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XIX: Pregunta por desconocidos y de seguro te llegan pretendientes

—¿Conocéis a Violette de Rubin? —preguntó Charlotte, tras engullir uno de los dulces de la adornada mesa de Zoya.

—Querida —sonrió ella con melosa dulzura—, si te he invitado a desayunar, es porque quiero que me cuentes todo sobre ti, no que vengas con nombres extraños. Ya han pasado quince días y ni siquiera me has dicho cómo se llamaba tu prometido.

La rubia tragó saliva con inseguridad. Pues claro. Ella debía de estar muriendo por saberlo desde el principio. Sin embargo, no podía explayarse. En Versalles no lograba controlar su lengua, lo cual fue corregido con dureza por parte de su madre. Con solo hablar de su pasado, aquel defecto podría florecer nuevamente, y le contaría todo. Desde las travesuras que hacía con Louise y Fleur hasta los siniestros planes de su madre. En especial cuando su alma añoraba un hombro en el cual desahogarse.

—Su nombre era... Bénigne —mintió, intentando mantener la expresión indiferente ante el recuerdo de Armand y el hecho de no estar diciendo la verdad—. Conde Bénigne de Saguet.

—Vaya, eso es un avance. ¡Prosigue!

En el rostro de la señorita Ananenko se leía con facilidad la satisfacción de haber logrado sacarle algo después de tantos días. En su postura se denotaba su interés.

—No estaba enamorada de él, pero me era simpático. Tenía ese aire de simpatía; de aquellos que te pueden sacar una sonrisa fácil. A menudo lo hacía. Era cariñoso y afable y... tierno. Es una pena que le hayan matado.

—¿Quién dice que le han matado? No le viste morir; no hay pruebas de que aquellos locos que irrumpieron en Versalles le hayan quitado la vida. Quizá los plebeyos le secuestraron para celebrar rituales satánicos o algo así.

—Santo Dios, Zoya. Deberías dejar de pensar esas cosas.

La verdad es que aquellos tres meses en Inglaterra habían significado un cambio completo para Charlotte. No solo por haber dejado el ambiente de la Corte por primera vez en su vida, sino que también por lo que veía en los rostros del resto, tan alejados del lujo y la riqueza. Se sentía extraño, pero en definitiva no celebraban rituales satánicos con nobles o practicaban el canibalismo a falta de pan, como había creído cuando estaba sumida en la completa ignorancia.

—Solo es una idea. Al fin y al cabo, también te gustaría que estuviese vivo. Ahora, ¿puedes continuar? No creas que me contento con tan poco.

—No sé qué es lo que quieres. ¿Puedes responderme a mí?

Zoya reflexionó un momento.— No conozco a ninguna señorita de Rubin.

—¿No? —repitió, dudosa.

No conocía la razón, pero su madre le había pedido expresamente que encontrara a la prima de Fleur, una de sus amigas más cercanas cuando todo en su mundo era paz. Lo poco que recordaba de Violette era que era una bastarda, por lo que había viajado a Rusia para casarse con honor. Después de ello, ni Fleurie ni su hermana pequeña supieron más de ella, salvo por un par de veces que envió bocetos de los paisajes del Imperio. Su recuerdo se desvaneció en pocos meses, y las hijas de la condesa de Rubin no mencionaban nada al respecto.

Por ello, debía estar en la Corte. No podía estar en otro lugar. Pero, por otro lado, Zoya era demasiado brusca y directa como para mentirle.

—¿Y quién es esa señorita de Rubin, si se puede saber?

—Una prima bastarda de una de mis mejores amigas en Versalles, y...

—Dios mío —le interrumpió con fingida indignación—. Me hieres en lo profundo, Charlotte de Langlois. Pensaba que yo era tu mejor amiga.

Ambas sabían que no era así. Llevaban tan poco tiempo juntas que era imposible, pero, como un acuerdo tácito, habían decidido fingir su amistad hasta que fuese algo real.

—Y viajó aquí un par de años atrás para casarse con un cortesano honrado —completó, ignorando la expresión suspicaz que llevaba la mirada azul de su interlocutora.

—Le recordaría con facilidad. ¿No estás confundida? ¿Cómo se ve? ¿Con quién se casó?

—¿Crees que yo lo sabría? Apenas recuerdo quién era.

Zoya se levantó y comenzó a caminar por la habitación. Parecía indiferente ante la urgencia de las preguntas de la francesa, y solo se limitaba a observar el paisaje invernal a través de la ventana.

