XV: Investigar a una noble es meterse en su correspondencia
Si no hubiera conocido a Leonid Vyrúbov desde que tenía quince años, Zoya habría creído que su confesión había sido genuina.
Sin embargo, él no era un hombre precisamente expresivo. En los dos años que ese rubio la había cortejado, ella no había logrado franquear aquel muro impenetrable de su sonrisa burlona, ni llegar al fondo de sus secretos. Era lo único que envidiaba de Sergéi Bezpálov.
Por eso, sonaba bastante extraño que alguien como él fuera a la habitación de una dama a confesar su supuesto amor ardiente. Y sin duda no esperaba que aquella declaración fuese dedicada a Charlotte de Langlois.
Ella no era su amiga. Al menos, no aún. No podía convertirse en ello en tan solo cuatro días. No obstante, aparte de la compañía de Oleg, Zoya se sentía solitaria. La francesa era alguien dispuesta a ser su cercana, y no le negaría la oportunidad.
Después de ser descubierta espiando, la señorita Ananenko se retiró a sus aposentos con la emoción de leer la hoja de papel que había sacado del escritorio de la visitante. A juzgar por el pulcro francés que se veía en el sobre, era una carta destinada a ella proveniente de sus tierras. La curiosidad le carcomía.
No era hurtar cuando la información podía ser útil y de conocimiento público. Que a Charlotte no le agradara abrirse ante el resto no le sería un obstáculo. Aún se quedaba con la interrogante sobre el desenlace de su compromiso y, aunque dudaba que ese trozo de papel tuviese algo que contar sobre aquello, terminaría por saber más del pasado de esa rubia. Tenía que contentarse con algo.
Comenzó a leer con avidez la misiva encabezada por las palabras Mi querida hija...
Unos instantes después, alguien llamaba a la puerta. Zoya maldijo en silencio. No había interrumpido la lectura, pero sus indagaciones no habían dado resultado. Ese pedazo de papel no contenía nada relevante sobre la señorita de Langlois. Aparte de decir el nombre de su madre, era totalmente inútil.
Sin embargo, habían detalles que sin duda le llamaban la atención. ¿Cómo alguien podría notificar un progreso si se está hablando de un matrimonio? Había algo frente a sus ojos; lo intuía. Pero descifrarlo...
Un criado abrió la puerta que conectaba el dormitorio con la antecámara, y Charlotte apareció en el umbral. Postrada en el sillón, Zoya ni siquiera se molestó en esconder la carta de sus ojos verdes.
—Gracias a Dios te has vestido —bufó sin mirarle.
—Ha ocurrido algo terrible.
Su voz se había tornado en un susurro que amenazaba con estallar en llanto. La expresión plasmada en sus ojos verdes denotaba angustia total.
—¿Me vas a decir que estás así por la declaración del señor Vyrúbov? Haciendo a un lado lo extraño de su persona, es un buen partido. No te recriminaría nada si es que contraes matrimonio con él.
—No es eso...
—¿Entonces, qué es? ¡Habla! Con esa mirada pareces un cachorrillo abandonado.
—Alguien ha entrado en mi dormitorio. Y, antes de que lo menciones, no, no fuiste ni tú ni el señor Vyrúbov. Alguien se ha metido entre mis cosas y ha robado algo.
—Tal vez fue tu criada, ¿no lo has pensado? —sugirió la rusa con mirada suspicaz— Oh, estoy segura de que la servidumbre se ha robado la mitad de mis alhajas. No me extrañaría que te hubiesen robado algo.
—Ese algo era una carta de mi madre, y es importante. La... la necesito de vuelta.
—Oh, en ese caso... el asunto tiene fácil solución. He de creer que esto es lo que buscas.
Le mostró la hoja de papel que tenía entre sus manos, a lo cual ella respondió con un chillido de sorpresa casi inaudible. Con intención de arrebatarle la misiva, alargó la mano, solo para arrepentirse en el último momento.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó en vez de ello, con ligero temor en su voz.
—Charlotte, querida, creo que en el breve tiempo que nos conocemos has podido darte cuenta de varias cosas sobre mí. Me agrada conocer a la gente que me rodea. Si no vas a contarme sobre ti, debes suponer que voy a informarme por mis propios medios. Aunque tengo que decir que esta es una fuente de datos bastante deplorable.
Le entregó la carta sin más preámbulos. No desistía del presentimiento de que había algo escondido entre líneas, pero al menos conocía el contenido de aquellas palabras.
—Eh... gracias.
