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XII: Por favor, no escupas sobre las pelucas de otros

—¿Es que no te enseñaron a mantener la postura o qué?

—Lo siento —murmuró Charlotte.

A Zoya le había gustado que la francesa recurriese a ella para su presentación ante la Emperatriz. Habían muchas cosas que mejorar sobre ella si quería dar una buena impresión ante la zarina.

Le había elegido ella misma el vestido. Dudaba del gusto de Nellya —como del de todas las criadas— para vestirla de forma adecuada. Una vez le había visto darle un vestido que iba a juego con las cortinas del salón a Yelena Yusupova, por lo que nunca volvió a confiar en las elecciones de la servidumbre en cuanto a la vestimenta.

La verdad es que estaba orgullosa de su creación. A pesar de lo que sugería su apariencia, un traje a la polonesa verde pálido le quedaba bastante bien a la rubia. Con algunas perlas en su cabello, se veía radiante.

De modo parecido se había vestido la señorita Ananenko. El azul claro bañaba su apariencia, destacando sus ojos color zafiro en su prístino rostro, el cual llevaba un parche de belleza en forma de lágrima en su pómulo derecho.

—Como yo soy, al parecer, la única persona a la que conoces aquí, te voy a servir como referencia y te introduciré. Es muy probable que le agrades por ser francesa, pero no hay nada asegurado, mucho menos después de todo lo que ha ocurrido. Por favor, no seas una idiota.

—Buen consejo —bufó ella.

Un golpe en la puerta indicó que había llegado la hora. Charlotte tenía cierta angustia en su mirada.

—¿Zoya?

—¿Qué?

—Tengo miedo.

La rusa se detuvo. Conocía bien esa emoción. La había sentido casi cuatro años atrás cuando había sido presentada ante la Corte.

Extrañaba esos días. Nadie la conocía, su reputación no se había forjado, su padre no la había despreciado y era cortejada por alguien medianamente aceptable a quien, en ese entonces, adoraba.

—No hay nada que temer, querida Charlotte. Si no eres una retrasada y no comienzas a dispararle a todo el mundo a diestro y siniestro como una bárbara sueca, te va a ir bien.

La rubia tragó saliva. Tal vez sus palabras no eran tan reconfortantes como pensaba.

—Tienes que estar tranquila; los nervios hacen sudar. Vamos.

Le dio un empujón apremiante, intentando apresurarla. El criado que había ido a su encuentro las guió hacia el salón del trono.

Cuando las puertas se abrieron, los labios de la señorita Ananenko se curvaron en la sonrisa tranquila y segura que tanto se había empeñado en practicar en todos esos años. Los ojos de los cortesanos estaban fijos en su acompañante, pero eso no hacía que se sintiese menos observada.

La mirada de la Emperatriz era difícil de describir. Era dominante, fría, determinada, despectiva y a la vez amable. Solo una dama como la zarina Catalina podía ser capaz de expresarse así con tan solo una ojeada. Sus cabellos blancos y abundantes arrugas le daban un aire de sabiduría proveniente de sus sesenta años. A Zoya le daba escalofríos de solo pensar en las atrocidades que se decían de esa mujer.

El silencio del aura majestuosa de la gobernante infundó un sentimiento algo incómodo en la castaña. Carraspeó, sintiendo el nerviosismo de Charlotte tras de ella.

—Su Ilustrísima Majestad Imperial —comenzó con una reverencia—, otorgadme el honor de presentaros a la señorita Charlotte de Langlois, hija de los marqueses de Langlois. Ha llegado de Francia para formar parte de vuestra gloriosa Corte, Majestad.

Dio un paso hacia la derecha, presentando ante Catalina a la rubia. Ella se inclinó profundamente.

—Es... es un placer pos... postrarme ante vos, su Majestad Imperial —tartamudeó.

Los ojos de la zarina la escrutaron con atención de pies a cabeza. Zoya temía que no le hubiese agradado, lo cual significaría, básicamente, que nadie le haría caso a la hora de pretenderla. Es decir, un fracaso total. Más de una vez ella misma se había enfrentado a esa posibilidad.

Sin embargo —y para su alivio—, los labios de la Emperatriz se abrieron para responder.

—¿Francia, decís? ¿Cómo se ha desarrollado la situación allá? Luis sigue a mano de esos insurgentes, he de suponer.

—No podría explicároslo, Majestad. Huí de Francia con mi familia después de la irrupción a Versalles en octubre.

—Lo veo. ¿Habéis leído los trabajos de Voltaire?

Charlotte tragó saliva. Se veía que no estaba preparada para ese tipo de preguntas.

—No he tenido la oportunidad, su Majestad Imperial.

—Es una pena. ¡Vladimir! —llamó, al tiempo en el que un criado acudía a su encuentro con una reverencia— Encárgate de que una copia de los escritos de Voltaire y Diderot sea enviada a los aposentos de la señorita de Langlois.

El joven sirviente se retiró. La zarina fijó nuevamente su mirada en la francesa.

—Espero que seáis bienvenida en el Palacio y que encontréis a gusto vuestra estadía en Rusia, señorita de Langlois.

—Inmensas gracias a vos por abrirme las puertas a tan maravillosa nación, su Majestad Imperial.

Ante el silencio de la gran dama, las jóvenes se retiraron con una inclinación. Zoya se sentía alegre por su éxito. Al menos no la había cagado en su primera presentación y, con lo poco que conocía a Charlotte y considerando la presencia dominante de la Emperatriz, era todo un logro.

