XXX: Damas y caballeros, los vestidos rusos os transforman en canes
Zoya adoraba los bailes, y eso no lo podía negar. Disfrutaba aquella atmósfera de felicidad y pretender que los problemas en las turbias vidas de los cortesanos no existían, teniendo como razón para hacerlo algún acontecimiento estúpido solo para permitirse, al fin, escapar de la realidad por una noche. Era como viajar a un mundo paralelo, un libro fantástico, una dimensión diferente.
Lo único malo era volver a lo cotidiano después de ello. Es por ello que estaba tan emocionada por el mero hecho de ir a la ciudad a ver los diseños que usarían para la noche del gran baile que se aproximaba.
—Por favor, Charlotte, ¿crees que adoro esperar a que termines de admirar el paisaje? No me dignaré a ponerme un vestido negro que no favorezca mi figura.
La verdad era que aborrecía con toda su alma los vestidos de luto. Eran extremadamente poco diversos, a pesar de que se las había ingeniado para que una modista le entretejiera hilos de plata para tener algo de originalidad.
¿Por qué existía la tontería del luto, de todos modos? No es como que su padre haya sido ejemplar y, sin duda alguna, ella no se lo habría guardado de recaer en sus hombros la decisión de hacerlo. Y ahora estaba condenada a vestir con un color deprimente. Oh, qué feliz vida.
Los copos de nieve que aún flotaban en el aire daban una sensación de irrealidad en aquel frío día de principios de febrero. La señorita Ananenko bajó del carruaje con decisión y se dirigió a un frío local gris en el que habían varias damas formadas en una fila, cotilleando mientras esperaban.
La casa de modas parecía insignificante a ojos ordinarios, pero desde que supieron que la modista que allí trabajaba había sido aprendiz de la mujer que vestía a la reina de Francia, el nombre de Olesya Dymova se hallaba en boca de toda la Corte como la mejor costurera de su clase. Tenía una posición predilecta entre los comerciantes de la Avenida Nevsky, y la mitad de las cortesanas se aventuraban a salir de los muros del Palacio para reservar los mejores diseños y no dejarlo a manos de los inexpertos criados. Para cada evento importante, toda dama debía prepararse para elegir sus vestidos.
El local de la señorita Dymova era un modesto edificio de dos plantas que podría haber sido maravilloso, pero el tono mostaza elegido para pintar los muros resultaba desagradable para su público. Los trajes mostrados en las ventanas eran tan extravagantes como los que se oían de las tierras francesas. La acompañante de Charlotte habría puesto su atención en ellos de no ser porque los poufs de las clientas obstaculizaban su vista.
—Acaban de llegar las mejores imitaciones de los vestidos de Rose Bertin —susurraba una chica rubia con una sonrisita. Zoya la reconoció como la hija del duque Yebórachev.
—Oh, Lida —advirtió otra de semblante más sensato—, no sé si duren mucho con todo lo que ha ocurrido en Europa.
—Estoy segura de que podrá hacer diseños parecidos. Si ha copiado la mayoría de los vestidos de María Antonieta en su estilo, he de creer que no es tan estúpida como para hacer algunos de su propia mano.
La señorita Ananenko lanzó una mirada a su acompañante, pero Charlotte no había reaccionado ante las palabras de las adolescentes. Sus ojos verdes estaban fijos en un punto lejano, como si hubiese visto algo que le había llamado la atención.
La rusa miró la fila con aburrimiento, hasta darse cuenta de que todas las jóvenes que allí se encontraban llevaban muy poco tiempo en la Corte. Era hora de ejercer su autoridad de dama comprometida a su favor.
—Dejadnos pasar —murmuró. Tan solo el eco de su voz hizo que las voces fuera del local se silenciaran de un momento a otro. Es la prometida de Oleg Sutulov, dijo una. Otras solo inclinaron la cabeza a modo de saludo, con algo de vergüenza marcada en sus ruborizadas mejillas por estar frente a una chica mayor.
Quizá Zoya Ananenko no era querida, pero una dama casi veinteañera tenía el respeto de las adolescentes. Y eso lo aprovechaba para elegir los vestidos antes que ellas.
Notó la mirada de Charlotte observando su alrededor con curiosidad. Era una sala amplia y oscura, pues las ventanas traseras no recibían la luz del sol y las del frente estaban cubiertas para que los transeúntes no vieran a las damas en tontillo y con el corsé al descubierto. Una cantidad exuberante de telas de múltiples colores se encontraba en la pared, desde dorados hasta negros como el cielo de medianoche. Justo lo que buscaba.
—Precisamos vestidos para el Aniversario —habló Zoya con autoridad.
La mujer que estaba delante de ellas volvió la mirada hacia sus nuevas clientas, mientras ponía un alfiler en el nuevo vestido en el que estaba trabajando. Sus ojos, tan oscuros y fríos como los de un cuervo, las miraron de arriba abajo con burla.
—Ya lo creo. Si veis en el exterior, tengo toda una fila de muchachas esperando por el trabajo que he imitado de la señorita Bertin. Precisad lo que deseáis y largaos de aquí.
La señorita Ananenko separó los labios, dispuesta a recriminarle su mala educación hacia una dama que era claramente superior a ella. Sin embargo, Olesya Dymova era excéntrica. Si quería negar sus servicios a una cortesana, no tendría molestia en hacerlo, y ganaría una fortuna con el resto de igual forma. Y Zoya no quería andar con un estropajo de segunda elegido por sus criadas e inspirar compasión por estar llorando la muerte de su padre. Ella quería brillar, tal como siempre lo había hecho.
