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XXIII: Entrar en confianza de formas poco convencionales

Sergéi aún no se quitaba el vodka de la ropa. No se acercaría a sus aposentos hasta entrada la noche, temiendo que Nadezhda estuviese presente en ellos, esperándole para recibir la información que su primo había evitado contar.

Los jardines eran un buen lugar para evitarla. De todos modos, ella ni siquiera podía salir por la herida de su brazo.

El frío aire invernal azotaba su piel, pero su grueso abrigo le protegía de este. Estaba sentado al borde de una fuente mientras algunas damas de la Corte murmuraban su nombre acompañado del comentario es el hijo del conde Bezpálov.

Eso solo terminaba por recordarle la gran reputación de su padre, y la no menor de su descendencia. Aleksánder Bezpálov, el héroe militar... y su hijo medio imbécil.

En eso, escuchó un qué deshonra por parte de las nobles. Parecían leerle la mente.

No obstante, el joven no les culpaba. Su familia se veía como un desastre. El patriótico noble con una esposa muerta, una hermana que perdió la cordura, una sobrina sin filtro alguno sobre sus emociones y un hijo con complejo de idiotez en su máxima expresión. Oh, su abuelo debía de estar revolviéndose en la tumba. En esa situación, Sergéi agradecía que él estuviese muerto y que el conde se encontrara peleando en la guerra.

Los jardines del Palacio le resultaban agradables a la vista. La nieve de una blancura inmaculada le brindaba calma.

Y en un segundo, esa calma terminó al recordar lo que había mencionado la señorita Ananenko. ¡Joder, Leonid se va a casar!

Con el paso de las horas, había comenzado a asimilarlo, aunque de igual modo sonaba inverosímil. Él debía de estar feliz, y Sergéi tenía que alegrarse por su amigo, aun cuando solo le recordaba que a ese paso quedaría como un solterón sin esperanza de amor. ¡Viva!

—¡Señor Bezpálov!

La exclamación rasgó el frío aire, y la mención de su apellido hizo que Sergéi levantara la vista hacia aquella voz femenina.

Una cabellera rubia figuró ante sus ojos sobre un abrigo amarillo pastel. La dama se acercaba con velocidad, y solo le dio tiempo al joven de enderezar su espalda y quitar su expresión ausente. A pesar de la seguridad de sus pasos, el rostro de la chica denotaba cierta timidez y desconfianza.

—Señorita de Langlois —murmuró, levantándose y haciéndole una pequeña reverencia.

Ella correspondió al saludo con una inclinación y se sentó a su lado sin decir palabra. En su mirada verde se reflejaba el paisaje frente a ella, aunque en sus ojos adquiría un bello misticismo.

—Señorita... —comenzó él.

Con un gesto, le calló. Le resultaba extraño tenerla a su lado, mas no era desagradable. Se sentía raro que estuviese allí sin la compañía de Leonid, ahora que estaban... comprometidos. Incluso pensarlo le era incómodo.

—Perdonadme —se excusó—. Creo que necesito un momento para meditar y no deseo estar sola.

Fijó sus orbes de esmeralda en él, y bajó la vista para no conectarla con ella. Su cuello tenía una marca roja, rodeada de una zona amoratada.

—¿Es eso un...? —preguntó, indicando el objeto de su atención.

—No entiendo a... Oh, no, no es nada de lo que tengáis que preocuparos. Solo fue un corte con mi abrecartas. ¿Está sangrando?

Al levantar uno de sus rizos, una oleada de aroma a rosas invadió el espacio entre ellos. Rosas y algo metálico, como... ¿sangre? ¿Monedas?

Negó con la cabeza sin separar los labios, y ella sonrió en respuesta. Con el silencio interpuesto entre ambos jóvenes, volvieron la cabeza hacia el paisaje una vez más.

—Sabéis... hoy es un día espléndido para pasear.

—Y aún es de día —secundó la francesa con las comisuras de los labios ligeramente curvadas hacia arriba.

