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XLIV: Donde un cortesano de mala reputación hace una fugaz aparición

Lottie había comenzado a entrar en pánico. Zoya tenía razón en decir que el miedo pronto se expandiría entre los participantes de la fiesta tras el ruido del disparo.

No tenía tiempo para reflexionar. Debía hacer lo que había pospuesto tanto tiempo. Eso había venido a hacer, y no podía seguir viviendo en la mentira que había armado a su alrededor, como si de verdad pudiera pertenecer a la Corte Rusa y no sentirse una impostora y un fraude.

Haberse dado cuenta de que acababa de enfrentarse a Leonid Vyrúbov, alguien que ya había manifestado sus deseos de matarla antes, en un duelo, no contribuyó mucho a calmarla. Solo pudo pensar en el triste destino de su vida si la señorita Ananenko no hubiese aparecido. Bueno, de todos modos, iba a morir. La única diferencia era que en la segunda situación haría que su madre estuviese orgullosa de que su hija venciera sus miedos y se convirtiera en una regicida.

Pensándolo de ese modo, no podía evitar creer que su amiga decía en parte la verdad al afirmar que Vérité de Langlois no estaba del todo cuerda. ¿Quién en su sano juicio se alegraría por un retoño que había comenzado a matar gente?

Los pasillos, para su buena suerte, seguían vacíos. Había estudiado hasta el último metro del Palacio de Invierno en los tres meses que había estado en Inglaterra preparándose para lo que estaba a punto de hacer, pero la falta de familiaridad con los pasillos del edificio, incluso después de cinco semanas, era un obstáculo. Si su misión hubiese sido matar a alguien dentro de los muros de Versalles, lo habría ejecutado sin problema.

Versalles. Esa palabra no hacía más que revivir recuerdos que sabía que no volverían jamás, pese a los esfuerzos de la marquesa de Langlois por demostrar lo contrario. Cerró los ojos, y por un momento se sintió en el que había sido su hogar.

En el verano, el aroma a naranja flotaba en el aire desde L'Orangerie, y el sol hacía el perfecto ambiente para un pequeño día de campo en los jardines. Ignorando el hecho de que los campesinos se habían tomado la fortaleza de la Bastilla, ese verano había sido el mejor de su vida. Había sido la envidia de la Corte con los cortejos de Armand de Allix quien, aunque no tenía mucho de buen mozo, era un buen confidente y poseía temperamento alegre. Si Charlotte no iba a casarse por amor, al menos quería que su futuro cónyuge fuese un amigo para ella. En pocas semanas, su dedo lucía un discreto anillo de diamantes. Eso había terminado por despertar los cotilleos de las damas.

Ella había sido incorregible hasta su presentación ante la Reina, e incluso entonces se las arreglaba para hacer alguna tontería. No olvidaba la vez en la que había dejado caer una vela sobre el pouf de su madre, poco antes de escapar del Palacio. Había sido un pequeño motivo de risa, y demostraba que en su persona aún había un rastro de pillería infantil. Que una joven, poco más que una chiquilla, se comprometiera con un hombre tan agradable como el señor de Allix —como si fuera poca la abismal diferencia de diez años entre ellos— suscitaba murmuraciones. Al menos había tenido suerte; otros le habían dado demasiada importancia a la posición en la Corte a la hora de contraer nupcias, tanto que llegaban al altar con personas que les triplicaban la edad.

¿Qué habría sido de ella si el levantamiento de los campesinos se hubiese resuelto en el acto? Estaría felizmente casada, despreocupada y, ¿quién sabe? Tal vez su vientre estaría llevando a un niño. Se estremeció. No le gustaba pensar en las posibilidades que podían haber detrás de alguna corrección del pasado.

De todos modos, la chica que ahora se encontraba con sed de sangre en los jardines del Palacio de Invierno en la capital del Imperio Ruso era muy distinta a la joven francesa que se había comprometido con el señor de Allix. A base de una no muy placentera experiencia en Inglaterra, la cual constaba básicamente de golpes y palabras dichas para herirla, Vérité de Langlois había formado en tres meses a una dama mucho más apropiada para el objetivo que se proponía. Una señorita reservada, hasta el punto de parecer fría, y silenciosa hasta ser creída tímida. La ventaja de una mujer subestimada es que siempre logra pasar desapercibida al cumplir su misión. Ese carácter se había transformado en la realidad de la hija, y la persona que había sido en su pasado se veía tan lejana que dudaba de que pudiera volver a ser como ella algún día.

Abrió los ojos con una exhalación. Estúpida. ¿Por qué no se concentraba en lo que tenía frente a sus narices? Estoy a punto de atravesar el pecho de una emperatriz con una bala. Debía repetírselo a sí misma cada tanto. Solo así tendría la seguridad en que podría hacerlo. Introdujo las manos en su vestido, buscando el arma que sellaría su destino. Todavía no había transcurrido demasiado tiempo desde los disparos, así que podía estar tranquila. También tomó la daga entre sus dedos. No era momento para dejar algún detalle a merced de la suerte.

