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XX: Los criados no preguntan en el mejor momento

Leonid llevaba días sin dormir. Las pesadillas le acosaban más que de costumbre, y, a pesar de sus esfuerzos, no lograba pegar ojo con la oscuridad que le deparaba el futuro.

Actuaba solo. No estaba siguiendo las órdenes de Grigori Deznev como para creer que estaba haciendo algo bien intentando salvar el trono, y ver a la señorita de Langlois evitando encontrarse con él no era precisamente alentador. Quería desvelar sus razones de inmediato, pero, si ni siquiera Zoya había podido hacerlo, él dudaba de que fuese una tarea fácil.

Odiaba no poder confiar en nadie. Le dejaba como única compañía sus oscuros pensamientos, y no eran agradables cuando se sentía como un traidor a todo lo que conocía. Un traidor a la Emperatriz por no obedecer las órdenes que se le habían mandado. Un traidor a su mejor amigo por no contarle todo lo que ocurría bajo sus narices. Joder, incluso un traidor a la visitante francesa por engañarla confesando un amor inexistente.

Pero lo peor de todos los días ya había pasado. Eran cerca de las diez de la mañana, y el tímido sol invernal se asomaba por entre las nubes, bañando con sus rayos los jardines nevados. Parecía un día destinado a ser perfecto, como todo lo que se aparentaba en la Corte. A veces Leonid pensaba que era el único que lograba distinguir lo que había bajo todo aquello.

—¿Señor Leonid? —preguntó una voz detrás de la puerta. Era una joven de la servidumbre—. Una mujer requisa vuestra presencia. ¿Le dejo entrar?

—¿Quién es?

—Una criada.

No se esperaba tal respuesta. Les estaba prohibido a los sirvientes tener tal atrevimiento de ir al encuentro de cortesanos por su propia voluntad y no bajo orden de sus amos. Además, ¿por qué a él? ¿Quién era la mujer que le buscaba? Tenía un mal presentimiento, aunque la daga que siempre guardaba al interior de su chaqueta le dio algo de confianza.

—Déjale entrar.

Notó la presencia de la joven alejarse de la puerta y, para cuando Leonid abrió la que daba hacia la antecámara la visitante ya se presentaba ante él.

Una expresión inteligente se asomaba en las facciones de su cara. Sus ojos oscuros comenzaron a analizar al joven con atención mientras hacía una reverencia, y no despegó su mirada de él cuando se cruzó de brazos como quien espera algo. Era temeraria para su clase; de eso no había duda. Las sutiles arrugas de los cuarenta y tantos años surcaban su rostro.

—¿Quién eres y qué quieres? —le espetó Leonid sin preámbulos. Había algo en ella que le resultaba ligeramente inquietante, como si estuviese planeando mil formas de matarle bajo sus narices. O tal vez era porque los años trabajando contra conspiradores le habían hecho más paranoico.

Ella intentó sonreír con suficiencia, como si hubiese esperado esa pregunta. No obstante, sus labios solo lograron curvarse en una mueca siniestra.

—Perdonadme, mi señor, por la intrusión. Tengo cierta información que podría interesaros.

—No respondiste mi pregunta.

—Nelli Smirnova —sonrió de nuevo. Aquel gesto plasmado en su rostro tenía un tinte de superioridad contrario a su rango, como si estuviese mirando a un niño pequeño.

—¿Qué puede interesarme de tu parte? —bufó. Ya comenzaba a irritarle su presencia y su actitud.

—La servidumbre observa, señor Vyrúbov. Como no puede contar los secretos de los que están a su alrededor, los guarda. Si queréis saber lo que puedo contaros, deseo algo a cambio.

—Primero habla.

—Os he visto, Leonid Fiodórovich Vyrúbov. Habéis matado hombres y mujeres a diestra y siniestra. He observado mientras le disparabais a Igor Vasiliev.

Sois un monstruo. Esas tres palabras no habían salido de sus labios, pero era lo único que le faltaba a su perorata. Solo confirmaba los peores temores de Leonid a sí mismo.

—Pero he decidido callar. No conocéis todos los horrores que nos toca presenciar, y no poder decir nada sobre ellos es frustrante. Sin embargo, tengo la inteligencia suficiente para saber que me sería útil saber algunos sucios secretos de esta Corte.

El mundo parecía desvanecerse al alrededor de Leonid. Había metido la pata tal como lo habría hecho Sergéi. Le habían descubierto. Ahora todos creerían que la Emperatriz Catalina II de Rusia era una sanguinaria —cosa que no era muy alejada de la verdad, si se habla con honestidad— y que eliminaba a sus enemigos bajo las narices de todos. Se sentía como el más imbécil de los hombres; como un niño que la había cagado hasta el fondo con tan solo obedecer lo que le pedían.

—He sido puesta al cargo de la señorita Charlotte de Langlois y, como es natural, me ha tocado entrometerme en sus pertenencias. Creo que he encontrado ciertos... objetos que pueden ser de vuestro interés.

—Es inaceptable que... —comenzó el joven, pero Nelli no dejó que le cortara.

—Está desayunando en los aposentos de la señorita Ananenko, por lo que no hay peligro si es que deseáis revisar sus alhajas para asegurarse de la veracidad de mis palabras. Ella posee una pistola, señor Vyrúbov. ¿Cuán frecuente es que una dama tenga un arma? Y si vierais su correspondencia... Sé a la perfección que sois un asesino pero, por lo que he visto, protegéis el trono. Decidme, ¿no os parece sospechosa? Su madre enfatiza en el hecho de que tiene que cumplir una tarea, y estoy segura de que no es encontrar un pretendiente rico. Veis, sé bastantes cosas.

Lo había confirmado: la mujer frente a él le inspiraba algo cercano al terror. No se había dado cuenta de que la servidumbre podía estar en todas partes, lo cual les hacía perfectos espías. Se lo comentaría a Deznev más tarde.

Al menos ya tenía la certeza de que Charlotte de Langlois era una conspiradora. Era extraño que una mujer poseyera un arma de fuego, y aún más si la llevaba consigo, pues eso significaba que sabía utilizarla.

La postura de Nelli denotaba la seguridad en sus palabras. Al joven le chocaba la naturalidad y osadía con la que ella se dirigía a él, mas eso solo significaba una cosa: estaba segura de su victoria sobre él, y de que conseguiría lo que deseaba.

—¿Qué quieres a cambio? —preguntó el hombre con inocencia.

—Quiero un título.

Aquellas palabras se hundieron en la conversación como un yunque, ocasionando un incómodo y profundo silencio. La mirada castaña de Nelli aún emanaba confianza, como si solo estuviese viendo un juego en el que no había opción de perder.

—¿Un título? —repitió, anonadado.

—Un título de nobleza, ¿es que no entendéis?

—Eso no te lo puedo conferir.

—Entonces, ¿quién? ¿La Emperatriz? Si he de contarle todo esto, me lo dará.

—Así no es como funciona.

—Pues haced que funcione. Sino, ¿os gustaría que gritase a los cuatro vientos vuestro pequeño secreto? No importará que sea parte de la servidumbre; Charlotte de Langlois es una ama muy manipulable.

Un manto sombrío se extendió sobre la expresión de Leonid. No lo permitiría. No metería la pata una segunda vez.

—Eso no será posible.

—¿Y quién me detendrá? ¿Vos? Sois solo un niño. Un muchacho que ha madurado demasiado rápido y se ha metido en juegos de mayores solo por compensar los errores de vuestro hermano mayor. Un chiquillo que, a base de asesinatos con el pretexto de hacerlo por un bien mayor, se ha convertido en un monstruo.

No lo harás. En menos de un instante, tomó a Nelli de la cabeza, inmovilizándole. La daga que el rubio había guardado en su chaqueta se encontraba en su cuello, y en un rápido movimiento el metal cortó la piel de la criada, rebanando su yugular con facilidad. En pocos segundos, la sirvienta yacía en el suelo, desangrándose.

Había sido tan simple. Tan rápido. Tan escalofriantemente fácil.

Ella tenía razón. Era un monstruo. Pero tal vez un monstruo que la monarquía rusa necesitaba. Por fortuna —o desgracia— era bueno en eso.

La sangre manaba de la herida de la mujer con intensidad, de tal modo que ya comenzaba a manchar la alfombra. El sabor metálico en la lengua del señor Vyrúbov ocasionó que mirara el cuerpo con asco, y retrocedió unos cuantos pasos para observar su siniestra obra sin mancharse los zapatos con el líquido escarlata.

Los ojos oscuros de Nelli observaban el techo lejanos e inertes, mientras el color de su piel se tornaba a una palidez mortal. Con el pliegue de su vestido, Leonid limpió la sangre de su cuchillo, y lo guardó en su lugar. Esto comenzaba a sentirse como una rutina. Una siniestra y oscura rutina que amenazaba con engullirle junto a su cordura. Sus pesadillas empeorarían; eso era seguro.

Y una joven le vigilaba. La criada que había recibido a la fémina que ahora yacía muerta observaba la situación con temor, bajando sus ojos oscuros ante la mirada acusadora de su amo.

—No dirás nada de esto, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza, aterrada. Sin embargo, al hombre le invadió la inseguridad. Si Nelli había estado dispuesta a contar todo lo que sabía sobre Charlotte de Langlois, ¿qué detendría a esa chiquilla de hacer lo mismo?

—Trae al barón Kozlov y dile que arregle este desastre. Yo tengo algo que hacer.

La muchacha asintió y corrió fuera de los apartamentos. La suerte estaba echada. Podía temerle a la muerte a manos de su amo o atreverse y contarlo todo.

Asegurándose de que no había rastro de la sangre de su víctima sobre su ropa, Leonid salió finalmente al pasillo. Tras un momento de desorientación, recordó que Nelli había mencionado que su ama se encontraba en las habitaciones de Zoya Ananenko. Perfecto.

Quería terminar con esto. Si necesitaba conocer las razones por las que la señorita de Langlois deseaba matar a la Emperatriz de Rusia, tendría que ser más directo con ella. Sino... bueno, tendría que hacerle caso a lo que mandaba Deznev. De una vez por todas, ella tendría que caer.

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