—No logro entenderte, Charlotte de Langlois. Vienes a casarte, mas no dejas de actuar tan raro y preguntar por supuestas amistades. ¿De verdad eres tan extraña? Deberías ordenar tus prioridades.

Con aquella reflexión de su parte, la rubia pensó fugazmente en Leonid Vyrúbov y lo mucho que se había esforzado en evitarle. Aunque podía parecer algo sospechoso a los ojos de la señorita Ananenko, prefería escapar de los sentimientos de aquel hombre antes que enfrentarse a la ira de su madre.

—Y no creas que tu comportamiento pasa inadvertido —dijo la rusa con severidad, como si le hubiese leído el mente—. No puedo creer que te pierdas una oportunidad como la del matrimonio con el señor Vyrúbov. O es que me escondes algo o no ves lo que te conviene. Al parecer tengo que hacer todo por mis propias manos... Ahora vuelvo.

Sin más preámbulo, tomó una copa y desapareció tras la puerta. Sola al fin, Charlotte se sentía incómoda con la única compañía de sus pensamientos rodeada por las blancas paredes de la antecámara de Zoya.

De pronto, alguien tocó la puerta. Por un momento pensó que era la dueña de la habitación, pero la conocía lo suficiente como para saber que ella no se molestaría en golpear para entrar.

—¿Adelante? —preguntó con voz dubitativa.

Debería comenzar a acostumbrarse a tales sorpresas. Al menos, esta vez vestía ropa digna.

—Señor Vyrúbov... ¿qué hacéis aquí?

—Vuestra criada dijo que estabais desayunando aquí y supuse... que vos y yo debemos hablar. Está claro que lleváis más de dos semanas evitándome...

—Después de que irrumpiese en mi habitación cuando estaba semidesnuda —interrumpió ella.

—Y no sois muy sutil al intentar esconderlo —finalizó. Algo nervioso, arrugó el borde de su traje, como si escondiese algo en la solapa de su chaqueta.

—No... no estoy muy acostumbrada a mantener conversaciones de este carácter, señor Vyrúbov.

—Sin embargo, es un tema que es necesario abordar.

—En efecto.

Le causaba algo de miedo toda la situación. No era solo el asunto de la charla, sino que también encontrarse frente a un hombre que no cambiaba el gesto de su rostro, permaneciendo en él una sonrisa carismática y burlona, como en todas las veces que le había visto en la Corte. Como si su confesión de amor no hubiese significado nada en las vidas de ambos.

—Quiero conoceros más a fondo, señorita de Langlois. Me he enamorado de vos, pero no puedo consentir ese cariño si es que no sé nada del objeto de este.

Ella carraspeó con embarazo, cortando la atmósfera seria y presumiblemente romántica que se había formado en torno a ellos. Era extraño oírle hablar así. Charlotte creía en lo que decía Zoya, y quizá sí tenía una relación íntima con Sergéi Bezpálov.

—Es una cuestión un tanto densa para platicarla a estas horas del día. Si me disculpáis, yo quiero terminar de desayunar sin mayores distracciones.

—Podemos desayunar juntos.

—No creo que sea posible —rió sin gracia—. Considerando que estos son los aposentos de la señorita Ananenko, no sería muy apropiado.

—Eh... claro, sí.

—Hablando de ella... debe de estar por llegar.

—¿Por qué?

—Ha ido a buscaros —declaró Charlotte con simpleza, aunque en el rostro de Leonid se advirtió una mueca de contrariedad antes de volver a la misma sonrisa de siempre—. Quería forzarme a tener esta reunión con vos.

—Ha tenido éxito.

Acto seguido, dio un paso hacia ella. Lo que pretendía ser un acercamiento tintado de deseo, parecía más una amenaza. De parte de alguien como Leonid Vyrúbov, Charlotte supuso que era difícil distinguirlo.

—Bienvenida a la Corte, señorita de Langlois —susurró en su oído.

Sus ropas despedían un aroma desconocido y ligeramente desagradable, por lo que la francesa arrugó la nariz con asco. Él alejó los labios de su cabeza, y en unos instantes la joven se encontró sola de nuevo.

Pero el olor que despedía su persona se alojó en sus fosas nasales por más tiempo. Se sentía como aquello que nunca había sentido, pero había leído de él en los libros. Como si, con tan solo haber leído las características en unas hojas de papel le otorgase la habilidad de reconocerlo en cualquier parte. El sabor metálico y la sensación de que algo oscuro se cernía sobre su interlocutor eran inconfundibles.

Era el aroma a sangre.

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