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XVII: Un encuentro vergonzoso con cierto caballero... de nuevo

¿Qué haría Zoya?

No, Charlotte no debía preguntarse eso. Si estuviese en su situación, la señorita Ananenko probablemente le golpearía en la nariz con una bandeja. La francesa no lo haría nunca. Aunque, de todos modos, su amiga ya habría matado a la Emperatriz y estaría a miles de kilómetros de allí, volviendo a Francia como si nada de lo que había ocurrido el año anterior hubiese pasado.

El señor Vyrúbov se encontraba frente a ella, y la chica notó que sus manos comenzaban a sudar. No quería cumplir el objetivo que aparentaba al llegar allí. No solo por temor a su madre, sino que el recuerdo sutil de su prometido muerto se asomó en su mente antes de que pudiese evitarlo.

Charlotte vio los ojos del hombre despegarse de su figura, distraído. Eso le otorgó un par de segundos para esconderse. ¿Adónde? Era inútil. El salón solo estaba poblado de mesas de juego y perfumados cortesanos...

En un impulso desesperado, se sentó frente a un desconocido. El resto de la gente cubriría su figura de las miradas de Leonid Vyrúbov. Agradeció, por un momento, ser de corta altura.

Le siguió con la mirada, asegurándose de que no se le acercara. De pronto, una voz llamó su atención.

—¿Qué se os ofrece, señorita de Langlois?

Oh, mierda. De todas las personas que podían haber sido, tenía que ser él. La francesa casi deseó que hubiese sido un desconocido.

—Buenas... buenas tardes, señor Bezpálov —tartamudeó, volviendo la cabeza hacia sus tormentosos ojos grises—. No sabía que erais vos.

—Yo tampoco me esperaba veros, señorita. ¿Cómo os ha ido en vuestra presentación ante la Emperatriz?

—Estabais presente; lo sabéis perfectamente.

Charlotte no deseaba ser cortante en lo absoluto. Sin embargo, el penetrante color de su mirada la incomodaba, y no podía evitar cerrarse ante aquel hombre que acostumbraba meterse bajo las faldas de las damas y —según los relatos de Zoya— cometer imbecilidades a menudo.

—¿Cómo se encuentra vuestra prima después del accidente del bordado?

Ahora fue él quien tragó saliva, cohibido. La rubia intuyó que se sentía igual de avergonzado que ella, si no es que más. Ambos querían salir de allí rápidamente, y alejarse lo más posible el uno del otro para no rememorar lo ocurrido un par de días atrás en su pequeño paseo en la ciudad.

—Se le ve en bastante buen estado. Está triste por reposar; yo la notaba ansiosa por relacionarse con vos.

—¿Conmigo? —preguntó sin mirarle. Sus ojos estaban fijos en la rubia peluca de Leonid Vyrúbov y su mente en idear un plan para evitarle.

—Sois una visita en la Corte, señorita. Las damas jóvenes, como es el caso de mi prima, deben de estar muy interesadas en vos. ¿Recibíais visitantes cuando estabais en Versalles?

Sus pensamientos no conectaban con la conversación. Entre el señor Vyrúbov, la incomodidad que sentía y los recuerdos que le evocaba la mención de su antiguo hogar, responderle era lo de menos.

—Sí, aunque en este momento no logro recordar muchos detalles sobre ellos. Los ingleses eran terriblemente aburridos.

Silencio. La francesa no se atrevía a levantar la mirada y, por lo visto, Sergéi tampoco. Incómodo, el hombre frente a ella miró hacia la ventana, donde se divisaban los jardines cubiertos por una gruesa capa de nieve que teñía el paisaje de un blanco inmaculado.

—¿Habéis visitado los jardines? —preguntó con ligeros tintes de curiosidad.

—No... —titubeó. Lo que él implicaba en su invitación podía liberarla de tener que enfrentarse al señor Vyrúbov, al menos por ahora. Después de ello, solo se dedicaría a evitarle hasta... bueno, hasta que se volviera loca—, pero me encantaría conocerlos.

El frío de mediados de enero se clavaba en la pálida piel de Charlotte como dagas de hielo. No había sido buena idea salir de su habitación sin un abrigo apropiado, y ahora se arrepentía de tomar esa decisión.

Además, eran ya las cinco de la tarde, lo cual conllevaba la oscuridad de la día ya acabado. Aborrecía los días tan cortos propios del invierno. Las nubes, la oscuridad y el ambiente helado solo hacían que quisiera enterrarse en sus sábanas para no salir hasta entrada la primavera.

—Al parecer, tenemos la desgracia de salir siempre cuando oscurece, señor Bezpálov.

—Yo no lo veo como una desgracia, señorita de Langlois —respondió él con una sonrisita—. Ahora estamos dentro de los terrenos del palacio, y no estamos expuestos a los peligros de la noche.

No eran esos peligros los que perturbaban su calma. No, lo único que le preocupaba era el hombre que tenía a su izquierda, que caminaba con ella a un mismo ritmo por los senderos vagamente iluminados por las resplandecientes lámparas de araña del edificio.

A pesar del frío ambiente de febrero, se divisaban parejas bebiendo, festejando y en ciertas circunstancias en las que Charlotte no quería interferir. El hombre a su lado solo se limitaba a rehuir sus ojos verdes. Ambos parecían poseídos por el mismo nerviosismo a intercambiar miradas, como si eso significase que ya no eran meros conocidos.

