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XIV: No dejes que las declaraciones de amor se metan entre tus cosas

Charlotte se sentía empequeñecida frente a la imponente presencia de Yelena Yusupova. Su altura le daba la sensación de ser arrolladora.

—Así que... —comenzó Yelena—, ¿tenéis afición por escupir los licores espirituosos?

—Las noticias corren rápido —replicó la francesa.

—Señorita de Langlois, apenas han transcurrido unos minutos. De hecho, creo que incluso me llegaron algunas gotas de vuestra saliva al rostro.

Charlotte se mordió el labio. La señorita Yusupova no esbozó una sonrisa como esperaba. Su expresión se mantenía dura e impenetrable.

—Perdonadme por eso.

—No hay cuidado. ¿Por qué la señorita Ananenko os ha dejado sola aquí?

—Ha ido a limpiarse el vodka de la ropa —confesó con algo de vergüenza—. He de suponer que no quería dejarme sola.

—Eso es una tontería, si me lo permitís. Acabáis de ser presentada ante la líder del Imperio; todas las damas jóvenes deberían mostrar curiosidad por vos.

Un silencio incómodo se interpuso entre ellas. Charlotte maldijo el hecho de que, con todas las enseñanzas que una fusta en las manos de su madre le había dejado, ninguna de ellas incluyese el continuar una conversación.

—Disculpadme —dijo con una inclinación de cabeza—, debo retirarme. Creo que también me ha caído alcohol en el vestido.

—Yo veo que no hay ni una sola mancha —replicó la señorita Yusupova, enarcando su ceja derecha.

Ya estaba empezando a ponerle nerviosa. Con desesperación en su mirada verde, divisó a uno de los criados que repartían copas con aquel terrible líquido transparente. En un impulso, tomó una de las copas y la derramó sobre su polonesa.

—Oh, qué torpeza de mi parte —sonrió, haciendo su mejor esfuerzo para parecer una imbécil—. Será mejor que vaya a limpiarlo.

Ante la extrañada mirada castaña de la rusa, Charlotte se apresuró en salir del salón. Nadie notaría su ausencia, al fin y al cabo.

Aunque Zoya se había empeñado en mostrarle el lugar, la señorita de Langlois aún se sentía perdida ante la inmensidad del Palacio de Invierno. Sabía dónde se encontraban sus aposentos, sí, pero, ¿cómo llegar al ala de las habitaciones desde donde estaba?

No pensó en mejor forma de averiguarlo que vagar por los pasillos sin rumbo. Después de haber hablado con Yelena Yusupova y haber derramado vodka frente a toda la Corte, pedir indicaciones una vez más le resultaba demasiado embarazoso.

Debía responder a su madre la carta. Si no lo hacía, Vérité de Langlois encontraría el modo de hacerle llegar una cruel reprimenda.

El atisbo de un familiar vestido del color del cielo y una cabellera oscura hicieron que apurase el paso. Al doblar, se encontró de golpe con los profundos ojos azules de Zoya Ananenko.

—Ahora mi piel está pegajosa como un caramelo rancio, gracias —bufó—. El baño va a quitarme todo el tiempo de la tarde. Espero que esto pese en tu conciencia dentro de poco.

Charlotte se permitió sonreír. No le había criticado por estar fuera de la fiesta ni por correr como una condenada por los pasillos del Palacio. La mirada de Zoya era totalmente diferente a la de Yelena, cuyos orbes castaños estaban tintados de despectiva superioridad.

—Lo siento —murmuró—. Si te contenta, también se me ha caído vodka encima.

La rusa solo se limitó a fruncir los labios, pensativa. El crujido de una hoja de papel resonó a su zaga, lo cual hizo que Charlotte levantara la vista.

—¿Qué ocurre?

—Nada, ¿por qué?

—¿Hacia dónde está mi habitación?