—Y ahora traéis abrigo. Decidme, si no es muy atrevido de mi parte, ¿os gustaría recorrer los jardines del Palacio en mi compañía?

Ella asintió. Él se puso de pie seguido de Charlotte, pero ella tropezó hacia la fuente. Sergéi la detuvo agarrándola por la muñeca, tan solo unos pocos cabellos rozando el agua.

—Os lo agradezco.

—Por fortuna no he sido tan torpe como la señorita Ananenko clama.

—Y os ruego que no lo seáis cuando aún cuelgo sobre el agua helada.

Con los pies sobre la tierra al fin, comenzaron a caminar a paso lento. El terreno que comprendía el Palacio de Invierno no era menor, por lo que no les faltaría espacio para recorrer. Sin embargo, haberse sentado sobre la dura piedra de la fuente había hecho que su trasero le quedase en una posición bastante incómoda.

—Joder, mi culo está entumecido —murmuró Sergéi. Y solo entonces se dio cuenta de que lo había murmurado.

¿Dije eso en voz alta?

A pesar de sus temores, Charlotte de Langlois no dijo nada que le delatara. Quizá solo había sido parte de su imaginación.

—Si os soy honesta, sentarme en la piedra tampoco me ha agradado a mí —comentó ella finalmente, confirmando sus sospechas. Antes de que el ruso pudiese tener un momento de mortal vergüenza, ella continuó—. Debo haceros una pregunta de carácter urgente, señor Bezpálov.

Si ya creía inusual que una dama como esa francesa estuviese junto a él —que deseara estar junto a él—, eso profundizó su extrañeza. Después de todo, su persona tenía algo de enigma.

—¿Qué precisáis?

Se detuvo, lo cual le confirió algo de seriedad. Una sombra de su sonrisa aún persistía en sus mejillas, mas no se reflejaba en sus penetrantes ojos verdes.

—Sois buen amigo del señor Vyrúbov, según tengo entendido. ¿Es eso verdad?

—Os han informado bien.

—He tenido un encuentro bastante inquietante con él. Yo... —se interrumpió, pensando con cuidado sus palabras—, digo, no le he visto de ese modo desde que arribé a Rusia.

—¿De qué modo?

—No podría decíroslo con seguridad —titubeó—. Se veía... oscuro. ¿Es eso común en él?

Si algo más pasaba por la mente de Charlotte de Langlois en ese momento, Sergéi no pudo descifrarlo. Era impresionante cómo podía hacer su expresión impenetrable de un segundo a otro.

Y él sabía que, si Leonid se veía oscuro tal como la francesa le describía, había ocurrido algo. Y ese algo era muerte. Si aquella extranjera lo había notado, su amigo estaría en peligro.

No, se corrigió. Ella estará en peligro. Leonid es capaz de matarle si amenaza al trono o a lo que le rodea. A veces pensar eso sobre su mejor amigo le inspiraba algo de miedo.

Y el señor Bezpálov esperaba que no ocurriese así. A pesar de que aún seguía perturbado por el recuerdo de la caída bajo sus faldas y la breve y desastrosa caminata por San Petersburgo, Charlotte de Langlois parecía querer ser su amiga. Su presencia le agradaba de cierta forma, como un refugio en la tormenta de los chismes y prejuicios de la Corte.

—Sí, señorita —murmuró—. Leonid Vyrúbov está bien.

Dios, ¿por qué nadie me había dicho que ese sendero era tan largo?

Sergéi nunca había recorrido los jardines del Palacio de Invierno. Por lo que veía, jamás cumpliría esa meta. Con la caída del sol ni siquiera había llegado hasta el final del camino, y junto a Charlotte habían sido obligados a volver.

Era un alivio volver a estar entre las paredes del palacio, como si sirvieran de escudo contra todos sus problemas. Claro, no le protegerían de la furia de Nadya, pero evitaría a su prima por el mayor tiempo posible durante un par de días.

