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XL: Cuando entres en pánico, deja plantada a tu pareja de baile

Charlotte iba por la cuarta copa de champaña cuando se dio cuenta de que algo iba a ir mal.

Había tenido esa sensación desde el inicio de la velada, pero en ese momento estaba segura. El alcohol había comenzado a hacer efecto en su cuerpo, calentando sus extremidades y nublando las preocupaciones de su cabeza. Sin embargo, lo que había bebido no era lo suficiente para olvidar la razón por la que estaba allí. Lo único que podía afirmar era que tendría una resaca al día siguiente.

La pieza había terminado, pero Sergéi y Charlotte se miraban el uno al otro con una mezcla de vergüenza y alegría. Se sentía bien al estar con él. Como si no tuviera que pretender que nada en su vida estaba a punto de estallar. Me ayuda pensar que todos cometen errores al igual que yo, solo que algunos somos más notorios que otros. Quizá lo que él había mencionado sí le había ayudado a calmarse al final, aunque desde ese momento en adelante no dejaría de advertir la pluma suelta en los peinados de la señorita Ananenko.

Sintió el frío metal de la daga de la madre de su amiga contra su muslo. El hecho de que ella le hubiese prestado el arma como quien comparte un par de pendientes solo hacía que la situación pareciera aún más extraña. Cuando preguntó por la razón por la que su madre poseía una daga que incluso le había legado, ella se encogió de hombros. ¿Por qué tienes tu pistola? Una dama tiene sus secretos. Desde ese instante, le había parecido que Zoya podía estar escondiendo una docena de cuchillos bajo las telas de su vestido negro.

Sus ojos verdes escrutaron nuevamente a la multitud en su busca, pues no la vio en el lugar donde se encontraba antes, conversando con su prima.

—¿Otra copa? —ofreció Sergéi, distrayéndola.

—Al parecer, se han invertido los papeles —sonrió ella, aceptando la champaña—. Se supone que tú eras el borracho que hacía estupideces que eran el tema principal de los cotilleos de la Temporada, no al revés.

—De seguro esos rumores han sido expandidos por la señorita Ananenko. Creo que me gustaría que eso de borracho fuera quitado de mi reputación. Después de que tú hubieras excusado el incidente de la noche del baile de máscaras con que había bebido demasiado, he tenido más cuidado.

—Yo no he sido la que se ha caído bajo las faldas de mi pareja de baile.

—Fue un accidente —replicó, su voz dejando en claro que lo decía en serio.

Ella calló. Sabía lo mucho que el resto le había recordado ese momento —siendo mencionado por Zoya como la primera de las estupideces de la Temporada de Sergéi Bezpálov—, y también sabía que no era agradable rememorar los momentos de los que uno se arrepentía de haber metido la pata tan al fondo que toda la Corte se burlaría de él en los meses siguientes. Ella no quería ser de las personas que se reían a costa de su vergüenza.

Se apartaron de la pista al fin. Charlotte se removía con nerviosismo junto a él. La situación se había convertido en algo ligeramente incómodo, y la falta de conversación no ayudaba.

Solo un pensamiento recorría la mente de la señorita de Langlois por ese momento. Más tarde esa noche, estaría derramando la sangre de la Emperatriz de Rusia, pero ahora solo deseaba romper en llanto sin razón aparente más que la presión de su madre para cumplir su cometido.

Llevaba más de un mes en el Imperio con ese único objetivo, mas las dudas habían comenzado a hacer mella en su determinación. No encontraba la razón por la cual ejecutarlo. Su madre le había expuesto sus razones como toda mujer con algo de astucia, claro, pero ya no comprendía el sentido de sus explicaciones. Esa anciana apoya a los revolucionarios, pero su hijo y heredero no. Él nos ayudará a pelear contra los pueblerinos rebeldes y recuperaremos nuestras vidas. Lottie no conocía mucho de política y, según lo que sabía de Vérité, ella tampoco. Pero parecía saber de lo que hablaba y su hija, desesperada por volver a su vida en el lujo de Versalles, había aceptado.

La misma hija que ahora no quería hacerlo porque había encontrado algo mejor en San Petersburgo.

El metal de la daga de Zoya se había calentado contra su piel. Le servía como un recordatorio de lo que debía hacer más tarde. En un movimiento inadvertible a los ojos del resto, palpó la parte baja de su corsé, sintiendo la pistola de su padre bajo la tela de su vestido.

