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XXV: No imites a Zoya para enterarte sobre Zoya

Aquella noche Charlotte soñó. Dudaba de que fuese algo significativo, pero haber recordado sus sueños era algo muy inusual. Por lo general, sus noches estaban teñidas de negra inconsciencia hasta el amanecer.

No era nada memorable, si debía decir la verdad. Solo un montón de situaciones extrañas con la gente que conocía. Sin embargo, algo permaneció en su memoria y no logró olvidarlo.

Se hallaba en un lugar tan oscuro como la boca de un lobo, el cual solo era iluminado por la vela que una mujer desconocida sostenía. No, ella no es una desconocida. La recordaba saliendo de los aposentos de Zoya siendo besada por Oleg Sutulov. Su amante.

¿Por qué diantres aparecía en su subconsciente? Quizá en lo más profundo de su memoria un recuerdo intentaba salir a la luz. La conocía, de eso no había duda. Era difícil olvidar a alguien con ojos bicolores. Aquella penetrante mirada de avellana y negro detrás del señor Sutulov no podía borrarse de su cabeza.

Sabía que la había visto en el pasado. ¿Por qué su mente se negaba a cooperar?

Pero era un sueño, y por mucho que desease preguntarle cuál era su nombre, no podía hablar. Solo logró escuchar una voz irreconocible. Hazlo, o yo lo haré.

Fue ese el momento en el que despertó. Las cortinas seguían abiertas y la luna invernal iluminaba parte de la habitación. Nada había ocurrido. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que cayó dormida?

No debía de haber sido mucho, según dedujo, y el reloj en la pared lo confirmó. Eran casi las dos de la madrugada.

Zoya ya debía de haber llegado al palacio. Con el cansancio del día repentinamente disipado, decidió ponerse una bata de seda oscura y encontrarla.

Fuera de la habitación, solo se paseaban unas cuantas personas visiblemente tocadas por el alcohol. Se guió hacia la habitación de Zoya. Se escuchaban voces en su interior. Al menos podía reconocer la voz de la dueña de los aposentos, y significaba que no estaba presenciando a su prometido y a la amante de este como la última vez.

Su intuición le decía que se alejara. No tenía derecho a entrometerse en su intimidad, a pesar de que en el pasado lo habría hecho. ¿Sería que él le estaba confesando que estaba teniendo una aventura? Probablemente no. Ella ya conocía al tipo de personas como Oleg Sutulov. Cobardes. Creyendo que sus esposas no sabrían lo que ocurría dentro de ellos, quedando como perfectas idiotas ante sus ojos.

No, tampoco quería oírles teniendo relaciones. ¿Qué clase de persona enferma haría eso? El gusanillo de la curiosidad dentro de su ser deseaba saber si Zoya se había enterado del asunto, y cómo trataría a aquel infiel.

Sí, Zoya haría exactamente lo mismo que Charlotte estaba a punto de hacer. Eso le infundía algo de seguridad, y posó su oído en la blanca puerta que daba acceso a la antecámara de los apartamentos de la señorita Ananenko.

Sus voces se escuchaban con claridad a través de la pálida madera. Casi podía visualizar a Zoya con su redingote de viaje color lavanda mientras comía dulces estando postrada en un sillón.

—Mi padre ha muerto —su voz se oyó ausente de emoción, cosa bastante inusual en ella. No estaba tintada de la clásica superioridad y burla común en ella, ni tampoco de la tristeza que debería haber acompañado su declaración.

Silencio. Por un momento, Charlotte se sorprendió. Nunca se había molestado en preguntarle a Zoya sobre su familia; pensaba que estaba sola en el mundo. Se sentía un poco tonta por creerlo así.

Por fin, las palabras de Oleg se hicieron presentes.

—Eso significa que...

—Que estoy desamparada. Ya lo sabías. No heredé el título.

—Al menos... podré decir que estoy comprometido a la hija única del príncipe Ananenko.

Charlotte se apartó de la puerta, pensando que aquella oración de la boca del señor Sutulov abriría paso a algo más privado en lo que era incorrecto oír a escondidas. A pesar de ello, un ruido traspasó la puerta, y no era el de un beso.

Era el inconfundible sonido de una bofetada.

—¡Señorita Ananenko! —exclamó la francesa sin poder contenerse. Él la ha golpeado. Sabiendo que además la estaba engañando, callar era imposible.

La entrada se abrió, no para revelar a una Zoya triunfante —lo cual terminó con las últimas esperanzas de la señorita de Langlois de que hubiese sido ella la que había abofeteado a su prometido—, sino a Oleg. Sus ojos verdeazulados eran hielo.

—Señorita de Langlois —saludó con la frialdad que siempre había notado en él. Acto seguido e ignorando su presencia, salió al pasillo y giró en la esquina, perdiéndose de vista.

