XLII: Una cita en la nieve... con pistolas, cuchillos y bandejas mortales
—No te muevas —gruñó Zoya contra su pecho.
No era fácil quedarse quieto en medio del salón mientras la melodía flotaba en el aire como la humedad después de la lluvia. Las parejas bailaban a su alrededor mirando extrañados a una joven de luto, casi una viuda, agarrada a su antiguo prometido como si estuviese feliz de su muerte.
Tenía toda la razón al estarlo. Oleg Sutulov la había tratado como un desperdicio. La Zoya que él conocía nunca lo habría permitido. Sin embargo, comenzaba a plantearse que podía tener rostros de cuya existencia no tenía ni la menor idea, tal como los que ella estaba comenzando a descubrir en él.
Tenía miedo. No se había aventurado a contarle sus secretos a nadie más que a Sergéi y, a pesar de que mantenía cierta confianza con la señorita Ananenko —como una especie de amiga, enemiga y grano en el trasero al mismo tiempo—, no quería incluirla en esa categoría. Después de esa noche todo lo que debía esconder desaparecería de su vida, y la disfrutaría como siempre tuvo que haberlo hecho. no le importaba que fuera por poco tiempo antes de morir en manos de uno de sus compañeros como el señor Vasiliev que había perecido en las suyas.
Ahora, con la mejilla de Zoya contra su nervioso corazón, se sentía extraño. Parecía como si los dos últimos años no hubiesen ocurrido y siguieran juntos. No se sentía... correcto. Ignorar el quiebre de su compromiso era un error.
Podía percibir su furia, opacada por la euforia del momento reinante en el frío aire de la noche. Si le hubieran ofrecido la oportunidad de matar al joven que bailaba con ella, lo habría hecho con gusto. Pero algo más se encontraba en su mirada azul: calma. Una paz tan perfecta que no podría haber visto en otro lugar más que en sus ojos de zafiro.
Alejó su rostro de ella. Era una adicción peligrosa, en especial sabiendo lo atrayente que era su bruto carácter y lo mucho que —muy a su pesar— echaba de menos el tiempo que habían estado juntos. Pero las cosas habían cambiado y nada sería igual entre ellos. Sumado a eso, el drama que había suscitado en la Corte la muerte de Oleg Sutulov no traería consecuencias favorables para ninguno de los dos. Zoya pronto se convertiría en una princesa desterrada de la Corte, desamparada y condenada a tener un empleo como cualquier campesino corriente tendría.
Sus ojos se toparon con Sergéi y la señorita de Langlois al fondo del salón. Él no parecía darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. No deseaba arruinar sus ilusiones con la francesa, pero alguien iba a hacerlo tarde o temprano. No quería que se enterara cuando ella estuviera bañada en sangre imperial y ya hubiera matado a la zarina.
Los pasos de Zoya le obligaron a apartar la mirada de la pareja. Al parecer, sus reflexiones habían sido delatadas por su rostro pues, al volver los ojos a la señorita Ananenko, ella le plantó un pisotón en el pie izquierdo con toda la fuerza posible.
—Estás distraído —fue su única explicación—. Concéntrate.
No era tan fácil enfocarse en bailar cuando su pareja había querido quebrar los dedos de sus pies a propósito.
Leonid echó otro vistazo al lugar donde se encontraba, pero la señorita de Langlois había desaparecido. Oh, no. Eso era una mala señal. Sus conjeturas debían ser correctas... o quizá solo había ido al baño. Era prudente asegurarse.
—Vuelvo en un minuto —susurró al oído de Zoya.
Hizo ademán de alejarse, mas la joven le agarró de la manga, impidiéndole irse. No ahora, por favor. Una macabra imagen de Charlotte con una daga ensangrentada en las manos y su vestido teñido de escarlata pasó por su mente. No, no podía permitirlo. Si no era por su país o para salvar su vida, por sus amigos.
La señorita Ananenko le atrajo hacia sí con violencia. A veces podía ser espantosa.
—Tú me pediste esta pieza —masculló, diciendo con cuidado cada una de las sílabas—, así que es tuya. No te irás hasta que termine.
—Vuelvo en un minuto —repitió él, dejándola en medio de las parejas danzantes.
Podía sentir su mirada acusadora quemándole la nuca. La ignoró, deslizándose entre los cortesanos hasta llegar a su mejor amigo. Pudo notar cómo la luz de la esperanza escapaba de sus ojos al decirle que, definitivamente, la señorita de Langlois estaba dentro de toda la conspiración. Sergéi podía ser un idiota en términos de coordinar sus pies, pero no era estúpido. Habían demasiadas piezas que delataban a la francesa, y él podría unirlas sin dificultad. De todos modos, Leonid no podría quedarse a ayudarle. Una traidora se estaba dando a la fuga, y él debía atraparla antes de que los condenara a todos.
