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XXXIII: Las invitaciones de vez en cuando llevan a presentaciones

Sergéi había necesitado de toda su fuerza de voluntad para no dormirse mientras las criadas le traían más de quince diseños diferentes. Nadya, por su parte, parecía estar en el paraíso, siendo que al fin su primo le había permitido interferir en su vestimenta.

—No permitiste que fuera a la ciudad hace una semana, así que debes dejarme hacer esto como compensación. Si no, te odiaré para siempre.

—Ambos sabemos que no harías eso —replicó él, reprimiendo un bostezo.

—¿Quieres probarme?

El joven dudó. Ella siempre había estado ahí como una hermana pequeña y, por mucho que ambos se mostraran reacios a admitirlo, se necesitaban el uno al otro. A pesar de la ligereza con la que Nadezhda lanzaba sus amenazas, algo en lo profundo de su ser se removía con temor.

—Si hubiera ido la semana pasada como te pedí —se quejó la pelirroja—, esto no tomaría tanto tiempo. En especial si te quejas cada dos segundos de que las pelucas te pican.

—¡Lo hacen!

—¿Y? ¡Yo no me quejo por eso!

—Porque te quejas de todo lo demás.

Con fingida furia, Nadya le lanzó un rollo de satén azul grisáceo. Quizá lo había hecho como una broma, pero el golpe en la cara no fue ningún chiste.

—Ese color te quedaría divino. Destaca lo idiota en tus ojos.

—Gracias. Me agrada saber que escoges mi vestuario conforme a mis talentos naturales.

Con un gesto, Nadezhda despidió a la criada, y se quedaron solos en la antecámara de los Ulianov. Se desplomó en un sillón carmesí con un bufido. Por un horrible segundo, a su primo le recordó el día en el que había recibido una bala. Esa mañana no había sido la mejor de su vida.

—Deberías esmerarte en tu apariencia si quieres borrar la impresión que la señorita de Langlois tiene de ti —comentó la chica con una sonrisita, recogiendo del suelo el rollo de satén.

—Según tus teorías, ¿cuál es esa impresión?

—Un idiota que no sabe coordinar sus pies.

Bueno, al menos en eso tenía razón. Nunca había sido bueno bailando, pero sin duda alguna ese defecto no le había llevado a situaciones tan comprometedoras como la que había vivido la noche del baile de máscaras. Y claro que debía ser frente a la hermosa invitada extranjera. Ya estaba acostumbrado a su mala suerte.

—Oh, por favor —gruñó Nadya, apoyando la barbilla en su puño—. No lo hagas. Parece como si fueras a bailar con la señorita Ananenko.

—¿Hacer qué?

—Estás pensando en Charlotte de Langlois, ¿no es así? Dios, Seryozha, no te ilusiones tanto. Es solo un baile.

—No me estoy ilusionando.

Ella guiñó un ojo cómplice en respuesta. De verdad, Nadezhda Ulianova tenía poderes para ver parejas en cualquier parte. Si ella no hubiese sido tan despreciada como él, no le habría extrañado que se hubiera aliado con Zoya Ananenko al emparejarlo con Leonid.

—Quedan dos semanas. Dos. De seguro te vas a hacer ilusiones con la única chica que te respeta lo suficiente como para ser tu esposa.

Tu esposa. Cada vez que alguien mencionaba algo referente al matrimonio, algo en su interior se encogía de miedo. Quizá ocurría porque nadie había pensado en él como un candidato competente para un buen matrimonio, pero siempre había creído que era algo muy lejano; no iba a ocurrir dentro de pocos meses, de todos modos. Pero oír a Nadya hablar de ella como si existiese una oportunidad real le ponía los pelos de punta.

Charlotte le agradaba. Tenía un poco de sentido del humor y no le odiaba por ser torpe de vez en cuando. Sin embargo, sentía que escondía algo. Era obvio que lo hacía; apenas había hablado de sí misma desde su llegada al Palacio, pero aún así era... distinta. Todavía no podía decidir si eso era bueno o malo.

—A veces puedes ser realmente irritante —comentó el joven por lo bajo.

—Rasgo de familia.

Antes de que ella pudiese seguir, Sergéi se levantó. El tema del baile había estado dando tumbos en su mente toda la semana aunque, por muy estúpido que sonara, aún no se había atrevido a hablarle sobre el asunto.

—He de suponer que la pesadilla de vestuario ha terminado. Si me disculpas, querida prima, esto ha sido horroroso. Debo hacer cosas más importantes.

