XLVII: Demasiada resaca para tan pocas copas de champaña
Marzo estaba por comenzar y, a pesar de que el hielo aún no desaparecía por completo, el señor Bezpálov se las había arreglado para conseguir un ramo de flores. Nadya le miró con expresión coqueta.
—Esas no serán para mí y mi maravillosa recuperación, ¿verdad? —murmuró con el sarcasmo notable en su voz. Su cabello rojo flotaba sobre sus hombros mientras comía un pastelillo, como si la fiesta en la que había cundido el pánico no hubiera ocurrido dos días atrás y estuvieran desayunando como todos los días.
—Me temo que no, querida prima.
—No puedo creer que hayas necesitado un día completo para poder reponerte. ¿En qué situación has metido la pata de tal modo que no te has atrevido a mostrar tu rostro en la Corte por veinticuatro horas?
—En el Baile se escuchó un disparo —dijo él, más como una declaración que una respuesta—. Todos han necesitado tiempo para entender que habían sido un error. De todos modos, yo fui el que encontró el cadáver del señor Deznev cerca de los apartamentos de la Emperatriz, al igual que el cuerpo inconsciente de la señorita de Langlois.
Ella soltó una carcajada apagada al escuchar el nombre de la francesa.
—Tenía fe en ti. ¿Es que nunca puedes tener una buena noche, sin que tú u otros la arruinen metiendo la pata?
—Al parecer todos son días malos para mí —concordó con una risita, pasándose una mano por el desordenado cabello castaño.
La verdad era que la noche de la fiesta había sido un caos. Encontrar el cuerpo inerte y desangrado de un anciano tan cerca de los aposentos de la zarina había hecho que el miedo poseyera a cada uno de los nobles en el Palacio, y descubrir que en el mismo lugar la visitante francesa había sido herida de bala y hallada inconsciente junto al hombre que —según lo que había dicho Leonid— era el jefe de los sicarios del trono solo lo había acentuado. Había recaído en los hombros de Sergéi esclarecer la información, pues él había sido el primero en llegar.
Daba gracias a Dios por haber podido improvisar una historia oficial y creíble, tanto que había durado un día. Solo podía esperar por más. Había mentido por la señorita de Langlois, y si alguien descubría la verdad morirían ambos.
Era una de las ocasiones en las que el lado sensato de Sergéi deseaba propinarle una patada a la otra mitad. Había sido estúpido, sí, pero no podía evitar pensar que Charlotte no tenía la culpa. Había algo que no entendía y, hasta que llegara el día en el que llegara al fondo del asunto, ninguno de los dos conocería la calma. Además, Leonid se proponía matarla, lo cual no hacía más fáciles las cosas.
No estaba seguro de si era buen momento para preguntarle si quería ser cortejada por él, y las flores terminaban por hacer su apariencia aún más ridícula. Sería patético para el ruso una negativa por parte de ella, pero nada perdería al intentarlo. Claro, quizá la dignidad, pero ya tenía demasiada mala fama en la Corte como para preocuparse por ello.
De igual forma, tenía una herida de bala en el brazo derecho, así que en definitiva no era una circunstancia ideal en la que preguntárselo. Su pistola había fallado de algún modo, y en vez de haber recibido él el disparo, la señorita de Langlois había sido víctima de sí misma y ahora no le era permitido salir de sus aposentos por orden médica.
Había decidido que no le gustaban las pistolas. Primero había visto a Nadya casi morir —pese a que el médico había dicho que solo era un rasguño— por la mano de un desconocido, y ahora la francesa había estado a punto de matarlo con una, baleándose a sí misma en el intento. A pesar de que nunca pudo saber quién había sido la persona que le había disparado a su prima, se rehusaba a pensar que la pequeña rubia con la que él había asistido al Baile era la culpable. No, había algo sucio detrás de todo esto. No era tan imbécil como para no notarlo.
Tras meditarlo un momento, dejó las flores frente a su prima, quien le observó con inquisitivos ojos grises. Deseaba parecer lo menos ridículo posible, y llevarlas solo para hacer esa mísera pregunta sí resultaba un tanto patético.
