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XXXI: A veces tu madre no debería meterse en tus asuntos

La Corte parecía vacía sin la multitud de adolescentes ansiosas por cotillear y atraer nobles solteros. El único lugar que se notaba igual de lleno que siempre era el salón de juegos, cuyos asistentes diarios no habían dejado de ir.

Mientras en el Palacio reinaba una relativa calma, Leonid se encontraba apoyado en las escalinatas que daban a los jardines. A él se le había unido una compañía inesperada: su madre.

Lo cierto era que la vizcondesa Vyrúbova era una mujer escandalosa, pero no lo suficiente para mancillar por siempre el honor de su apellido. Como un acuerdo tácito, casi no estaba en compañía de su hijo, costumbre que había adaptado más de cuatro años atrás. Era como si, desde que su bebé había sido presentado ante la Emperatriz, sus deberes maternales y toda preocupación por sus asuntos hubiese desaparecido.

Sin embargo, en ese momento el joven agradecía el tranquilo silencio que había entre ellos. Así podría aclarar los pensamientos referentes a ciertas señoritas. Una aquejaba su mente mientras otra hacía fugaces apariciones en su corazón.

No, no había olvidado la mañana del día anterior. No había olvidado los fuertes latidos dentro de su pecho, ni el olor de los cabellos de la señorita Ananenko al viento. Permanecería como algo imborrable, y él tampoco se esforzaría en dejar ir ese recuerdo.

También pensaba en la amenaza de la que le había advertido el barón Kozlov. ¿De verdad le matarían por ser fiel a su conciencia por una miserable vez? A juzgar por el hecho de que Igor Vasiliev había perecido en sus manos, la respuesta era un rotundo sí. Pero aún le quedaba tiempo. A ese viejo lo habían mandado a ejecutar pasado un año desde que manifestó sus deseos.

Estaba pensando en la mejor forma de atravesar el corazón de Charlotte de Langlois cuando la voz de su madre rasgó el frío aire de principios de febrero.

—Hijo mío, eres viejo.

—Gracias, madre. Yo también os tengo en la más alta estima.

—No me refiero a tu edad, niño estúpido. Tienes casi veintiún años y ni siquiera has cortejado a una jovencita.

Los ojos azules de Leonid se convirtieron en un muro de hielo.— Tengo mis propios asuntos.

—Oh, y yo tengo cosas mucho más importantes que tu vida amorosa en las que poner mi atención. Sin embargo, aquí estamos. Si sigues así no te casarás nunca y terminarás igual de desdichado que tu amigo imbécil.

—Os recuerdo que su padre os agradaba bastante.

La vizcondesa calló. Sin duda no se llevaba bien con su hijo, pero él sabía cómo provocarla.

—Solo digo que podrías intentar ser más abierto a opciones. De todos modos, tenías varias alternativas antes de que te volvieras tan sombrío como te veo hoy.

—He de creer que habíamos acordado no entrometernos en los asuntos de otros, ¿no es así, madre? Dejad el estado de mis relaciones con las damas de la Corte en paz.

—¡Señor Vyrúbov! —exclamó una chillona voz femenina a lo lejos.

El joven levantó la vista. La dueña de la voz se acercaba con rapidez junto a su primo.

—Siempre es un placer, señorita Ulianova.

—Decidle a mi primo que es un inso... —se interrumpió, dándose cuenta de la presencia de la madre de Leonid. Acto seguido, hizo una pequeña reverencia—. Buenos días, vizcondesa Vyrúbova.

—Hmf —respondió ella sin demasiada cortesía. Luego de dirigirle una mirada cargada de intención a su hijo, se alejó.

—Tu madre siempre me ha sido simpática —resopló Sergéi, al fin llegando junto a su amigo.

—Como decía —comenzó Nadezhda—, ¿podríais decirle a mi primo que puedo ir perfectamente a la casa de modas de Olesya Dymova?

—Ya te gustaría. El médico ha dicho que no debes salir de los muros del palacio. Traerte a pasear por los jardines ya es bastante arriesgado.

—Oh, sí, y me encanta ver que le temes a un viejo decrépito. ¿Crees que asistiré al Aniversario con vendaje? Ni hablar.

El señor Bezpálov frunció el ceño con seriedad, a lo cual la pelirroja respondió mostrándole la lengua con burla. Acto seguido, se alejó unos pasos, intuyendo que los dos chicos debían hablar con algo más de privacidad.