¿Cómo se sentiría? ¿Cómo se sentiría jalar el gatillo, esperando quitarle la vida a alguien, confiando en la puntería y en el azar? No había sido tan tonta como para no haber practicado, pero nunca había utilizado una pistola para herir algo más que un trozo de madera. Tenía una puntería bastante aceptable para las semanas que le había dedicado, pero eso no significaba que todo estaba asegurado. Habían tantas cosas que podían fallar esa noche... en especial ella misma.

Basta, se dijo. No pensaría en futuros hipotéticos, por muy cercanos que fuesen. Debía poner atención al aquí y ahora. Requería su máxima atención para decidir cómo iba a sortear al guardia que caminaba en el pasillo.

Sabía que se estaba acercando a los aposentos de la zarina, pero no había contemplado el hecho de que la zona estaría rodeada de soldados. ¿Cómo he podido ser tan imbécil? La mujer estaba ya en los sesenta años, por lo que debía de haberse retirado temprano. Estaba justo donde Charlotte la quería, pero la seguridad era impenetrable. Soltó un pequeño gruñido de frustración. Tenía dos armas en mano, y aun así se sentía completamente indefensa ante la presencia del guardia.

El hombre en cuestión era demasiado viejo y decrépito como para ser merecedor del título. Las arrugas surcaban cada parte de su rostro, y daba el aspecto de tener más de cien años. Era sorprendente verle caminando. No tenía el uniforme propio de un miembro del Ejército, pero su postura alerta y el arma en sus manos le indicó la verdad. Si no era un guardia, al menos actuaba como uno y reaccionaría de igual manera.

Lottie tomó la pistola y la daga con mano firme y las puso detrás de ella. Con una honda inhalación, salió hacia el pasillo, intentando poner la expresión más inocente y borracha que pudo.

—Por aquí no quedan mis apartamentos, ¿verdad? —preguntó con voz chillona, exagerando su acento francés.

—Señorita de Langlois —saludó el caballero con voz rasposa, haciendo una inclinación—. No deberíais estar aquí. La fiesta está hacia el otro lado. Perturbáis el descanso de su Majestad Imperial.

—Oh, sí, lo sé. Veréis, he tenido un pequeño percance con el licor de frambuesa y ahora hay vómito en alguna de las vasijas del salón. —Soltó una risita, como si de una niña traviesa se tratara.— Además, he escuchado un disparo y me ha entrado un poco de miedo. ¿Lo habéis escuchado?

—Venid, os mostraré el camino.

Ella se acercó a él simulando falta de equilibrio —cosa que ya comenzaba a hacerse realidad en ella, pues la champaña ya estaba dejando consecuencias— y se tomó de su brazo, risueña. Esperaba que el viejo no se quebrara por apoyarse en él.

Vio la daga sobre su cabeza justo a tiempo. En un movimiento imperceptible el anciano había sacado un cuchillo escondido en su ropa y lo apuntaba directamente hacia abajo, hacia las venas que recorrían el cuello de la señorita de Langlois.

Ella se apartó, agarrándole la mano y encontrándose con sorprendente resistencia. No habría pensado que el hombre tenía tanta fuerza.

—¿Por qué todos desean matarme? —pronunció con voz inaudible, aunque la pregunta logró llegar a los oídos del supuesto guardia.

—Sabemos lo que os proponéis —gruñó él, forcejeando. Ponía todos sus esfuerzos en mantener en su posición el brazo de la daga, pues de otro modo le habría asestado un puñetazo en las costillas a la chica, las cuales ahora tenía indefensas. Era débil, después de todo.

¿Sabemos?

La francesa no tuvo tiempo de procesarlo, pues su agarre perdía fuerza y pronto el cuchillo descendería sobre su cuello. No tuvo más remedio que hacer lo primero que se le ocurrió: empujarle.

La daga rebanó la garganta del anciano con la misma facilidad que la de un cuchillo cortando mantequilla. La sangre no tardó ni un segundo en salir a borbotones, empapando la falda del vestido azul medianoche de Charlotte con un oscuro color escarlata. El olor metálico y a orina se hizo presente, y pronto las vestiduras grisáceas del muerto se tiñeron de rojo. Sus ojos seguían abiertos, contemplando el vacío para no poder volver jamás.

He matado a un hombre.

No, dijo una vocecilla. Nunca la había escuchado antes, como si haber matado al soldado la hubiera encendido. Ha muerto por su propia mano.

Se encontraba indecisa entre hacerle o no caso a la nueva voz que surgía en su mente, pero de lo que sí estaba segura era de que debía seguir adelante. Si el disparo había causado algo de escándalo, esto haría cundir el pánico por completo.

Solo dio un paso cuando escuchó que alguien más estaba presente. Sus pisadas se habían escuchado a varios metros de distancia, pero la miraba. Ella cerró los ojos y no volvió la mirada, dispuesta a continuar su camino.

—¿Charlotte? —dijo su voz en un murmullo poseído por el temor y el reconocimiento ante la rubia.

Ella soltó un suspiro ahogado. Había tenido miedo de este momento por demasiados días, pero nunca había pensado que llegaría al fin. Tener que enfrentarse a sus demonios cara a cara, y tener que revelarle las mentiras a las personas que había conocido y comenzaba a apreciar como verdaderos amigos, o quizá algo más.

—Sergéi...

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