Zoya suspiró e indicó el final del pasillo. Con pasos cargados de duda, la francesa avanzó hacia el dormitorio frente a la fría mirada azul de su interlocutora.

—Me debes una tarde de cartas, Charlotte de Langlois.

Dicho eso, cerró la puerta del cuarto tras de ella. La aludida tuvo entonces la oportunidad de admirar con horror el desastre que se encontraba sobre su escritorio.

Alguien había esparcido el contenido de los cajones a lo largo de la mesa. No es que hubiese mucho, pero había un montón de hojas de papel desparramadas por el suelo que daba la sensación de que sus alhajas habían sido saqueadas.

Solo una cosa le importaba en ese momento: que quienquiera que haya venido a robar algo, no hubiese divisado la carta de su madre ni la pistola de su padre. ¿Por qué había ocurrido aquello? Charlotte sabía a la perfección que no era buena para esconder sus sentimientos con facilidad. ¿Sería que alguien de la Corte sospechaba de ella y había aprovechado la oportunidad de su presentación para invadir su habitación?

No, se dijo. Nadie tiene la más remota idea de lo que mi madre quiere que haga. Para ellos, simplemente soy una noble con una suerte terrible que quiere tener una vida estable. Debía dejar de ser tan paranoica. Para los rusos, era una inofensiva visitante francesa. Solo esperaba que sus pensamientos tuvieran razón.

—Si me lo permitís, señorita de Langlois... —ronroneó una voz suave detrás de ella.

Con un sobresalto, Charlotte volvió la cabeza hacia el origen de aquellas palabras. El tono tenebroso plasmado en ellas le resultaba escalofriante.

—¡Nellya! —exclamó con sorpresa. La expresión de la criada parecía cubierta por un velo terrorífico.

—Os diría que alguien ha entrado y buscaba algo entre vuestras pertenencias —finalizó, ignorando la intervención de su señora.

Superando su estupor inicial, la dama irguió su espalda. Intentando poner el gesto más autoritario que se le había ocurrido, encaró a la sirvienta con irritación.

—¿Por qué no has limpiado, entonces?

—Entré justo antes de vos, señorita Charlotte. Traigo vuestras sábanas limpias.

Sin palabras para responderle, la chica calló. Admiraba la habilidad de la sierva para no titubear de modo que se le notase.

—¿Deseáis que ordene vuestros documentos? —agregó.

—¡No! —espetó. Al darse cuenta de que había alzado la voz para algo tan aparentemente poco importante, logró tranquilizarse—. No. No te preocupes. Prepara el agua; se me ha caído una copa de vodka encima.

Nellya asintió con sumisión, y Charlotte se dispuso a examinar sus cosas para saber qué había desaparecido. Encontró con alivio la pistola de su padre. Era una preocupación menos sobre sus frágiles hombros.

La criada le quitó la ropa para el baño, por lo que la piel de la francesa pasó a ser cubierta solo por un vaporoso camisón de seda rosa. Como su cabello también había sido víctima de su humillación con el alcohol, la criada procedió a desatarlo. Rebeldes rizos rubios cayeron por la espalda de la cortesana como una cascada. Le daba cierta sensación de nostalgia y libertad, recordando los días en Versalles en los cuales, seguida de sus queridas Louise y Fleur, solo se preocupaba de beber, pasear, coquetear y de vez en cuando robar algo para practicar ciertos actos vandálicos.

El amor de madre puede cambiar muchas cosas. En especial si este amor está armado con una fusta, resentimientos y muchos libros en ruso.

Un ruido en la puerta la alertó. Tres golpes resonaron, llamando para entrar.

Charlotte intercambió una mirada suspicaz con la sirvienta. Dudaba de que fuera alguien más que Zoya, pero, ¿por qué?

—Adelante —replicó tras un momento de duda.

Solo unos segundos después se dio cuenta de su error. Al volver la cabeza, se encontró con un rostro inesperado.