—Felicidades. No eres un asco para esto, después de todo.

—Gracias —farfulló la rubia en respuesta.

Un criado ofrecía vasos llenos de un líquido transparente. Adivinando su contenido, la señorita Ananenko le ofreció una a su acompañante.

—Para celebrar —sonrió con confianza, entregándole la copa de cristal.

Ella la aceptó gustosa. Ingiriendo el líquido en pocos segundos —pues, al parecer, el nerviosismo por la presentación había aumentado su sed—, vació la copa y...

En ese momento Zoya supo que Charlotte no tenía tanta tolerancia al alcohol como ella. En especial si se trataba de vodka.

La señorita de Langlois escupió sobre el rostro impasible de su acompañante, mojándola al tiempo en el que ella cerraba los ojos con expresión desagradada. No se esperaba aquello, y mucho menos frente a toda la Corte, la zarina incluida.

Por lo menos ellos estaban acostumbrados a presenciar escenas tan patéticas como esa. Nadie volvió la cabeza o la señaló. Suertuda.

En cambio, la castaña que estaba molesta. Se secó los párpados con cuidado de no correr su maquillaje, y le dirigió una mirada irritada a la rubia.

—¿Se puede saber por qué me has escupido encima? ¡Esta polonesa era nueva! ¡El azul claro es mi favorito!

—¿Qué es esto? —preguntó asqueada.

—¡Vodka! ¿Qué otra cosa? ¡Me has rociado completamente y ahora necesito un baño para quitarme lo pegajoso! ¡Mira mi cabello!

—Nunca había bebido vodka. Es... asqueroso.

—Vaya declaración. Con una oración así puedes ganarte el odio de miles de rusos, y entre ellos la mitad de la Corte.

Intentó sacudirse sin éxito el líquido del vestido como si fuese una mota de polvo. Ante su comentario, en los ojos verdes de Charlotte se asomó una expresión sombría.

—Dios mío, era solo una broma —agregó Zoya al ver la mirada de su acompañante—. Eres demasiado dramática. ¿Es que tenías amigas en Versalles? Aquí se ama esta bebida. Al fin y al cabo, el vodka es ruso, maldita sea. La verdad es que me parece raro que no lo hayas probado en el transcurso de estos cuatro días.

—Intento evitar lo que se ve de dudosa procedencia.

—Ajá, claro. Lo respeto. Lo que no deberías hacer es escupirlo sobre las pelucas de la gente. Es molesto.

—Lo siento...

Zoya desvió la mirada, intentando distraerse de los ojos de perrito arrepentido de Charlotte. Casi al instante, se encontró con los orbes grises de Sergéi Bezpálov observándole desde el otro extremo del salón cual acosador que solía parecer.

—Mira quién te está vigilando —susurró la castaña en el oído de su compañera—. Ya había dicho yo que eres una conquistadora.

Ella levantó la cabeza con interés. Tras divisar al señor Bezpálov, volvió a su posición original.

—Bien por él.

—Sabes —comenzó Zoya con voz melosa—, si estás buscando un marido aceptable, puedes casarte con él. Sí, es un idiota, tiene una prima gritona y suele hacer el ridículo. Eso no quita que su padre sea uno de los condes más adinerados y poderosos de la Corte.

—Yo...

—De todos modos —continuó ignorando su interrupción—, nadie sería competencia para ti. No creo que alguien más quiera casarse con él. Él no tiene esperanzas y tú buscas marido. Es el destino. Si tan solo pasarais más tiempo a solas, cosa que puedo arreglar, y os conociérais más...

—No —contestó rotundamente.

—Sabes, algún día vas a tener que abrirte. Llevo cuatro días contigo y ni siquiera sé con quién te ibas a casar, ¡cuatro! Si quieres entablar amistad con alguna persona decente, vas a tener que contarles de ti. No pienses que me voy a quedar sin saber el chisme.

—Está bien así.

La señorita Ananenko no respondió. En una situación común, una dama corriente habría dado lo que fuera para ser objeto de atracción de los hombres. Charlotte, en cambio, se empeñaba en cerrarse; un caso digno de estudio.

Y eso significaba que escondía algo. Si estaba tan desesperada por un matrimonio aceptable como para viajar desde Inglaterra hasta la Corte Rusa, no iba a ignorar al que parecía ser su única opción. Eso era raro.

Sumado a aquello, la joven moría de curiosidad para saber los detalles del compromiso en Versalles y su trágico final. ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Se amaban? Esos retazos de información no los conseguiría de los labios de Charlotte de Langlois. Tendría que meter sus propias manos en el asunto... y en las alhajas de la extranjera, claro.

—Ya que no puedes evitar escupir vodka sobre la gente, voy a darme un baño —declaró.

De pronto, agarró de la muñeca a la primera dama que vio cerca. Por fortuna, la reconocía. Era un año menor que ellas, alta, risueña, de características facciones angulosas, ojos castaños y cabello rubio ceniza. Sus cejas arqueadas miraban a Zoya con interrogante curiosidad, tintada de una expresión despectiva. La puso frente a la extranjera con brusquedad.

—Charlotte de Langlois, esta es Yelena Yusupova. Hablad. Yo quiero quitarme lo pegajoso del cuerpo.

Atravesó las puertas con decisión, dejando a ambas chicas solas. Al menos la francesa tendría alguien más con quien conversar.

Y ella, Zoya Ananenko, descubriría el secreto que Charlotte de Langlois escondía de los ojos de la Corte.

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