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XXXII: No hay nada mejor que perseguir a una plebeya por la ciudad

El viento helado de febrero golpeaba el rostro de Charlotte con fuerza. Levantó sus faldas para correr tras la plebeya, pisando así la nieve mugrosa de la calle. Era extraño ver lo sucia que estaba en comparación con el blanco inmaculado de los jardines del Palacio.

Su dobladillo quedaría arruinado. Qué desastre.

Al menos eso es lo que pensaba Zoya entre sus constantes quejidos sobre el barro en sus zapatos y lo congelada que estaría al volver a Tsárskoye Seló. A pesar de que la rusa no había puesto demasiados reparos en acompañar a la señorita de Langlois, sus gruñidos de aburrimiento y cansancio comenzaban a hacerse notar. En especial cuando la francesa se dio cuenta de que había perdido el rastro de la amante de Oleg.

—Si me hubieras mencionado que terminaríamos extraviadas en medio de los barrios bajos de la ciudad, habría traído un abrigo más grueso —refunfuñó Zoya—. Para la próxima vez, tendrás que venir a pedir medidas para tus vestidos tú sola. No pienso hacer esto de nuevo.

No podía explicarle que su futuro pendía de un hilo, cuyo destino solo estaba en manos de la chica a la que perseguían. No podía hacerlo sola. No tenía el tiempo para contemplar sus posibilidades, siquiera. Sin la ayuda de ella, moriría tarde o temprano.

Rezaba a Dios para que su madre estuviese en lo correcto y que ella fuera Violette de Rubin. Si no era así..., bueno, habría sido una pérdida de tiempo bastante estúpida.

—Podrías ayudarme —replicó Charlotte con cierta irritación—. De todas formas, tú eres la que ha vivido en San Petersburgo por más tiempo.

—Oh, ¿tú crees? Nunca había visitado los barrios bajos. Deberías haber traído tu pistola.

Su interlocutora enmudeció al instante. La señorita Ananenko solo se limitó a replicar levantando su perfecta ceja derecha con exasperación.

—¿Crees que cuando robé la carta de tu madre dejé todo sin revisar? No me hagas reír, Charlotte. Tienes una pistola, y no era precisamente de caza. Te sometería a un interrogatorio en este mismo momento, pero me temo que si nos quedamos un minuto más aquí paradas, los campesinos van a robarnos todo lo que tenemos.

Tenía razón. La gente a su alrededor comenzaba a observarlas. De seguro no era común ver a dos nobles de la Corte de Catalina paseando por los arrabales de la ciudad; en medio de calles que apestaban a animales, orina y sudor, comparado con el aroma a rosas y jabón que se respiraba en ellas. De algún modo, le recordaba a París en las pocas veces que se dignaba visitarla.

—¿Hacia dónde vamos, entonces? Con esta pausa, seguro que ya perdimos a la amante de tu prometido.

Aquellas palabras hormiguearon en la punta de su lengua al decirlas. No se sentía a gusto con que Zoya ignorara el asunto con tanta naturalidad, considerando que ella parecía bastante enamorada cuando la rubia llevaba tan solo un día en el Palacio. Quizá la bofetada que había recibido había cambiado sus emociones hacia el señor Sutulov. Quizá nunca había sido nada. Quizá todo era una vil mentira, y la señorita Ananenko era la mala en su pequeña historia de amor.

—No lo sé. Lejos de aquí.

Zoya la tomó de la mano y juntas volvieron sobre sus pasos hacia la avenida Nevsky. Estaban tan cerca que podían oír los quejidos de las damas que esperaban en la fila y los gritos de los comerciantes. Sin embargo, algo —alguien—agarró los dedos enguantados de Charlotte y la tiró hacia la oscuridad de un callejón.

Al cabo de un par de segundos, ambas jóvenes estaban de espaldas a la madera toscamente labrada de la pared trasera de un local que emanaba olor a animal muerto. ¿Una carnicería, quizá?

Charlotte fijó sus ojos verdes en la chica que estaba frente a ella. Era del pueblo, de eso no había duda. Sus facciones tenían algo de hermoso exotismo. Llevaba el negro cabello suelto al viento y, por obra de la humedad, comenzaba a esponjarse. Su piel canela destacaba bajo un raído y sucio vestido pasado de moda que alguna vez había sido del color del vino, pero se había desteñido hasta llegar a un apagado color grisáceo. Su mentón era alto y desafiante, al igual que su nariz aguileña. No obstante, lo que más le llamó la atención fueron sus ojos: eran disparejos, siendo uno de un profundo color carbón mientras que el otro era de un suave avellana. Parecían apagados, y el blanco de ellos había sido cambiado por un extraño color amarillento.

Violette de Rubin. Su madre no podía estar equivocada. Quizá había desaparecido de su memoria, pero Vérité no era de las personas que solían asegurar cosas a la ligera.

—¿Quiénes sois? —preguntó con aspereza— ¿Qué queréis?

Su voz parecía haber sido víctima de una pipa todos los días de su vida, y poseía un levísimo acento extranjero. Sin duda alguna, no era la voz que había escuchado reír cuando estaba con Oleg Sutulov.

—¿Podrías decir por qué diablos le hablas así a dos damas de la Corte? —replicó Zoya, reaccionando antes de que Charlotte pudiera salir de su conmoción.

—Yo pregunté primero. ¿Qué queréis?

—No queríamos nada. Solo nos dirigíamos a la avenida Nevsky en busca del carruaje que nos llevará al Palacio. ¿A ti qué te importa?