Le recordaba un tanto a su prometido. Claro, no se parecían en lo más mínimo. La cabeza de Armand era adornada por rizos rubios y profundos ojos del color de la tierra, mientras que el señor Bezpálov era castaño y de orbes grisáceos, tintados de una indecible expresión entre travesura infantil y constante vergüenza.

No, en su carácter estaba la similitud. Armand de Allix y Sergéi Bezpálov compartían la capacidad de hacer sonreír a la gente con facilidad, aunque el primero lo hacía de un modo más respetable y el segundo, con las idioteces —en palabras de Zoya— que ejecutaba frente a los cortesanos.

Sin embargo, eso último hacía que, de algún modo, el ruso fuese más... entrañable. Como si pudiese ser —descontando la dudosa amistad de la señorita Ananenko, claro está— su único amigo en las desoladas y solitarias tierras del Imperio Ruso.

Caminaron en silencio por un rato; la mente de Charlotte llena de aquellas reflexiones. Su acompañante solo posaba su mirada en los árboles que se aproximaban con cada paso, e intentando ignorar a los hombres que allí se besaban.

Cada uno de los cabellos en la piel de la señorita de Langlois estaban erizados por el frío. No dijo nada. No iba a pasar otra vergüenza ante el señor Bezpálov. No obstante, los temblores que la recorrían debieron de haberse notado, pues no pasó mucho tiempo antes de que escuchase otra vez la voz del caballero.

—¡Señorita de Langlois, estáis temblando! ¿No desearíais entrar?

—No... me encuentro a la perfección, gracias —murmuró, aunque su labio inferior indicaba lo contrario.

—Oh, perdonadme, perdonadme. Seré imbécil, ¡no lleváis abrigo!

—No os preocupéis, señor; ha sido mi error no haberlo traído al salir.

Culpándose el uno al otro con expresiones cargadas de cortesía enzarzadas en una discusión que rozaba la idiotez, habían llegado al pasillo del ala oeste del Palacio. La tibieza del interior recibió a la francesa con un cálido abrazo.

Estaban lejos del salón. Lejos de aquel hombre que la buscaba para hacerse su esposa.

¿Qué haría ahora? ¿Evitarle hasta que ella asesinara a la Emperatriz? Después de aquello, nada de su vida importaría, pues su madre la controlaría por completo. Allí, en Rusia, se sentía lejos. Lejos de la fusta de su madre que había conseguido en una tienda barata en Inglaterra. Lejos de los libros en ruso de los que Charlotte aprendía desde las cuatro de la madrugada. Lejos de las reprimendas, de las miradas despectivas, de sentirse una decepción.

Libre.

Y, por lo demás, no quería terminar con la vida de alguien. Por mucho que su madre lo desease, no se sentía capaz. En otro tiempo, tal vez. Pero matar a la gran Catalina solo destruiría miles de vidas en la Corte, además de condenar a muerte a la señorita de Langlois como una vulgar criminal culpable de regicidio.

¿Es que de verdad te importa?, habló la voz de su madre en lo profundo de su mente. Nuestras vidas fueron arruinadas primero. Y, de todos modos, no es como que el país fuese a caer en la miseria. Su hijo va a gobernar. Ella apoya la Revolución, y no nos ayudará a recuperar nuestras vidas. Es preciso eliminarla.

Esas eran las palabras con las que le había reprendido semanas atrás, y le había dejado en claro que su juicio no podía ser criticado. Charlotte no sabía mucho sobre la situación política fuera de Francia —y, de hecho, dentro de su país solo conocía a los revolucionarios que le habían obligado a exiliarse en Inglaterra—, pero su madre era astuta como zorra, por lo que podía confiar en ella sin temor.

Decidíase, pues, a evitar a Leonid Vyrúbov hasta que dejara de pretenderla. Esperaba que eso pasara tarde o temprano... si es que llegaba a pasar.

—Gracias por mostrarme los jardines, señor Bezpálov —dijo por mera cortesía. La verdad es que, con la oscuridad de la noche invernal, no se veía ya nada.

—El placer ha sido todo mío, señorita de Langlois, aunque he de creer que en la primavera la vista hacia el bosque mejora considerablemente.

Charlotte sonrió, aunque temió que se hubiese visto como una mueca de desagrado. Tendía a hacerlo cuando no estaba de ánimos para repartir sonrisas falsas.

Por fin, el ruso se alejó con prontitud, y la chica pudo irse a su habitación con libertad. Se sentía como una extraña en esos pasillos bañados de dorado, como si de repente una voz la condenara por obedecer los planes de su madre, tal como su conciencia azotaba sus pesadillas.

Mientras Nellya le desvestía en siniestro silencio, analizó la carta que se encontraba sobre la mesa; la que había quitado de las manos de Zoya. Conocía su contenido a la perfección, pero eso no significaba nada. Solo le ayudaba a mantener los pies en la tierra.

Era un recordatorio de que no estaba allí para disfrutar de bailes, entablar amistades o —qué ironía— casarse. Estaba allí para matar a la zarina Catalina y, si de algo estaba segura, es que su madre estaría muy decepcionada de ella.

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