—¡Mierda! —vociferó en francés, escondiéndose tras la cama para cubrir su cuerpo semidesnudo.

—Deberíais saber, señorita de Langlois, que comprendo a la perfección vuestro idioma —dijo Leonid Vyrúbov frunciendo el ceño.

—Me habéis sorprendido en un momento un tanto crítico, señor Vyrúbov —murmuró. Su rostro se ruborizaba cada vez más, muerta de vergüenza ante la situación—. ¿A qué se debe tal... visita?

—Debo confesaros algo que ha ocurrido en la Corte, y os concierne por completo.

La chica había comenzado a ponerse nerviosa, y no solo por el estado en el que el ruso la estaba observando. El asunto al que se refería no sonaba agradable.

—¿Cuán...?

—Estoy enamorado de vos, señorita de Langlois.

Lo dijo absteniéndose de expresar toda emoción extraordinaria; su voz estaba teñida de su clásico tono gracioso, amigable y burlón. Su expresión no denotaba nada fuera de lo normal. Sin embargo, parecía que Charlotte era la que poseía los sentimientos encontrados de ambos.

—¡¿Qué?!

—¡¿Qué?!

Aún conmocionada, la joven clavó la vista en la entrada del dormitorio. Aquella era una voz femenina, pero venía del otro lado de la puerta. La chica indicó a Nellya que abriera para descubrir a su espía.

—Zoya, ¿estabas escuchando?

La castaña hizo un gesto de falsa indignación.

—¿Qué querías que hiciera? Un hombre que entra en los aposentos de una dama con intenciones no del todo puras puede ser más que un peligro. ¡Mírate!

—Señorita Ananenko... —murmuró el hombre, cohibido.

—Idos a la mierda. ¿Penetráis en las habitaciones de una mujer sin su consentimiento y estando ella en camisón? ¡Cerdo! ¡Ni los turcos se atreven a hacer semejantes atrocidades!

Charlotte sabía que eso no era cierto. Había visto a muchos hombres hacerlo en Versalles, incluyendo a su padre. Al parecer, el señor Vyrúbov pensaba igual, pues intentó esconder una sonrisita burlesca.

—Bueno... —comentó, dirigiéndose a la rubia—, podemos hablar de esto mañana, si os place.

—Creo... De acuerdo.

Leonid se retiró del cuarto sin más preámbulos. Acto seguido, Zoya soltó una risita incómoda.

—De nada por salvarte de eso.

—Eh... ¿gracias?

—Leonid Vyrúbov es un hombre muy peculiar. ¿De verdad ha confesado amor por ti? Su tono sugería que estaba haciendo una broma.

—No sé qué pensar, si te soy honesta. ¿Has visto una proposición tan carente de emociones?

Una parte de ella creía que lo hacía por pena, y así comprarle estabilidad en la Corte. Por otro lado, sentía que ni siquiera le agradaba. Y tenía la vaga sensación de que le escondía algo...

—La mía fue más o menos así —replicó la señorita Ananenko encogiéndose de hombros—. He de suponer que estás ocupada. Por favor dime que no sueles pasearte así para atraer cortesanos pervertidos.

—Definitivamente no es mi intención hacer eso. Adiós.

Cerró la puerta en las narices de su amiga, pero no le importó demasiado. Sobre la inesperada declaración del señor Vyrúbov le daba más importancia a algo de igual urgencia: descubrir qué es lo que le habían robado.

Reanudó la búsqueda con preocupación, cubriendo los pocos documentos de la vista de Nellya, quien continuaba preparando el baño. De pronto, algo llamó su atención.

Maldijo entre dientes. Se arrepentía de no haber obedecido a su madre en primer lugar. Ella siempre, siempre tenía la razón y, aunque en sí no resultaba incriminatoria, sabía que debía haberla quemado.

La carta de su madre había desaparecido. Y alguien en la Corte la tenía en su posesión.

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