—El pueblo observa. ¿Qué queréis? —repitió por tercera vez. Su altura le confería aire amenazante. La cercanía de la punta de su daga daba la sensación de que estaba perdiendo la paciencia con las evasivas de Zoya.

Charlotte no había pronunciado palabra desde que la supuesta Violette las había arrastrado hacia la oscuridad de la callejuela. Había permitido que la señorita Ananenko contestara todas las preguntas sin interrumpir, pero ahora fue ella la que fijó sus ojos azules en la francesa, buscando alguna respuesta decente.

—Eres Violette de Rubin —afirmó, intentando demostrar seguridad. Por desgracia, el temblor en su voz la delató en el momento.

El acero del cuchillo de la campesina cambió su dirección hacia ella. El frío metal estaba peligrosamente cerca de su garganta.

—¿Alguien puede decirme quiénes sois vosotras?

—Eres ella, ¿verdad? —intervino Zoya— Lottie, si me hubieras dicho que la chica a la que buscabas también tenía una aventura con mi prometido, esto habría sido mucho más divertido.

El apodo salido de los labios de la castaña con total naturalidad le trajo antiguos recuerdos a Charlotte. Solo una persona la había llamado así en su vida. Armand.

La mirada bicolor de Violette se posó en la joven que acababa de hablar. Una expresión de reconocimiento cruzó su rostro.

—Eres Zoya Ananenko.

—Y tú la zorra que folla con mi futuro esposo. Háblame con más respeto, campesina.

—Olvidas que yo soy la que tiene la daga que puede arruinar tu lindo rostro.

La cortesana palpó la tela de su vestido negro, buscando con los dedos algo para defenderse. Triunfante, enarboló un minúsculo alfiler. No era mucho, pero Charlotte sabía que en las manos de su amiga sería un arma de temer.

—Y he de creer que esto se vería fabuloso en uno de tus ojos. Combina con ese vestido horripilante.

La señorita de Langlois contemplaba la escena con terror. No sabía si estaban a punto de matarse, besarse o apuñalarla a ella. Era difícil de decir.

—¿Eres la señorita de Rubin o no? —las cortó, impaciente.

La seriedad repentina invadió sus facciones, como si lo que Charlotte acababa de pronunciar fuese una sentencia de muerte.

—Tasha Lavrova. Un placer, señoritas.

Dijo aquello último con sorna. Se alejó unos cuantos pasos de Zoya con la daga aún apuntando amenazante al par de nobles.

—Si os atrevéis a seguirme, juro que os cortaré los dedos y se los daré a los perros. Alejaos de mí. Sois más útiles encerradas en vuestro palacio perfecto.

Corrió lejos del callejón. Sus palabras quedaron flotando en el aire, y la rubia no dejó de mirar el punto en el que había desaparecido hasta que Zoya carraspeó con incomodidad.

—Me parece una mujer agradable.

—Vámonos de aquí —imploró la señorita de Langlois. Quizá había otros plebeyos acechando en la oscuridad.

La luz, el ruido y los murmullos de los cotilleos se hicieron presentes en la atmósfera una vez llegaron a la avenida Nevsky. La fila para entrar al local de Olesya Dymova se había reducido en un par de personas, pero de todas formas Charlotte tendría que entrar para tomar las medidas de su vestido para el Aniversario.

Intentó recordar cada detalle del encuentro con Tasha. ¿Por qué madre se equivocaría? No había mucha gente con los iris de distinto color; la mayoría eran considerados malditos por Satanás. Coincidía con las descripciones de Vérité, y de algún modo encajaba con los pocos recuerdos que la misma Charlotte tenía sobre la familia De Rubin.

Todo el asunto era carente de sentido. Su psicosis, su aspereza, su daga, su acento...

Su acento. ¿Podría haber sido francés? Su voz ya se desvanecía en su memoria, pero era posible. ¿Le habría mentido? De todos modos, volvería al Palacio de alguna forma. Todavía estaba unida a Oleg Sutulov.

—¡Charlotte! —exclamó la voz de Zoya, penetrando en sus cavilaciones acerca de la señorita Lavrova al tiempo en que la agarraba del brazo para alejarla de la calle. Perdida en su mente, había ignorado el hecho de que un carruaje se acercaba a ellas a toda velocidad.

—Lo siento.

—Debemos hablar.

—¿De qué? —murmuró, intentando tragarse su miedo. No preguntes por todo lo que está pasando, te lo suplico. Si lo haces, voy a colapsar. No puedo ser una decepción para ti también.

Su suerte era bastante desgraciada.

¿De qué? ¿De verdad me lo preguntas? Lottie —bajó el tono de su voz, intentando no ser escuchada por las adolescentes que esperaban en la fila—, sé que no estás aquí para casarte. Si fuera así, ya habrías aceptado gustosa la oferta del señor Vyrúbov. Tienes que contarme todo. Quizá... quizá pueda ayudarte. Somos amigas, después de todo.

Amigas. Era extraño pensar en Zoya como una amistad, pero, mientras más pasaban los días, más parecía una. Yo no soy tu amiga. Esto es toda una mentira, y la única razón por la que sigo aquí es porque soy demasiado débil como para quitarle la vida a alguien para traer de vuelta la mía.

Pero Charlotte ya no estaba hecha para esconder secretos. Quería vivir en Rusia sin ser una farsa, al menos ante una persona.

—Está bien.

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