Zoya estaba sentada en el suelo de la antecámara de su dormitorio. Su rostro no mantenía la expresión de superioridad que Charlotte le había visto todo el tiempo hasta ese momento, y la luz de sus ojos azules parecía cubierta por un velo sombrío.

—Hola —saludó, levantando la mirada ante la presencia de la visitante—. No estoy de humor para que vengas a contarme sobre tus dramas con el señor Vyrúbov.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estabas? No has estado aquí en casi todo el día y...

—¿Es preocupación lo que oigo en tu voz, Charlotte de Langlois? —sonrió. Por un momento su expresión ordinaria volvió a sus facciones— No me ha pasado nada. He ido a ver a mi padre como lo hago todos los domingos, solo que esta vez tuve que ir por una emergencia.

—¿Tu... padre?

—Sí. ¿Qué ocurre? ¿Crees que acaso nací de un huevo o algo parecido?

—No, es solo... Nunca había oído que mencionaras a tu familia.

—Yo puedo reservarme el mencionar a mi familia tanto como tú el mencionar tu vida en Versalles. Nunca he ido a Francia y es probable que nunca lo haga después de todo lo que ha pasado. Debía de ser terriblemente aburrida comparada con Rusia, pero de igual modo atraía mi curiosidad. Sin embargo, tú nunca hablas de lo que vivías antes de la Revolución.

La rubia no respondió. En cierto modo, llevaba algo de razón. No obstante, no se sentía capaz de conversar sobre los muros dentro de los cuales pasó su infancia; no después de todo lo que había ocurrido. No después de las personas que había perdido... ni de las que había conocido. Mirando hacia atrás, le parecía algo vacía aquella vida, al menos viéndola al lado de la situación en la que estaba en Rusia.

—Y he de suponer que estabas escuchando, ¿no es verdad? —preguntó la rusa, haciendo que una expresión de vergüenza acudiera al rostro de la señorita de Langlois— Oh, Charlotte, al fin te estoy enseñando algo útil. Verte vagar sin rumbo por los pasillos del palacio con gesto de cachorro temeroso casi comenzaba a darme pena.

—Lo siento.

—No lo sientes. Está bien. ¿Cómo creías que no tenía familia? ¿Piensas que entraría en la Corte por mi maravillosa personalidad, acaso?

A pesar de que con el poco tiempo que habían pasado juntas la extranjera se había acostumbrado a los comentarios mordaces de Zoya, no quitaba que de vez en cuando fuesen dolorosos. En ese momento se sentía como una completa inútil por su ignorancia.

—No lo contemplé...

Dios mío, ¿qué haces en bata a estas horas? —le interrumpió, cambiando drásticamente el tema— ¿Qué eres, una puritana? Si de verdad vas a parecer así de inocente sin mí, he de creer que tienes algún tipo de problema. Podría creerlo de mí. He viajado casi todo el día, y en este momento te suplico que te vayas para poder cerrar los ojos un rato.

Ella se levantó. Su mejilla aún estaba rojiza por la bofetada, pero Charlotte no se atrevió a señalarlo en su presencia. Quizá estaba bebida... o tal vez solo un poco hiperventilada. Zoya daba miedo en ambos casos.

Ella empujó a la visitante a la puerta, invitándola sin mucha gentileza a salir de la habitación. Casi tropezando, la francesa terminó en el pasillo, observando los ojos de zafiro de la dueña de los aposentos a través de un pequeño espacio en el que había dejado la puerta abierta.

—Mañana puedes contarme todo tu drama con el señor Vyrúbov. Estoy demasiado cansada.

Solo entonces fue que la señorita de Langlois se dio cuenta de sus ojos enrojecidos. ¿Sería a causa del sueño o de algo más?

—Zoya, ¿has llorado?

Aquella pregunta sorprendió por un momento a su interlocutora. Congelada por un momento, su mirada azul brilló, momentos antes de que estallara en una carcajada.

—Claro que no. ¿Por qué haría semejante cosa?

Antes de que ella pudiese contestar, la blanca puerta se cerró en sus narices, y la francesa se fue a sus habitaciones antes de que alguien la viese en bata corriendo por el palacio cual condenada. Zoya no estaba bien. El señor Sutulov... bueno, ¿para qué decirlo?

Debía de haber alguna razón para su unión. Una dama como la señorita Ananenko no soportaría un abuso sin reclamar ni gritar, y de seguro no se quedaría a su lado. Al menos esa era la Zoya que conocía.

Y, por lo que se veía, tampoco era buena mintiendo. A pesar de haber dicho que no había derramado lágrimas, la marca de estas surcaban sus mejillas, y la hinchazón de sus ojos era evidente.

Zoya Ananenko era un alma sufriente. Y la culpa era de Oleg Sutulov.

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