—Quiero el vestido lavanda que está en la ventana, solo que...
—En negro —completó ella, buscando una tela con la que satisfacer las necesidades de la castaña—. Supongo que estáis de luto. No lamento vuestra pérdida.
Bueno, al menos estaba siendo sincera.
Olesya chasqueó los dedos un par de veces, y un par de jóvenes acudieron en su ayuda, quitándole el vestido a la chica. Su camisón y su corsé pronto quedaron a la vista, y la castaña cerró los ojos con satisfacción al percibir las telas contra su piel. Era una sensación agradable.
Tras varios minutos así, Olesya murmuró:— Listo.
—¿Qué opinas, Charlotte? —preguntó la joven admirando las ricas faldas con ribetes de sutil dorado, lo suficiente como para parecer que aún seguía la etiqueta.
No hubo respuesta. Zoya volvió la cabeza para buscar a su amiga, pero había desaparecido de su vista.
—Oh, ¿buscáis a esa rubia silenciosa? —preguntó la modista con fingida inocencia—. Pensaba que solo era vuestra dama de compañía. Se ha retirado cuando aún estaba armando la falda.
—Joder —gruñó, intentando quitarse el futuro vestido repleto de alfileres. En momentos como este aborrecía el hecho de que necesitaba ayuda cada vez que se cambiaba de ropa.
—Si me preguntáis, no hay mucha pérdida. Parece un perro con esos vestidos. Se ve que los diseños hechos por rusos no le sientan bien a los extranjeros.
—Es un alivio que nadie te preguntó, Dymova.
Con un bufido, Zoya apartó a las ayudantes tras haber terminado de ponerle el vestido con el que había entrado al local. En el exterior, las chicas seguían conversando como si nada estuviese ocurriendo, pero no se veía rastro de la francesa.
—¿Adónde ha ido la señorita de Langlois? —preguntó, dirigiéndose a las jóvenes que habían estado hablando sobre los vestidos recién llegados.
Cohibida por el hecho de que una dama mayor se estaba dirigiendo a ella, Lidiya Yebóracheva no despegó los labios. Por otro lado, su acompañante carraspeó para contestar.
—Se fue en dirección a la iglesia, señorita —murmuró.
—Gracias.
A pesar de que se sentía como una institutriz al perseguir a Charlotte, sabía que debía hacerlo. La extranjera no conocía la ciudad y, para peor, debía volver a la casa de modas de Olesya Dymova a elegir el vestido que iba a hacerse para ella.
¿Por qué había corrido? ¿Por qué Zoya estaba corriendo? De seguro era poco común —casi imposible— ver a una cortesana corriendo por las calles como una simple campesina. Al menos su abrigo la protegía del frío y cortante viento invernal. Oh, pensó. Mis zapatos van a quedar arruinados. Poco importó cuando avistó la capa color menta de su amiga.
—¿Qué crees que estás haciendo, Charlotte de Langlois?
—El señor Sutulov te engaña con una plebeya.
Un silencio se interpuso entre ellas, solo interrumpido por el ruido de las ruedas de los carruajes contra los adoquines y los gruñidos de los mendigos citadinos. La rusa levantó una ceja.
—No respondiste mi pregunta.
—¿Lo sabías? —Charlotte clavó sus ojos verdes en ella con sorpresa.
—Claro que sí. ¿Crees que soy una imbécil? Oleg Sutulov no domina el arte de ser sutil, y eso lo sabía incluso antes de que nos comprometiéramos.
—Entonces, ¿por qué sigues con él? Habías roto tu compromiso con Leonid Vyrúbov, ¿no es verdad? ¿Por qué no hacer lo mismo?
—Primero que nada, mi enlace con el señor Vyrúbov fue nada más que inspirado por el amor adolescente. Cuando eso acabó y le desagradó mi maravilloso carácter, lo rompió. ¿Por qué creerías que sigo con un maldito imbécil como Oleg? Yo no puedo heredar nada y él es el segundo hijo de un marqués rico. Mi única esperanza es que él muera para tener mis medios para sobrevivir y poder mantener mi posición en la Corte. Ahora, hablando asuntos importantes, ¿vas a responder a mi pregunta o no?
—La he... —titubeó—. La he visto pasar, y la estaba siguiendo.
—¿Y por qué diablos se te ha ocurrido hacer semejante cosa? ¿Quieres ser una heroína para mi matrimonio? —Una carcajada brotó de los labios de la señorita Ananenko, mientras que su interlocutora se revolvía con impaciencia—. Sabes, lanzarte sola a perseguir a una desconocida por una ciudad a la que eres extraña no es muy cuidadoso de tu parte.
—Necesito hablarle —musitó Charlotte. Parecía estar callándose algo, pero Zoya lo averiguaría después—. Sé que te resultará extraño, pero es algo que...
—No permitiré que vayas.
—Zoya, yo... No lo entenderías. Necesito hablar con ella. ¿Qué harás?
Sonaba antinatural decirlo así. Era extraño ponerle reglas a la gente cuando ella misma estaba acostumbrada a romperlas.
Oh, y este caso no sería diferente.
—Acompañarte, ¿no es obvio?
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