XI: Confusiones de horario para descubrir a infieles
Charlotte no repetiría esa tarde. Si las salidas de Zoya eran regulares, preferiría quedarse encerrada en sus apartamentos a pasear por la ciudad en compañía de Sergéi Bezpálov.
Contrario a lo que le había advertido su amiga en cuanto a él, le había agradado. Lo único que le reprochaba era que quería meter sus narices en todo. En tan solo tres meses ella había aprendido a cerrarse y no expresar nada por obra de su madre, pero las acciones del ruso intentaban romper ese caparazón. ¿Qué pensaría su madre si, por hablar demasiado sobre su vida en Francia, se le escapase algún detalle fatal? De seguro no sería un resultado bueno. Si eso ocurría, iba a perecer bajo la mano de la Emperatriz... o bien bajo la de Vérité de Langlois.
Por lo menos, la conversación con el hijo del conde Bezpálov había dado algo de fruto, si es que se le podía llamar así. ¿Estaban en guerra? La atmósfera de la Corte no la reflejaba. En dos días lo habría notado, ¿verdad?
Y no podía dejar de pensar en que el plan que debía llevar a cabo arruinaría al Imperio que estaba visitando. No solo tenía que matar a la Emperatriz de Rusia, sino también a la comandante más importante de dicho país. Solo esperaba que el zárevich fuese igual de inteligente que su madre para liderar.
Quería preguntarle a Zoya sobre eso. Era la única persona en el Palacio con quien podía hablar con cierta confianza. De seguro ella le contaría todo lo que necesitaba saber sobre la situación de las tierras rusas.
Eran ya cerca de las cinco, y en el exterior el sol ya había caído y la luna iluminaba la noche invernal. Charlotte supuso que ya había regresado de su paseo fuera de la ciudad.
Un sirviente le enseñó a guiarse hacia su habitación. La urgencia de sus preguntas le ayudó a apurar el paso.
Ya ante su puerta, la tocó con suavidad. Tres golpes sin respuesta le obligaron a preguntar en voz alta.
—¿Señorita Ananenko? —llamó— ¿Zoya?
Un gruñido proveniente de la habitación indicó que la chica estaba presente en esta. Charlotte lo tomó como una señal afirmativa para entrar, y abrió la puerta.
—¡Madre mía!
No era Zoya Ananenko, eso era seguro. Una pareja que se había escabullido a la habitación vacía. La francesa les había descubierto en pleno... acto. Un chillido de parte de la chica alertó al hombre, quien levantó la cabeza rubia con temor. Sus ligeramente familiares ojos verdeazulados hicieron que Charlotte retrocediera con una expresión de asco y miedo.
—¡Señorita de Langlois! —exclamó Oleg Sutulov saliendo de la habitación y arreglándose las ropas— ¡Volved aquí!
Su pareja se asomó tras la puerta. Era una muchacha de piel oscura —no precisamente canela, pero era probable que fuese una mestiza—, y su cabello castaño estaba revuelto y desordenado. Sus ojos estaban cautivados por una extraña luz, de modo que parecía que sus iris eran de distinto color. Se veía de clase muy sencilla.
—Oh, ¿cómo podría? —replicó ella con miedo— ¡Sabiendo que estáis engañando a vuestra prometida con una plebeya! ¡Y antes de casaros con ella! ¡Y en su habitación!
—La señorita Ananenko no está en la ciudad, señorita de Langlois. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Detrás de él, la pequeña plebeya soltó una risita nerviosa. Su mirada le parecía conocida a la francesa, pero no pudo adivinar de dónde provenía tal recuerdo.
—Eso no es excusa para arruinar vuestra próxima vida conyugal.
—¿No habéis abierto los ojos? Se os nota a la legua que no pertenecéis aquí. Casi todos tienen amantes en esta Corte, señorita de Langlois. La señorita Ananenko sería un caso digno de estudio si se irritase por eso. En especial después del bien que le hago al casarme con ella.
Charlotte ignoró el último comentario. No escucharía las razones de un hombre que escudaba su infidelidad bajo la excusa de seguir a la multitud.
—Si no pensáis que vuestra futura esposa no posee la inteligencia sufiiciente como para no descubrir vuestra aventura antes de la boda, la subestimáis por completo.
—No se lo diréis, ¿verdad? —inquirió Oleg soltando una risa sin gracia. Era la primera vez que Charlotte escuchaba algo de expresión en su voz.
—No lo sé, señor Sutulov. ¿Qué haríais vos en mi lugar, siendo que ella es mi única y más cercana amiga en el Palacio?
Él no respondió. La francesa hizo ademán de irse, pero él la agarró de la muñeca impidiéndole moverse.
—No le diréis nada.
—No me toquéis —murmuró, molesta. Quitó la mano del hombre de su piel con brusquedad casi indecorosa.
Se alejó por el pasillo, dejando a Oleg junto a la plebeya. ¿Cómo era que Zoya no lo había notado? Claro, Charlotte ni siquiera lo había sabido, pero estaba justificado por los pocos días que llevaba en la Corte y porque la rusa era más perspicaz —según sus palabras— y conocía todo sobre todos.