Era un arma con puño nacarado, tan hermosa como letal, y fácil de esconder. Quizá su padre había previsto este momento cuando se la había regalado... o esperaba que le disparara a cualquiera que se propasara con ella. Solo una vez había debido usarla, pero tener que explicar por qué el zapato de un barón tenía un agujero chamuscado de la noche a la mañana había sido bastante dificultoso.

—Debo hacer algo —soltó la francesa de pronto. Si su vida estaría condenada al día siguiente, al menos quería sincerarse con él de alguna forma. De todos modos, ya no le quedaba nada más que perder.

Él parpadeó.— Algo... ¿ahora? Si quieres pued...

—¡No! —le espetó en un volumen considerablemente más alto del que esperaba. Se mordió el labio inferior, dándose cuenta de su error. Carraspeó, intentando deshacerse del incómodo silencio que había aparecido entre ellos—. Digo... no. No puedo explicarte mucho en este momento, pero debo irme. Lo siento.

La segunda pieza había comenzado, y Charlotte divisó a Zoya bailando con... ¿Leonid Vyrúbov? Su duda fue respondida con los glaciales ojos azules de él fijos en la figura de la pequeña rubia. ¿Le habría engañado con sus mentiras, o él seguía pensando que era una conspiradora? Por favor, no hoy. Recordó el día en el que casi le había rebanado el cuello. Le perturbaba que Sergéi, su mejor amigo, ignorara esa parte, pero ella no sería la que le abriera los ojos. Ya tenía bastantes cosas de las que preocuparse.

La señorita de Langlois pudo notar las ansias del señor Bezpálov de bailar con ella. Hasta el momento, ninguno de los dos había hecho el ridículo, lo cual se agradecía. Pero la conversación seguía, y un baile para ellos tendría que esperar más de una pieza esa noche.

La mirada del señor Vyrúbov le quemaba la nuca, como si estuviera atento a cada uno de sus movimientos. Intentó ser positiva, diciéndose a sí misma que lo hacía solo para proteger a su amigo y no porque pensaba que estaba a punto de matar a la Emperatriz de Rusia.

Cerró los ojos con fuerza. No, no podría soportar una mirada de Sergéi tras saberlo. El asco, el miedo, la traición. No. Era su amigo y, a pesar de lo poco que lo había conocido, habían llegado a comprenderse.

¿Qué le habría dicho su madre en ese momento? Que no sea estúpida, probablemente. Que la cobardía detiene a la gente de hacer grandes actos. Si en algo le daba la razón, era en eso. Oh, vaya acto grande estaba a punto de hacer. Iba a quitarle la vida a una de las personas más influyentes del mundo; iba a hacer historia.

Catalina la Grande. Esa forma de referirse a ella hace que los integrantes de su Corte también se sientan los Grandes, había dicho Sergéi. En otras circunstancias, en otra vida, quizá, Charlotte habría anhelado ser parte de los Grandes. Pero no existía redención para ella... no después de esta noche.

—¿Charlotte? —preguntó con timidez su acompañante, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Char?

Ella abrió los ojos de golpe. Él la miraba con atención.

—¿Sí?

No lo miraba. Sus ojos verdes estaban fijos en Leonid Vyrúbov, quien le observaba con aterradora suspicacia. Él lo sabe. Lo ha sabido durante todo este tiempo. Aun si no era así, más valía prevenir que lamentar. Debía dejar el salón en ese mismo instante.

—Si es que lo aceptas —continuaba Sergéi sin que ella le prestara atención—, quiero cor...

—Debo irme —le cortó—. Gracias por... —Por hacerme sentir menos miserable durante mi estadía aquí. Por ser mi amigo. Por acompañarme a este baile—, por esta velada. Lo siento.

Cruzó las puertas con decisión. Había aprendido la ubicación de las habitaciones de la familia imperial en el Palacio gracias a su tan querida madre, y sabía a la perfección hacia dónde debía ir. Ya empezaba a sentir los efectos adversos del alcohol, y se arrepintió de haber pensado que era un buen plan.

Aún podía escuchar la música de la segunda pieza, lo cual le dio una punzada de tristeza. Volvió la cabeza para buscar con la mirada al señor Bezpálov y regalarle una despedida silenciosa, pero no era él la persona que saltó a su vista. A pesar de que un pasillo casi completo los separaba, Leonid se acercaba a Charlotte con alarmante velocidad. Se escabulló en una habitación desocupada y tomó aire. Era el momento.

Debía ser astuta. Debía ser rápida. Debía ser letal. Debía convertirse en la asesina despiadada que su madre había querido.

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