XXVIII: Las iglesias son lugares de encuentro muy poco ortodoxos
Parecía inverosímil que se encontrara dentro de la iglesia para reunirse con un asesino. Irónico.
Sin embargo, las sombras revelaron una figura bastante conocida. Un hombre regordete, canoso y ya envejecido a sus cuarenta y nueve años le miraba a través de sus impenetrables ojos oscuros.
—Buenos días, barón Kozlov —saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Buenos días, joven Vyrúbov.
Ambos miraron a su alrededor, descubriendo que no había gente que les estuviese observando. Con sacerdotes dentro de la iglesia o no, no podían estar seguros de que nadie les vigilaba. Tenían que guardar las apariencias y no llamar imbécil el uno al otro; al menos durante el tiempo en el que se encontrasen en la silenciosa Iglesia de la Anunciación.
Por fin, cuando se dieron cuenta de que efectivamente no tenían compañía, Artyom Kozlov habló.
—No sois el único que puede hacer trabajo sucio. Lo sabéis, ¿verdad?
—¿Cómo decís?
—Si os resistís a cumplir las órdenes de Deznev, él siempre os puede reemplazar... conmigo.
—No sé de qué habláis —murmuró, apartando la mirada.
—¿Creéis que soy un tonto? Llevo mucho más tiempo en esto que vos. Antes de que Deznev viera aptitudes extraordinarias en vos para quitar vidas... no supondréis que no matábamos a nadie, ¿verdad? Esto es algo muy anterior. Si renunciáis ahora, podéis llegar a ser ejecutado por traición.
—Eso no es verdad. Puedo ayudar contra los conspiradores de otras formas; las mismas formas con las que servía antes de manejarme en las armas.
—El último dijo exactamente lo que habéis dicho. Cumplía el rol que ahora os pertenece, solo que no os conocíais. Hace un año, más o menos, dijo lo mismo que vos. Igor Vasiliev, ¿lo recordáis?
Por un momento nadie dijo una palabra. Aquel viejo que decía odiar las ideas de la Emperatriz... y era su sicario.
Y Leonid lo había asesinado la noche del baile de máscaras.
—Sí, lo recuerdo.
—Ya veis —continuó Kozlov, encogiéndose de hombros—; este año ha sido él. El próximo... quizá seáis vos el que perezca en mis manos. Y no vengáis con que poseéis un título superior al mío porque os daré una patada por ser un chiquillo impertinente.
—Eso no ocurrirá. He servido con lealtad.
—También fue dicho por el señor Vasiliev, y ya conocéis su destino. De igual modo, vuestra situación es un tanto complicada. ¿No estabais pagando la traición de Nikita Vyrúbov?
El rubio fijó su penetrante mirada azul en el regordete noble con frialdad. Pudo notar una expresión de miedo casi invisible en el rostro de Artyom.
—En este instante sí puedo decir que tengo un título superior al vuestro y no os permito jugar con mi vida familiar.
—Solo es un consejo. Si dejáis de eliminar amenazas, seréis tratado como un traidor al trono. De esto no hay salida, joven.
Un canto fúnebre a lo lejos interrumpió la perorata del barón. Lanzó una mirada suspicaz a Leonid, solo para que él respondiera encogiéndose de hombros.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Artyom, haciendo ademán de sacar el arma que llevaba en el pantalón.
—Es una iglesia, barón. Ya comenzaba a ser extraño que fuésemos los únicos presentes aquí. Además, no creo que puedan escuchar vuestra pregunta.
La conversación parecía haber terminado. El rubio se acercó a las voces que lloraban al muerto mientras Kozlov salía por otra entrada. El viejo no era muy bueno con las excusas, pero Leonid podía manejarse para mentirle a nobles probablemente alcoholizados.
La luz gris del día nublado golpeó su rostro y, deslumbrado, no pudo ver a la gente que seguía el ataúd. Al menos eso pensó al principio. Después, notó que era porque solo se encontraba una persona. La última persona que esperaba ver.
Zoya.
Sus vestiduras eran negras como las alas de un cuervo. Estaba de luto, a pesar de que en sus ojos no se veían lágrimas de tristeza. Sus labios mantenían la compostura en una expresión serena y fría.
Ella no veía a Leonid, y él tampoco quería ser descubierto. No aún, al menos. Quizá podría irse pasando desapercibido, pero la curiosidad le carcomía. No conocía a nadie que hubiese muerto en el último tiempo, salvo Vasiliev, quien no había tenido un funeral y solo habían enterrado su cadáver en el bosque. ¿A quién estaba llorando la señorita Ananenko?
—Creo que he dicho todo lo que podía decir sobre vuestro padre cuando era velado —comenzó el cura, al tiempo en que los sepultureros dejaban el ataúd en una tumba abierta—. Lamento vuestra pérdida, princesa Ananenko.
La chica hizo un gesto para detenerle. Leonid supuso que el sacerdote no conocía el hecho de que había sido despojada de su título más de un año atrás.
El religioso se alejó rumbo a la ciudad, y Zoya se quedó observando la lápida con cierto desprecio. Sacó una rosa de un color blanco inmaculado desde su abrigo y la lanzó al agujero.
—No te la mereces, maldito.