—¿Qué cosas? —inquirió ella con repentino interés reflejado en su voz y en su mirada.

—Ya que no has podido aguantar los deseos de invitar a la señorita de Langlois al baile, creo que tendré que hacerlo de nuevo para que no crea que soy un lunático.

—Más de lo que ya cree.

—Gracias por el recordatorio.

Cruzó la puerta con decisión. No tenía ni la menor idea de dónde estaría, pero esperaba que fuera en los jardines. No pensaba acercarse a sus aposentos cuando solo había hablado con ella un par de veces. No era tan imbécil como el resto de la Corte creía.

Con la vista posada en los ventanales que daban hacia el vasto horizonte nevado, apuró el paso. El cielo comenzaba a oscurecerse y, al parecer, todos los encuentros que tenía con ella en esas circunstancias resultaban un verdadero desastre.

Lástima que no tenía sus ojos en el pasillo.

Su cuerpo chocó contra el pequeño busto de una dama en su camino. Se preparó para caer de rostro al suelo, pero la mano de la chica víctima de su golpe había estirado la mano para ayudarle. Al levantar la mirada, Charlotte le sonrió con timidez.

Las cintas de su abrigo anaranjado le daban un aire distinguido, a pesar de que se notaba el efecto del tropiezo de Sergéi sobre ella. Las plumas blancas de su pouf se balanceaban graciosamente sobre su cabeza —de seguro también por culpa de él—, aunque no parecían importunarle. Sus ojos verdes le miraban con dulzura.

A su lado, la señorita Ananenko vestía acorde al luto que tendría que llevar los próximos meses. Sus orbes azules le observaban con despectiva superioridad y un rictus de vergüenza ajena habitaba sus delgados labios.

—Al menos no se ha metido bajo tus faldas —comentó a la rubia en voz baja.

Poniéndose de pie con rapidez, Sergéi soltó la mano enguantada de la francesa. Una sonrisita asomó en su rostro.

—Señorita de Langlois, yo... eh... estaba buscándoos.

—Aquí estoy, señor Bezpálov.

—Os dejaré a vosotros dos solos, tortolitos —rió Zoya, dándole al chico un golpe aparentemente suave en el hombro antes de entrar a una habitación.

—Deseaba hablaros en un lugar más...

—¿Los jardines? —sugirió ella.

Él asintió, y comenzaron a caminar hacia su destino.

—He de creer que mi prima os ha mencionado que yo deseaba invitaros al Baile del Aniversario dentro de dos semanas.

—Eso es verdad. Vuestra prima me parece agradable.

Os convierte en la única, pensó.

—El caso es que yo no tenía idea de quién podría ser mi acompañante, y no sabía nada sobre esta invitación hasta que la señorita Ulianova dijo que debía ir con vos.

—Oh. —Su expresión se endureció ante su confesión.— Lo lamento en verdad, señor Bezpálov, yo no quería...

—Sergéi —soltó él.

—¿Cómo decís?

—Prefiero que me llaméis Sergéi. Se siente raro que la dama que me acompañará esa noche no me llame por mi nombre.

Se detuvieron al llegar a la escalinata. La sorpresa invadió las facciones de la francesa. De seguro no se esperaba aquello.

—Pero, ¿no era que...?

—Siempre y cuando deseéis ir conmigo. Creo que mi prima tiene buen ojo para las parejas de vez en cuando, y no se ha equivocado esta vez. Claro, probablemente no queráis porque toda la Corte me considera un inútil y no sé bailar muy bien y...

—No —lo cortó—. Sería un honor asistir con... contigo, Sergéi.

Su nombre sonaba mágico entre sus labios. ¿De verdad creía que era un honor? Eso la convertía en la primera.

Se inclinó para besar su mano enguantada con una reverencia.— El placer es mío, señorita de Langlois.

—Charlotte —replicó ella—. Si hemos de tutearnos, prefiero que sea para ambos lados.

El silencio se interpuso entre ellos. No era incómodo, sin embargo. Casi se sentía... correcto. Las miradas de ambos estaban fijas en el horizonte, admirando los jardines. El viento soplaba con suavidad.

No entraron al Palacio hasta entrada la noche, e incluso en ese momento no pronunciaron más que un buenas noches. Solo una palabra daba vueltas por los pensamientos de Sergéi aquella oscura tarde de febrero al regresar a sus apartamentos.

Charlotte.

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