—Me ha elegido una pareja para el baile —susurró, fijando la vista en Nadya, quien a cierta distancia de ellos admiraba los árboles cubiertos de nieve—. ¿Puedes creerlo? Y ella sigue creyendo que su trabajo es hacer de Cupido entre alguna cortesana soltera y yo.

—Al menos desea ayudarte, ¿no? ¿A quién ha elegido?

—Charlotte de Langlois. Claro, considerando que toda dama con el mínimo de cordura en San Petersburgo preferiría casarse con el viejo borracho del duque Krazhov antes que asistir a algún evento de la Corte en mi compañía, era bastante obvio. Según Nadezhda, ha aceptado gustosa. No le creo.

—Bueno, no siempre eres muy optimista.

—¿No estás...? —titubeó—. No lo sé, ¿incómodo con esto? Digo, la estabas cortejando...

—Dios, no. Solo fueron exageraciones de la señorita Ananenko. No te preocupes por mí.

Por el contrario, el rostro de Sergéi reflejó cierta angustia. Leonid tenía la sensación de que no era por la señorita de Langlois.

—¿Y con quién irás tú?

—No iré.

—¿Qué? Es uno de los eventos más importantes del año, Lyonya. No me digas que te lo perderás por alguna tontería.

—Sergéi —comenzó el rubio, bajando el tono de su voz tal como hacía cuando tenía que conversar un tema serio—, hay conspiradores aquí. Si alguien planea causar estragos en la familia imperial, la noche del Baile sería ideal para ello. Si no hago nada al respecto podría ser ejecutado por traición.

—Eso nunca me lo habías contado.

Leonid se pasó una mano por el rostro con frustración. Había sido su culpa arrastrar a su mejor amigo a todo el problema que ahora hacía que se sintiera un miserable. Lo había usado. Ahora, él era el único que compartía la carga de sus secretos, y ambos sabían que Sergéi Bezpálov no estaba hecho para hacerlo por tanto tiempo.

—Quizá no debería haberte contado nunca nada —comentó con voz lúgubre.

—No digas eso. Estamos juntos en esto. Siempre lo hemos estado, Leonid. Si no me hubieras dicho nada... tal vez ahora no seríamos amigos. Te habrías vuelto loco al no poder ser honesto con nadie más.

Tal vez. Sí, él tenía razón. Pero él nunca le había visto quitarle la vida a otra persona. No había visto a su mejor amigo convertirse en un asesino despiadado frente a sus ojos y después verle con la misma sonrisa de siempre, como si matar no fuese la gran cosa. Un monstruo.

Las pesadillas volverían a su mente una y otra vez cada noche. Y eso no podía compartirlo con Sergéi. No el recordatorio diario de que era un desalmado rápido, eficaz e inmisericorde. Pero hacía su trabajo, y eso era lo único que parecía contar a los ojos del trono. No importaba que sintiera cómo se pudría por dentro. No importaba la gente que quería. Su deber era tan solo proteger a la Emperatriz costara lo que costase.

Maldito seas, Nikita.

—No te preocupes por mí —repitió débilmente, apartando la mirada de los tormentosos ojos grises de su amigo y clavándola en el horizonte nevado.

—No pienses que creeré que eres fuerte e imperturbable. Soy tu amigo. Tienes derecho a quebrarte de vez en cuando. En especial si es conmigo.

El rubio guardó silencio. Nunca le había pedido ser su amigo. Él solo se había quedado a su lado desde que todo había comenzado.

Sin él se desmoronaría.

—Si quieres asistir —agregó el castaño—, podrías ir como la pareja de Nadya. Es demasiado orgullosa como para decir que está igual de sola que yo.

—Gracias.

—De verdad deberías tomarte un descanso de todo esto algún día. Irte a tu residencia de verano en el Sur. Si te soy honesto, no te ves bien.

—No eres precisamente bueno animando a la gente a tu alrededor, Seryozha.

—Nunca dije que lo fuera —sonrió—, pero es un intento. Y aún te quedan un par de semanas para resolver todo el asunto de los conspiradores. Lo lograrás.

—Gracias.

Tal vez debería decirte que la francesa que te va a acompañar puede ser una de las personas metidas en este asunto. Que si no descubro qué planea hacer aquí y demostrar que podemos evitar un desastre, moriré junto a ella. Sí, varios pensamientos de ese tipo cruzaron la mente de Leonid cuando Sergéi llevó a una disgustada Nadezhda de vuelta al interior del Palacio. Sin embargo, solo una frase permaneció en su mente. Imborrable. Inolvidable.

Estamos juntos en esto.

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