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XLIII: Dejar inconsciente a la gente de un golpe es un sano pasatiempo

El cuerpo del señor Vyrúbov yacía inconsciente a los pies de Zoya. No había pretendido que el golpe con la bandeja que ahora tenía en las manos fuera tan fuerte pero, de todos modos, se lo merecía.

Su pistola había caído a la nieve, emanando una nubecilla de pólvora. La señorita Ananenko pasó su mirada preocupada del cuerpo del rubio al rostro de Charlotte.

—¿Te has hecho daño?

—No... aunque creo que una ventana debe haber tenido un mal final. ¿Y a ti? ¿Se ha dado cuenta de tu presencia?

—Si lo hubiera hecho, desde luego se habría esperado un golpe de mi parte.

Su mirada estaba tanto sorprendida como aliviada. El miedo había cruzado su expresión brevemente al ver que el señor Vyrúbov sacaba una pistola contra ella, pero le siguió la discreta calma ante la visión de Zoya detrás de él con un arma tan letal como una bandeja de oro en sus manos.

—El disparo debe haberse oído en los salones —advirtió la rusa. Puso su zapato de seda negra sobre el cuerpo desmayado del asesino de su prometido, como un cazador orgulloso de su presa—. Cundirá el pánico entre los asistentes y los guardias estarán alerta. Si debes hacerlo, tiene que ser ahora.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué arriesgas tu vida por mí?

Ella rodó los ojos.— Aún no lo entiendes, ¿verdad? No quiero que te maten. Aunque tú no los veas, hay más formas de salir de tu asunto. Eres mi amiga, Lottie. Ni aunque fuera la misma Emperatriz la que desea acabar con tu vida, no podría permitir que alguien te metiera una bala.

La rubia guardó silencio. Tenía entre sus pálidas manos la pistola de su padre, la cual, de haberse enfrentado a Leonid en un duelo propiamente dicho, habría utilizado para defenderse. No, esa noche Charlotte dispararía solo una vez, y Zoya esperaba que con ello no destruyera las vidas de todos.

Después de recibir un asentimiento por parte de la castaña, la señorita de Langlois siguió sus órdenes y desapareció del jardín nevado. Ya no había vuelta atrás. La señorita Ananenko esperaba no haberse equivocado al depositar su confianza en las decisiones de su amiga. Siempre se había enorgullecido de juzgar bien a las personas pero, dados sus últimos errores en cuanto a hombres como Leonid u Oleg, estaba comenzando a dudar. Oraba para que lo que pensaba sobre Lottie no fuera una equivocación.

¿Qué habría sido si la tan mencionada Violette de Rubin hubiera acudido en auxilio de Charlotte? Ella no era más que un fantasma del pasado de la francesa; un fantasma al que Zoya deseaba dejar donde estaba. Su amiga no parecía entender que su vida nunca volvería como era y, hasta que lo comprendiera, no podría sentirse parte de la Corte Rusa, un lugar donde era bienvenida.

Quizá la señorita de Rubin ni siquiera había existido y solo era un señuelo creado por la marquesa de Langlois, la madre de la visitante. Poco había oído la señorita Ananenko sobre ella pero, a partir de lo que le había contado Lottie sobre lo que ella le estaba obligando a hacer, había decidido pensar que no era una mujer buena ni amable.

Bajo su zapato, el señor Vyrúbov tosió. Enarbolando su bandeja como una espada contra él, retiró su pie con lentitud y cautela, dejándole espacio para poder ponerse de pie.

Abrió sus ojos del color del cielo, pero ella no logró reconocerle en ellos. Habían sido poseídos por una mirada salvaje, casi inhumana, como un depredador dispuesto a atacar. Leonid Vyrúbov era un asesino sediento de sangre.

Se puso de pie, quitándose la nieve del traje. El lazo en su nuca se había deshecho, por lo que su cabello rubio estaba suelto y apelmazado. Si le hubiera visto desde lejos, habría pensado que era el mismo de siempre; carismático, apuesto y abrumadoramente irritante. Pero esos ojos... esos ojos le habían infundido terror.

Levantó la bandeja para golpearle de nuevo. Él la detuvo agarrándole la muñeca casi con violencia, sus miradas topándose en la oscuridad de la noche invernal.

—Te agradecería si no hicieras eso de nuevo.

Sus orbes azules habían perdido la violencia y el salvajismo con el que habían despertado, y en su lugar se encontraba la misma mirada anhelante, conquistadora y simpática que era clásica en él. Zoya le dio un pisotón.

—Lo voy a hacer una y mil veces más, imbécil. ¿Qué crees que estás haciendo?

—No lo entenderías —musitó, aún con su mano aferrada a la muñeca de la joven.

—Sí que lo entendería. ¿Qué me crees, una tonta? Si te tomaras el tiempo de darme una explicación, podría comprender. Te lo dije; podemos ser amigos. Los amigos no tienen secretos tan importantes entre ellos como la razón de por qué te paseas disparándole a las personas que son cercanas a mí. ¿Acaso eres un conspirador o algo así?

