi nombre.
—¿Por qué habría de haberlo? —soltó—. Ser la persona que se me unirá en un baile no significa que quiera tener el algo más al que te refieres.
—Me encantaría veros juntos tanto como verle a él con el señor Vyrúbov, lo confieso. De todos modos, vas a hacerlo esa noche, ¿no? ¿Qué ocurrirá cuando te vea después de desaparecer, con tus vestidos bañados en sangre de la casa de los Romanov? No será bonito, te lo aseguro. La última vez que lo vi presenciando algo así fue cuando le dispararon a su prima, y pensó que se estaba desangrando frente a sus ojos...
Charlotte levantó la vista con sorpresa.
—¿Qué?
—Oh, ¿no lo sabías? ¿Me vas a decir que no le escuchaste gritar a los cuatro vientos lo que había ocurrido cuando tuvimos nuestro juego de whist? Eres más ingenua de lo que pensaba, querida. ¿Cómo pretendes matar a la persona más poderosa del Imperio si no eres capaz de agudizar el oído de vez en cuando? Tienes suerte de que esté dispuesta a ayudarte.
Antes de que la señorita de Langlois pudiese replicar, Zoya sacudió su negro vestido y se puso de pie. Su cabello oscuro estaba apelmazado por haberse acostado en el sillón, pero, si es que se dio cuenta, no pareció importarle. Tomó otro pastelito glaseado de azúcar y se acercó a la puerta.
—Eh, al menos podrías pensarlo. Dejando de lado el hecho de que el señor Bezpálov es básicamente un imbécil, él tiene dinero y no tiene más oportunidades. Sumado a eso, has decidido ignorar todo lo que te he dicho y has paseado con él tres veces. Ni siquiera yo hago eso con Oleg, aunque... —se interrumpió— prefiero que eso no te sirva de ejemplo.
—Olvidas que después de esa noche seré una traidora y es seguro que me condenarán a muerte.
—Bueno... eso dejémoslo como un problema del futuro, ¿sí? La mujer maníaca a la que llamas madre está a miles de kilómetros de aquí, y no puede dañarte. Ten algo de esperanza. De todos modos, son muy pocos los que se pueden conceder tenerla.
—Ojalá no pudiera dañarme —murmuró Charlotte en respuesta, pero Zoya ya había dejado la habitación.
Quizá parecía así de simple, mas ella sabía que no era así. Podía cortar el envío de dinero para sus gastos personales. Podía hacer que la llevaran de vuelta a Inglaterra. Dios, podía hacer que la mataran sin haber hecho nada para merecerlo. A ella no le faltaban contactos. Podía...
¿A quién estaba engañando? Por una vez, la señorita Ananenko se equivocaba. Sí, quizá sabía algo de lo que en verdad estaba ocurriendo, pero la francesa solo le había dado un pequeño atisbo de lo que pasaba en su interior. No le había contado sobre Leonid y el día en el que se había acercado a hacerle un corte en el cuello. Dudaba de que entendiera la gravedad real de la situación. De esto dependía su vida.
¿Así se sentía la gente cuando debía cumplir su destino? ¿Esperando e intentando hacer una lucha inútil contra él?
Que así sea. Oraba para que los días transcurrieran con rapidez. Solo después de cumplir su misión, sería verdaderamente libre al fin.
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