—Creo que es demasiado tarde para tratar de hacer una buena impresión, Seryozha —comentó la pelirroja sin mirarle. Parecía un tanto apagada desde la fiesta, como si el oír el disparo en medio de una pieza se hubiera llevado toda su intensidad y alegría. Quizá, con la llegada de su padre y su tío de la guerra, al fin se convertiría en la dama recatada y cortés que el resto esperaba de ella.
Él no contestó. Ella sabía a la perfección que su primo no quería verse desesperado por su mano. ¿Lo estaba? Un poco, pero no había necesidad de mostrarlo al mundo. Se limitó a hacer un gesto de burla y salió de sus habitaciones, dejando a Nadya sola al fin.
En los pasillos del Palacio de Invierno reinaba un vacío fantasmal. Si él no hubiese sabido la verdad, le habría creído a los cortesanos que pensaban que sus vidas habían sido amenazadas en la noche de la fiesta. El silencio era casi escalofriante. Muchos nobles habían sido asesinados dentro de esos muros, pero siempre había sido de forma discreta y sin duda mucho menos sangrienta.
Una criada de rostro apergaminado abrió la puerta tras escuchar un débil adelante por parte de su ama. La habitación estaba iluminada por el débil sol invernal del exterior, y Charlotte de Langlois observaba los jardines sentada cerca de la ventana. Sus rizos rubios caían en cascada por su espalda, y podía notar una venda bajo la manga derecha de su pálido vestido.
Él carraspeó, y ella volvió su cabeza al recién llegado. Estaba cansada. Sus ojeras enmarcaban sus tristes ojos verdes, y no hizo ademán de levantarse al ver llegar al señor Bezpálov.
—Estoy en reposo —aclaró—, así que puedo saltarme algunas reglas de cortesía. —Acto seguido, se dirigió a su criada.— Puedes retirarte.
Creía que iban a hablar sobre el Baile. Maldición. Había pensado en ignorarlo por completo, pero lo que había ocurrido esa noche no podía pasarse por alto. Estaban unidos, significara lo que significase. Esperaba que fuera algo bueno.
—Eh, yo...
—Mi cabeza va a estallar —se quejó la francesa.
—Quizá fue por la champaña.
—Sí, tal vez. Escucha, no sé por qué has mentido por mí. Ahora está en boca de todos que has encontrado muerto a ese anciano y a mí herida.
—Técnicamente es la verdad.
—No —lo cortó ella—. Si alguien sabe lo que pasó esa noche, ambos estaremos muertos. No somos héroes. No deberíamos morir el uno por el otro.
—Espero que no lleguemos a ser ejecutados, porque no forma parte de mis planes. Sé que hay algo detrás de esto. Si no quieres contarme, está bien. De todos modos, te ayudaré. No a matar a la zarina, claro, sino a escapar de lo que sea que te obligue a estar aquí contra tu voluntad.
—¿Cómo sabes que no ha sido por propia iniciativa? Nada me detendría de pensar que puedo matar a la Emperatriz de Rusia, ¿no? Digo, cualquiera podría...
—No comprendo qué ganarías. Estamos juntos en esto, Char, por fortuna o desgracia. Quiero creer que es lo primero.
—Estás comenzando a jugar un juego peligroso, Sergéi Bezpálov. Maldito sea el día en el que te conocí.
El ruso intentó forzar una sonrisa, pero Charlotte agregó:— Si no te hubiera conocido, no te habrías metido en todo esto.
—Al menos cuentas conmigo ahora.
Ella cruzó los tobillos y volvió la mirada verde a los jardines una vez más. Parecía nostálgica, como si estuviera recordando. Quizá una vida más allá de las tierras rusas; el pasado.
Él intuyó que era hora de retirarse. Tras esa conversación, ya no se atrevía a preguntarle si deseaba ser cortejada. Parecía que la noche del Baile había establecido un lazo secreto entre ellos, una confianza más allá de una amistad. No podía saber si eso era bueno o malo.
Al ver que se iba, ella lo llamó.
—¿Sergéi? Gracias.
Él esbozó una sonrisa. Si de algo estaba seguro, era que estaban juntos. No sabía si era de la forma en la que quería, pero tenían la confianza de dos personas que compartían un secreto. Un secreto que podía matarlos a ambos, pero no se detendría a terminar todo esto por el bien de ellos mismos.
Estaban irremediablemente unidos, para bien o para mal.
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