—Algún día de estos sabré algo sobre tu vida en Francia, Charlotte de Langlois. Sea de tu boca o no. Ahora —dio un aplauso para apresurar la situación—, ve con el señor Vyrúbov para hablar sobre la confesión. Y más te vale ponerme al día con los detalles.
Algo cohibida, ella asintió. Al cabo de unos segundos, se había retirado con rostro nervioso.
Y, hablando de cierto rubio ya mencionado, Zoya iba a tener una charla con él. Una charla que, muy probablemente, contendría amenazas por parte de ella. Bien sabía la rusa que casarse con Charlotte no era su intención. Conocía demasiado bien a Leonid —de hecho, habían algunas imágenes que deseaba borrar de su memoria—, lo suficiente como para entender que todo lo que concernía a él podía ser como una moneda: siempre con el otro lado oculto, misterioso, y en definitiva sospechoso. Si quería romperle el corazón a la francesa, la señorita Ananenko le rompería la nariz con gusto.
La señorita de Langlois era frágil, y eso se le notaba. Era una cualidad horrorosa si se estaba en un lugar como la Corte Rusa, y eso Zoya lo había aprendido desde pequeña. Todo aquel que mostrase algo de flaqueza o algún defecto, era condenado a las murmuraciones por parte de las damas, ella misma incluida. Un claro ejemplo de ello eran Sergéi Bezpálov y su prima chillona.
La francesa le inspiraba pena. No dejaría que ella fuese destruida después de todas las miserias que habían acontecido en su vida tan solo unos meses atrás, con el estallido de la llamada Revolución.
Decidida a darle una buena reprimenda a Leonid Vyrúbov, se levantó del sillón y arreglóse las ropas. Habría continuado hacia el pasillo de no ser por la repentina aparición de un hombre en la puerta de la antecámara.
—Buenas tardes —murmuró Oleg con frialdad.
—Buenas tardes —correspondió ella con una sonrisa.
—¿Habéis tenido un buen día?
Su tono era frío, duro, impenetrable. Sin embargo, Zoya ya había aprendido a leer el difícil lenguaje de su cuerpo. Oleg Sutulov era verdaderamente el hombre más inexpresivo que conocía, pero dicen que el amor doma a las bestias. Al menos, eso esperaba.
—No en realidad —bufó, sentándose de nuevo sobre los cojines bordados—. Charlotte de Langlois ha escupido vodka en mi vestido nuevo. ¿No olís el alcohol sobre mí? Y no, no me refiero a mi aliento. Es horrible. Mi cabello sigue pegajoso y despeinado, y los criados son demasiado inútiles como para poder arreglarlo. ¿Cómo os ha ido a vos?
—Bien. Ha ocurrido lo cotidiano, he de suponer.
—No os he visto en la presentación de la visitante francesa.
—Eso es porque he... estado ocupado.
—¿Se puede saber qué ocupa tanto vuestra atención?
—Negocios. Propiedades en el sur. Asuntos varoniles que no son de vuestra incumbencia.
Asuntos varoniles. De vez en cuando, la señorita Ananenko deseaba ser alguno de esos asuntos. Tal vez, de esa forma, Oleg le dedicaría tanto tiempo como el que le daba a esos. Apenas llevaban un mes comprometidos, pero ella estaba segura de que su relación debía ser diferente.
—Gracias por estar aquí —susurró Zoya contra su pecho, envolviéndole entre sus brazos para abrazarlo.
No solo lo decía porque apestaba a vodka, ni porque se hiciera un espacio en su apretada agenda de asuntos para verla. Era un simple gracias tras un favor impagable: quererla. Quererla cuando todo el mundo la aborrecía y la consideraba un grano en el trasero de toda la Corte. Quererla cuando el resto solo la veía como una dama chismosa, a la moda —aunque eso no le incomodaba— y con una lengua venenosa.
Y la besó. Posó sus tibios labios sobre los suyos con casta suavidad. Era la primera vez que recibía aquella caricia de su boca en el que se notaba cariño, y no un arrebato pasional. Había recibido muchos besos de Leonid durante el tiempo en el que estuvieron comprometidos cuatro años atrás, pero con otro hombre se sentía igual que cuando sus labios perdieron su virginidad.
—De nada —susurró.
Zoya sabía que entre ellos existía la chispa. Lo quería. Él era la roca que impedía que se desmoronase ante las calumnias que se contaban sobre ella; ante lo que sumía su vida en una oscuridad insondable sin la esperanza de encender una vela para alumbrarla.
Incluso cuando el cuerpo de Oleg desprendía un aroma desconocido. Incluso cuando sus besos tenían el sabor de otros labios.
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