Por ello, decidió acercarse a los aposentos de Leonid. Si lo que decía la señorita de Langlois era cierto, él debía estar en una posición emocionalmente delicada, por mucho que se mostrase reacio a aceptarlo. Sergéi sabía el temor que sentía a parecerse cada vez más a un monstruo; quitando una vida y perdiendo un poco de su humanidad.

Con golpes débiles tocó la puerta, desde la cual se escuchó la voz ronca y entrecortada de una criada preguntando la identidad del visitante.

—El hijo del conde Bezpálov.

La entrada se abrió casi al instante. La antecámara se hallaba iluminada por las velas, aunque reinaba un aire triste.

—¿Leonid?

Su amigo se encontraba boca abajo en un sillón coloreado de suave esmeralda. Su cabello, habitualmente atado en una cola tras su nuca, yacía suelto y libre. No parecía haber salido en todo el día, ni planeaba hacerlo.

Examinaba su daga con atención, y Sérgei advirtió una pequeña mancha escarlata en la punta. Aquella arma le era conocida en las manos de su amigo, aunque —gracias al Cielo— nunca la había visto en acción.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, su voz tan falta de expresión como sus facciones.

—No te he visto en todo el día y pensé que... que lo habías hecho de nuevo.

—No quiero hacerlo más, Seryozha. No quiero pagar la deuda de mi hermano. Quiero vivir como todo el resto sin preocuparme de quién quiere desestabilizar la dinastía.

—No es tu culpa. Es la de los problemas de Nikita. Todo esto terminará tarde o temprano y podrás estar tranquilo.

—Cuando era pequeño admiraba a Nikita —declaró el rubio.

Sergéi lo recordaba bien. Aquel niñito que solo lograba ver de lejos y parecía seguir a un joven pocos años mayor que él que vestía con orgullo el uniforme militar. Y, años después, ese mismo niño rubio, ya un adolescente, llorando mientras se escondía de las miradas despectivas de la gente, y aquel joven orgulloso habîa desaparecido para siempre. Ese día habían comenzado su amistad.

—Era mi ejemplo a seguir —continuó—, pero en este preciso momento me gustaría revivirlo para propinarle una patada en los huevos y preguntarle en qué demonios estaba pensando cuando se convirtió en un amante de la Emperatriz al tiempo en el que la traicionaba.

Sergéi guardó silencio con incomodidad. No era del tipo de amigo que daba consejos; más bien del tipo que hacía tonterías porque era un inútil para todo lo demás.

—Zoya Ananenko me dijo que estás comprometido con Charlotte de Langlois —soltó, cambiando de tema con brusquedad.

—¿Cómo dices?

—¿Es cierto?

—No seas un idiota. —Leonid intentó sonreír, mas su esfuerzo solo resultó en una mueca torcida.— ¿No crees que Zoya podría haberlo exagerado al verme una vez conversando con ella?

—Pero...

Tenía que darle un punto. A pesar de que la aludida era bastante directa y honesta, también era fanática del chisme. No era de extrañar que podría haberlo supuesto.

—No porque la ames con locura su palabra va a ser ley.

—No la amo —bufó Sergéi, intentando restarle importancia.

A decir verdad, lo que había sugerido Leonid tantos días atrás —pasear con Charlotte de Langlois e intentar no pensar en Zoya—, sumado a enterarse de su compromiso, le había ayudado. Sin embargo, no se olvida fácilmente algo así.

—Señor Bezpálov —anunció la voz ronca y asustadiza de la criada—, la señorita Ulianova os requisa en sus aposentos.

Oh, mierda. Nadya lo iba a matar.

—Vete, estaré bien —aseguró su amigo, postrándose de nuevo en el sillón mientras admiraba su daga ensangrentada.

Pero Sergéi pudo advertir algo. Al acercarse a las puertas, inspiró una oleada de cierto olor metálico bastante intenso, y esta vez no tuvo problemas para reconocerlo.

Sangre. El mismo aroma que emanaba Charlotte de Langlois.

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