A pesar que ella lo decía con tono burlón, él no soltó una risa. Todo lo contrario, su expresión se volvió un muro de hielo.

—No lo entenderías —repitió. El tacto de sus dedos era cálido contra la piel de Zoya, pero era tan fuerte que casi le obligó a soltar la bandeja. Recogió su pistola con la otra mano mientras la chica le miraba, impotente ante su firme agarre—. Quiero protegerte.

—Oh, ¡no me vengas con esas idioteces! ¿Qué eres? ¿Un soldado? ¿Un guardia? Hasta que lo seas, no voy a creer un discurso así. No soy una ignorante, y eso lo sabes de sobra. Si tú eres el malo aquí, no necesito cuidarme de nadie más que de ti.

Ya no le importaba el hecho de que la tuteaba. Le podía llamar una zorra si eso deseaba, pero no le dejaría sin antes recibir alguna palabra sobre la situación. No solo porque la necesitaba, sino porque también quería saber si era digna de las confidencias del señor Vyrúbov. Si lo podía compartir con su mejor amigo, ella se enteraría con facilidad en algún momento gracias a la magia del cotilleo, aunque ambos sabían que era distinto escucharlo de los labios de una persona que oírlo en un rumor.

—Zoya...

—No. Si no me dices la verdad en este mismo instante, puedes ir olvidándote del privilegio de volver a hablarme. Es tu decisión.

—Mientras menos sepas sobre todo lo que está pasando, mejor. Eso no es mentira y lo sabes.

Dudó. Había escuchado gran parte de la conversación entre Charlotte y él antes del disparo. No tenía menor idea de a qué se refería con lo que estaba pasando, pero el nombre de su difunto prometido le había llamado la atención. A juzgar por sus palabras, Leonid no le había matado solo por haber estado a punto de golpear a la señorita Ananenko.

Recordó a Tasha Lavrova, su amante y también aficionada a amenazar cortesanas en callejones apartados. Ella no le había vuelto a ver tras la muerte de Oleg. ¿Cuáles habían sido sus palabras cuando Lottie habló con ella? El pueblo observa. ¿Por qué los campesinos de pronto comenzaban a soltar frases enigmáticas?

Estaba segura de que la señorita Lavrova tenía un papel en todo esto. Y Oleg. Y Leonid. Y el señor Bezpálov, quizá. Demonios, quizá hasta la exasperante chillona de la señorita Ulianova.

—¡¿Cómo voy a saberlo?! ¡Ni siquiera sé qué diablos está pasando aquí! Lo único que sé es que por alguna razón toda la gente anda en la Corte con diversas armas bajo la manga y es la primera vez que me entero. Y que tú crees que por algún deber moral tienes que perseguir a la señorita de Langlois, que solo sigue órdenes de su madre loca...

—¿Tú sabías de esto?

La voz del rubio era afilada como una navaja. Ella no había cometido un error. Decirlo o no no afectaría la misión y la vida de Lottie. En pocos minutos nada importaría... o todos se salvarían del caos que planeaba desatar.

—Claro que sí. Soy su amiga, tal como el señor Bezpálov lo es de ti. Pero, a diferencia de ti, Leonid Vyrúbov, ella sabe que necesita un hombro en el cual apoyarse. Tiene unas circunstancias muy desafortunadas.

—Desafortunadas, seguro. ¡Quiere matar a la gobernante de un país extranjero al suyo! ¿De verdad apoyas esto?

—¡Por supuesto que no, imbécil! Confío en ella y su buen juicio. No te mereces que te diga todos los motivos de por qué pienso así, pues necesitaría al menos una hora para explicarte por qué siempre tengo la razón y darte un par de bofetadas para que admitas la posibilidad de dejarla vivir.

Él calló. Por un momento, la señorita Ananenko pensó que su perorata había calado en su persona. Aunque no fuera suficiente para convencerle, le daría tiempo a Lottie para cumplir su objetivo... o no.

Sin embargo, en un segundo la expresión de Leonid se tornó falsamente trágica, como la de un héroe obligado a hacer algo doloroso y en extremo desagradable. Pero ella sabía que él no era ningún héroe, y desde luego no le era desagradable. Había visto la mirada en sus ojos al despertar. 

Matar le generaba placer, y ella no pudo evitar pensar que alguna vez había amado a ese hombre. ¿Había cambiado en realidad, o esa faceta siempre había estado en su interior?

—Es un peligro demasiado grande —murmuró, como si lamentara el hecho de que estaba a punto de asesinarla—. No puedo dejar que una conspiradora corra suelta solo porque piensas que no es capaz de quitarle la vida a alguien.

Por muy increíble que les pareció a ambos, la castaña esbozó una sonrisa irónica.

—No me has explicado nada. Espero que te agrade el futuro sin dirigirme la palabra.

Tomó la bandeja y golpeó con fuerza la cabeza de su interlocutor. Por segunda vez en esa noche, el cuerpo de Leonid Vyrúbov se desplomó inconsciente en la nieve.

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