Cruzó las puertas y divisó a Charlotte al final del pasillo. No, no podría ir lejos. El ruso se aseguró de tener sus armas a mano. Oró para que no tuviera que emplear su pistola. Tenía una puntería casi perfecta, pero le acomodaba más el silencio; un asesinato discreto y rápido con una daga a la garganta.
Tras verificar que tuviera su pistola y su daga en su lugar, se dio cuenta de que la conspiradora había desaparecido de su vista. Debía estar cerca. Todos los años criado en el Palacio le habían enseñado a guiarse por los laberínticos pasillos, por lo que era casi seguro que la señorita a quien perseguía podría estar desorientada. Era su ventaja.
Se dirigió hacia los aposentos de la Emperatriz. Después de todo, ese sería el destino de ella. Caminó sin apuro, la calma invadiendo su cuerpo y disipando sus dudas. Estaba en su zona. Sabía lo que hacía. La mataría, y en un par de minutos todo acabaría y nadie más saldría herido. Leonid Vyrúbov ya no se encontraba allí. Su lugar había sido ocupado por el asesino despiadado que tanto encantaba al trono. Sin remordimientos, sin titubeos, sin miedo. Sin el temor de convertirse en un monstruo, pues ya lo era.
A través de la ventana, pudo divisar una silueta demasiado conocida para él en los jardines blancos por la nieve. Se encontraba de espaldas a los cristales, la luz proveniente de los pasillos del edificio iluminando su pálido cabello rubio. Era ella.
Volvió la mirada hacia él, pero pasó de reconocer su presencia. Sus ojos reflejaban desorientación. Era el momento perfecto para meterle una bala entre ceja y ceja.
Salió a la fría noche invernal, resguardado por la oscuridad. Su traje, hecho para una fiesta y no para estar fuera, no le protegía de los jardines helados, y su respiración creaba nubecillas con cada exhalación. Charlotte de Langlois debía estar en la misma situación, con su suntuoso vestido azul medianoche y dorado, transformado en negro por la falta de luz.
Esa parte de los jardines era el mismo lugar donde había aparecido el cuerpo de Vasiliev, y allí yacería en pocos minutos el cadáver de la visitante francesa. No sería muy favorable para las relaciones diplomáticas entre ambos países, pero ya había demasiado caos como para preocuparse por una nimiedad como la muerte de esa chica.
Sacó la pistola de su chaqueta. Sabía que no lograría acercarse lo suficiente sin ser notado como para apuñalarla en silencio, y tenía la sensación de que se había tomado el tiempo para manejarse en las armas antes de llegar a Rusia. La distancia era segura, y en esas circunstancias valía más su seguridad que su comodidad empleando cuchillos.
—No sois sutil al esconder vuestros planes para acabar con el trono ruso, señorita de Langlois —comentó, escondiendo su pistola tras la espalda.
Estaban separados por unos prudentes seis metros. Sus ojos de esmeralda, iluminados por el blanco resplandor de la luna reflejada en la nieve, transmitían duda, casi angustia. ¿Cuán segura estaba de lo que había venido a hacer? ¿De qué formas la había manipulado el señor Sutulov para formar una alianza en la que ninguno era favorecido?
—No entendéis... —comenzó ella.
—¿Qué es lo que no entiendo? ¿Que engañasteis a toda la Corte? ¿Que veníais a Rusia solo para quitarle la vida a la zarina como una terrorista y desestabilizar el Imperio en medio de dos guerras? ¿Que todos vuestros secretos y vuestros movimientos fueron cuidadosamente planeados entre vos y el señor Sutulov?
—¿Qué tiene que ver el señor Sutulov en todo esto?
—Ya no importa —musitó, encogiéndose de hombros. Enarboló la pistola, el cañón apuntando directamente al pecho de la dama—. Ya todo acabó, y vuestros intrincados planes ya son cosa del pasado. Aquí termina todo para vos.
En un gesto igual de rápido que el suyo, la señorita de Langlois sacó un arma de su manga y le apuntó sin señal de duda.
—No os tengo miedo.
El dedo de Leonid acarició el gatillo como un abrazo a un viejo amigo.
—Quizá deberíais.
El ruido de un disparo rasgó el aire entre ellos, y el olor a pólvora se hizo presente al tiempo en el que Leonid Vyrúbov se desplomaba en la nieve.
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