Una sola lágrima manó de sus ojos, pero ella la secó antes de que pudiera recorrer su pómulo.
—¿Zoya? —se aventuró a preguntar Leonid en voz alta.
Sobresaltada, retrocedió un paso de la tumba, como si la persona al interior del ataúd hubiese sido la que había hablado. Levantó la vista en busca de la fuente de la voz y, al encontrarse con la mirada curiosa de Leonid, frunció el ceño y sus ojos de zafiro se tiñeron de sorprendida irritación.
—¿Señor Vyrúbov?
Él saludó con una pequeña reverencia. Ella, por el otro lado, solo se dignó apartar la mirada.
—Si no estuviese llorando a mi padre, como creo que ya habéis escuchado, debería golpearos en donde más os duele por llamarme por mi nombre cristiano... de nuevo.
—Perdonadme. ¿Vuestro padre ha...?
—No, señor Vyrúbov, su cadáver está allí porque le agrada jugar a las escondidas. ¿Acaso no es obvio?
Sí, no había cambiado por estar de luto. Eso estaba claro.
—¿Dónde está vuestro...?
—¿Prometido? —completó, cruzándose de brazos—. No me preocupo por el señor Sutulov. Cada vez que visito la ciudad en su compañía desaparece de mi vista hasta que regreso al Palacio y veo que ha regresado sin mí. ¿Puedo preguntar qué hacéis aquí?
—Estaba... —titubeó. Sí, señorita Ananenko, estaba discutiendo el hecho de que puedo ser considerado un traidor a la patria si dejo de ser un asesino para la Emperatriz. Ya sabéis, lo típico— ¿rezando?
—¿Es eso una pregunta o una afirmación? —arqueó su afilada ceja derecha sin creer su mentira—. Os conozco. Sé que no sois un juerguista o un apostador como la gran mayoría de la Corte, pero tampoco sois un religioso que libremente desista de su ocio en esta para rezar un día de semana. Decidme la verdad.
—Os vi salir del Palacio en la carroza fúnebre y os seguí.
La mentira brotó de sus labios automáticamente. Ni siquiera había procesado lo que acababa de decir, y al parecer Zoya estaba igual de sorprendida.
—¿Y por qué curioseáis en mi vida personal?
—Yo pensaba que vuestro padre había muerto años atrás...
—Sorpresa, no fue así —gruñó—. ¿Cómo podríais haberlo sabido? Éramos unos niños.
Tenía razón. Ni siquiera había sido presentado a la Corte en ese entonces, por lo que su vida social era casi inexistente. La única información que recibía venía de parte de Nikita. El recuerdo de las noticias de la enfermedad de Gueorgi Ananenko ya se notaba difuso en su memoria.
—Mi tía fue la que lo puso en una casa de reposo cuando tenía doce años. Él se había vuelto loco, y me despojó del título que me pertenecía para dárselo al estúpido de mi primo, el señor Pravikin. Esa es la verdadera historia. ¿Os lo imagináis? ¡Podríais haberos casado con una princesa!
Leonid palideció. Nunca bromeaban sobre el tema. Bueno, dado que hablaban bastante poco, no había tiempo para hacerlo. De seguro ella ya lo había hecho antes sin que él se diera cuenta. Pero esta vez...
Esta vez se sentía diferente.
—Señorita Ananenko...
—Callaos —le cortó—. Disfrutad en silencio la vista de una lápida cuya escritura no durará.
El joven fijó los ojos en la piedra, obedeciendo a su acompañante.
Gueorgi Dimitrevich Ananenko
15 de abril de 1738 - 1 de febrero de 1790
De pronto, sintió el tibio tacto de la mano de Zoya posándola sobre la suya. Aún tenía la atención puesta en el nombre de su padre, pero las comisuras de sus labios se habían elevado para formar una discreta sonrisa. Él no apartó la mano. Había echado de menos el calor de su piel, incluso después de todos los años que habían transcurrido.
Sin pronunciar una palabra, apoyó la cabeza en el hombro de Leonid. Su oscuro cabello castaño olía a limón y a rosas, junto con un ligero aroma a muerte que Leonid había aprendido a distinguir después de su primer asesinato. Solo esperaba que la señorita Ananenko no hubiese matado a nadie.
Así se quedaron por un rato. La cabeza de ella apoyada en el hombro de él, y sus manos entrelazadas mientras observaban la roca deprimente y gris. El joven se atrevió a rodearla con el brazo izquierdo, a lo cual ella solo respondió con una sonrisa.
Compartiendo el calor en aquel nublado día de invierno, Leonid no pudo evitar recordar aquellos años en los que estuvieron juntos, cuando aún eran nada más que adolescentes. No pudo evitar ser invadido por una oleada de arrepentimiento mientras Zoya apoyaba la mejilla en su acelerado corazón.
¡¡¡HOLA!!!
Ya no sé qué me pasa, ¿dejaré N/A en todos los capítulos?
Bueno, este sí o sí tenía que ir dedicado a LinMaddiee por EL ARTE que ha hecho con mi Zoya bella.
ADMÍRENLO.
Y también la bella C. J. Listro en Twitter me hizo un dibujo de Charlotte y... pues ando enamorada, perdón.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro