XVIII: Buenos días, aquí tienes una copa de vodka en la cara
—Sergéi Aleksándrovich Bezpálov, eres el peor primo que he visto.
—Buen miércoles a ti también, Nadya.
—No vengas con cortesías, Seryozha. ¿Qué ha sido eso de ir a la ciudad con la señorita de Langlois y no decirme nada sobre ello? ¡Y además has estado paseando por los jardines con ella!
Oh, mierda. El hijo del conde Bezpálov había luchado para que ella no le obligara a contar los vergonzosos detalles que incluían esas salidas. A pesar de todo, se había enterado. A veces le daba algo de miedo que, incluso recuperándose de una herida de bala, la señorita Ulianova tenía oídos en las paredes.
—¿Cómo...?
—Tu amigo soltero vino ayer por la noche a visitarme también, y me ha contado lo de vuestro pequeño paseo a la ciudad.
Tenía que ser. Una de las desventajas de su amistad con Leonid era que Nadya también era para él el equivalente de una hermana pequeña.
—¡Quince días! —continuó— ¡Treinta veces en las que no pronunciaste palabra sobre ello! Imagínalo, fue por Lidiya que me enteré que paseasteis por los jardines los dos solos. ¿Cómo te atreves a ser tan malo conmigo como para no contarme estas cosas?
Hizo un puchero irritado. De vez en cuando solía ponerle una pizca de dramatismo a sus quejas.
—¿No querías desayunar? —preguntó Sérgei, cambiando el tema con brusquedad. Nadezhda solía ser apacible, pero se trasfiguraba en una verdadera fiera cuando se le escondía algo. Protestaba diciendo que le hacían sentir como una niña pequeña, y después pasaba unas horas portándose como una.
—Oh, claro. Ayúdame, ¿qué no ves que no puedo moverme?
—Santo Dios, Nadya, no seas tan dramática. El médico dijo que era superficial. Ha pasado una quincena.
—¡¿Dramática?! ¡¿A mí me estás diciendo dramática?! Tú fuiste el que rasgó mis vestidos en urgencia de una venda, Seryozha.
—Había mucha sangre.
—De todos modos —suspiró Nadezhda, sacudiendo sus rizos rojizos con vehemencia—, ¿por qué estaría aquí encerrada por mi voluntad? Se hace terriblemente aburrido, y de vez en cuando... mi madre sale de su cuarto.
Ella tembló. Aunque Sergéi sabía que le profesaba cariño a esa mujer, la verdad es que Tamara Ulianova había perdido parte de su cordura desde que su marido y su hermano fueron a la guerra. No verlos volver le enloquecía, y con frecuencia se descargaba sobre Nadya hasta que decidió que se quedaría en su cuarto para no hacerle daño a nadie en algún arranque de ira.
—Tal vez si te quedaras quieta por un momento podrías irte de aquí.
—No me sentía así de atrapada desde mi decimoquinto cumpleaños. Lidiya debe de estar riéndose de mí.
Con todas las quejas de su prima, el único pensamiento que acudía a la mente de Sergéi era el recuerdo de la pelirroja sangrando y haciendo bromas cuando él chillaba por dentro. Era una sensación que no quería repetir y, aunque sospechaba que el extraño grupo en el que estaba metido Leonid había tenido la culpa, confiaba en las palabras que él le había dicho. Era su amigo. Nunca le mentiría.
—Odio tener que quedarme aquí por esta herida del demonio —gruñó mientras se sentaba ante la mesa.
Sergéi sonrió.— Ese lenguaje... Tu madre te mataría, Nadya. Te diría...
—Que las señoritas no hablan así, y que esas palabras pertenecen a los barrios más bajos de Moscú. ¿También te has aprendido su discurso, querido primo? Vaya, hemos pasado demasiado tiempo juntos. De todos modos, se me viene a la mente una de las damas de la Corte que no tiene precisamente una lengua de oro.
Él frunció los labios. Sabía a la perfección a quién se refería y, aunque le era imposible ignorar el hecho de que Zoya Ananenko solía maldecir como marinero, no podía evitar recordarla.
Con una sonrisa juguetona dejó atrás el pensamiento. Tenía que concentrarse en su ahora. Nadya requería con urgencia una subida de ánimos, y estar lloriqueando por no ser correspondido en el amor no le ayudaría.
—¿Qué deseas saber sobre el mundo exterior, prima mía?
Sus cabellos flotaban sobre sus hombros como cuando aún eran niños. Sus ojos grises brillaron con diversión. Esperaba esa pregunta más que cualquier otro comentario del joven, y solo se limitó a contestar cuando ya tenía una sonrisa instalada en los labios y un pastelillo entre sus dedos.
—¿Cómo es la señorita de Langlois?
Sabía que haría esa pregunta. Conociendo a Nadya, era imposible que no la hiciese. ¿Qué decirle? Sí, me he caído bajo su ropa. No se ríe de mis chistes. Huele a perfume, rosas y jabón. He dejado que se congele en una noche de invierno.
—Es... —Sergéi titubeó. Tenía que elegir con cuidado sus palabras en presencia de su prima— agradable, supongo.
—¿Agradable? ¿De verdad vas a ignorarme así y no me vas a contar todo detalle sobre vuestros encuentros?
Él no contestó. Más valía callar, pues los hechos de los recientes días pasaban por los oídos de la señorita Ulianova, a su primo solo le esperarían reprimendas de su parte.
—Bueno, si has terminado, creo que debo irme.
—¿Qué? —estalló la pelirroja— ¡Apenas me he sentado! ¡Sergéi Bezpálov, vuelve en este instante! ¡No me has dicho nada!
Nadya no era rápida debido a su estado, y para cuando su primo estaba en la puerta ella aún batallaba con las sillas. No quería dejarle sola, pero tampoco deseaba hablar más sobre las vergüenzas que había pasado con cierta señorita francesa. Aún quedaba vigente el primer baile de ella en Rusia, cuando tropezó y cayó bajo sus faldas juzgado por las miradas de todos.
Mejor era ignorar aquel recuerdo el mayor tiempo posible. Ya ni siquiera podía evitar cohibirse ante la presencia de la señorita de Langlois al rememorarlo.
En el pasillo y al fin a salvo de las interrogaciones de Nadezhda, Sergéi no encontró a nadie. Ni siquiera un sirviente se divisaba, aunque todo ello lo atribuyó a la hora del día. Todos debían de estar desayunando, o... durmiendo, como lo habría hecho él de no ser porque su prima requería de su presencia.
Bueno, todos menos alguien.
Sin preocuparse de ver si algún cortesano venía por el corredor, no miró hacia ambos lados, como quien cruza las avenidas sin advertir un carruaje. Por desgracia, el carruaje en este caso era Zoya Ananenko.
—¡Joder, señor Bezpálov! —vociferó con irritación.
Al menos no había caído encima de ella. Sin embargo, la dama no veía el mismo alivio que él, y entre quejas se lamentaba de que el contenido de su copa fuese vertido en su vestido por haber chocado con Sergéi.
—Perdonadme, señorita...
—Las disculpas no me arreglan el vestido. ¿Es que no veis por donde vais, acaso?
El joven solo pudo repetir las palabras que había dicho, ligeramente intimidado por sus palabras directas y su lenguaje vulgar. Le ocurría cada vez que estaba frente a ella.
—De igual modo, sé que podéis ayudarme de algún modo. Busco a vuestro amante.
—¿Quién?
—Amante, pretendiente, amigo, ¡lo que queráis! Al señor Vyrúbov. ¿Le habéis visto?
—No, ¿por qué le necesitáis, si se puede saber? —preguntó con voz inocente, decidiendo ignorar lo que había sugerido Zoya con llamarle amante.
—Supongo... —reflexionó, mirando su copa de líquido transparente medio vacía. Su mirada y su aliento sugerían que estaba algo bebida, y que el contenido de su vaso no era agua— que iba a lanzarle esto a la cara, pero como vos me lo habéis derramado en el vestido, he de creer que tiene otro destino.
Levantó la copa y el vodka voló hacia el rostro de Sergéi, quien retrocedió un paso, movido por la sorpresa. Los finos labios de Zoya esbozaron una sonrisa, enmarcada por su peinado deshecho. Al menos le había hecho reír.
—Gracias —murmuró él, saboreando el alcohol que mojaba sus labios—. Es refrescante.
—Lo es, de hecho. Ahora, ¿podéis decirme dónde está Leonid Vyrúbov o tengo que romperos la copa en la cabeza?
—Puede estar en el salón, he de suponer...
—Os lo agradezco. No deseo quebraros un cristal en la cabeza; eso se lo reservo a él. A la pobre señorita de Langlois solo le infunde incertidumbre con su cobardía.
Espera un segundo. Sergéi se detuvo, sobresaltado por escuchar aquel nombre. Sentía como si le persiguiese, ¿por qué nadie dejaba en paz a la pobre francesa?
—¿Por qué...? ¿Por qué la señorita de Langlois?
—Oh, ¿no os habíais enterado? Vuestro amigo dice declarar amor eterno por ella. Yo estuve presente. Aunque, si os soy honesta, esto me parece una mentira, y me huele tan mal como los bárbaros turcos. La pobre de Charlotte de Langlois no se atreve a ir a su encuentro, y el señor Vyrúbov es demasiado cobarde como para mostrarse. Pienso arrastrarle hasta la presencia de ella.
La atención de su interlocutor no llegó más allá de amor eterno. ¿De verdad estaban hablando de Leonid? La última vez que había dicho algo así fue pocos días después de la presentación de la señorita Ananenko, prometiendo un cariño profundo a dicha dama. Incluso en ese caso, él había interrumpido el compromiso. De eso habían transcurrido cuatro años.
¿Y Charlotte de Langlois? Tenía que darle la razón a Zoya; aquella pareja era difícil de creer. Con lo poco que conocía a la francesa, sabía que eran completamente opuestos. Ella no mataría ni a una mosca, y él era un asesino hecho y derecho. Además, después de todos los intentos de que esa rubia y Sergéi salieran juntos —con resultados desastrosos, pero aún así—, le era sorprendente que la causa de aquello fuesen sentimientos románticos hacia la recién llegada.
—Es una pena —se lamentaba Zoya—. Tenía esperanza en vosotros dos. Después del episodio de las faldas, sabía que un desgraciado como vos y un alma inocente como ella serían buena pareja. Y también tengo mis apuestas en vuestra relación con el señor Vyrúbov.
Guiñó un ojo y sonrió; aquella sonrisa divertida que tan difícil era de ver y que contadas eran las veces en las que Sérgei podía admirarla. Antes de que pudiese responder, Zoya se alejó con pasos rápidos, cual niña pequeña que corría por los pasillos del palacio.
Pero habían cosas más importantes. Él también tenía que encontrar a Leonid, pese a que no era para romperle una copa en el rostro. Solo quería aclarar todo este embrollo en el que le había metido junto a los desconocidos sentimientos de su amigo hacia aquella francesa de aspecto inocente.
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