¿Cómo se lo tomaría? Es más, ¿se lo diría siquiera? La voz amenazante del señor Sutulov seguía resonando en lo recóndito de su mente como una melodía pegajosa. Aún así, la señorita Ananenko era lo más cercano a una amiga que había logrado conseguir en Rusia, y se sentía como un deber moral contarle.
Logró guiarse a su habitación sin ayuda por primera vez. Cuando ya estuvo dentro y con ganas de echarse a llorar por la situación que acababa de presenciar —y la verdad es que se aguantaba las lágrimas al ver a Oleg Sutulov engañar tan naturalmente a Zoya—, levantó la mirada y vio a una mujer.
Aparentaba ser, a lo menos, dos décadas mayor que Charlotte. Era pequeña, delgada, de expresión distante y ausente. Su piel estaba surcada por sutiles arrugas. Su cabello estaba cubierto por tela blanca, indicando que era parte de la servidumbre.
—Buenas noches, señorita de Langlois —saludó, con cierto tono de indiferencia.
—¿Quién eres?
—Soy la criada encargada de serviros en vuestra estadía en el Palacio, señorita. Podéis llamarme Nellya.
Esa declaración puso incómoda a Charlotte. Tener una criada significaba muchas cosas, pero lo más importante era que se metería entre sus posesiones. Eso, por desgracia, incluía la pistola de su padre y —la principal causa de su preocupación— la correspondencia de su madre.
Hasta ahora, solo había recibido una carta; la que había leído la noche anterior, pero podía estar segura de que vendrían más en camino. Las próximas tendrían información —o reprimendas, las cuales eran más esperables por parte de Vérité— que, en las manos equivocadas, podía llevarle a su muerte por traición.
Era un peligro tener a alguien ajeno a ella revolviendo sus cosas, sin embargo, decir que no quería una criada le haría verse mucho más sospechosa. Además, no recordaba la última vez que había ordenado su habitación ella misma, sin ayuda de la servidumbre. Al menos sería útil.
—Prepara un baño —ordenó la francesa con voz cansada.
En media hora, Charlotte hundía su cuerpo en la tibieza del agua. Nellya era eficiente; de eso no había duda.
Ver el exterior le confundía. Observando el cielo, podría haber afirmado con facilidad que eran las diez de la noche, pero la criada le había confirmado que tan solo eran las siete. ¿De verdad los días pasarían con tal eternidad? A este paso, se volvería loca antes de terminar con lo que le había pedido su madre.
Bufó. Tenía cosas más relevantes por las que preocuparse en ese momento, y mucho más urgentes. La constante presencia de Nellya en la habitación, que permanecería de ahora en adelante. El amorío del prometido de Zoya. Evitar que Sergéi Bezpálov se metiese en sus asuntos personales de nuevo. Y, lo más importante, su presentación ante la Emperatriz el martes.
Ya en la cama después del baño —y con un fuerte dolor de cabeza por pensar en todo lo ocurrido en los dos días anteriores, dicho sea de paso—, se dispuso a descansar un segundo. Sin embargo, tres fuertes golpes en la puerta interrumpieron su sueño.
—Puedo despedirle si queréis, señorita —sugirió Nellya.
La rubia resopló. La criada se lo decía como si estuviese enseñándole a dar órdenes a la servidumbre; como si ella no hubiese crecido en la Corte. Sí, tal vez había pasado tres meses con sus padres privada de los lujos de los que gozaba en Versalles. Sí, quizá por eso se le hacía tremendamente incómodo llevar el escote tan bajo y pelucas altas tras perder la costumbre. Pero nunca, de ninguna manera, le harían sentirse como una plebeya. Y mucho menos una sierva como Nellya.
—Pregunta quién es.
—¡La señorita Ananenko! —replicó una voz al otro lado de la puerta, sin esperar la intervención de la sirvienta.
Oh, no. ¿Sabría lo de Oleg? No tenía el valor de mirarle a los ojos y no decirle nada sobre ello.
—Abre —mandó Charlotte.
Nellya se apresuró a cumplir la tarea. Empujándole hacia atrás, Zoya entró a la habitación. Su redingote color lavanda estaba desordenado, y hacía notar que había viajado. Su cabello castaño oscuro estaba revuelto bajo el sombrero. A pesar de ese detalle, la rusa mantenía su compostura común, sin demostrar alguna emoción más que su mirada azul levemente despectiva y sus labios curvados en una sonrisa ladina.
—Vaya, vaya, vaya. Charlotte de Langlois es una conquistadora.
—¿Cómo dices?
—Yo... —carraspeó Nellya— Os dejaré solas si me lo permitís, señorita Charlotte.
—Nadie te ha dado permiso para hablar —replicó la señorita Ananenko con frialdad—. Retírate.
La mujer asintió con sumisión y se fue. Zoya aprovechó la situación para volver al tema.
—Me han dicho por ahí que fuiste con Sergéi Bezpálov a la ciudad... los dos solos.
—Jesucristo, Zoya, no fue nada. Intentó mostrarme San Petersburgo, pero se había hecho muy tarde y tuvimos que volver antes de recorrer algo más que un puente.
—Bueno, si te soy honesta, habría elegido a alguien mejor para hacerlo. Podrías haber elegido a su amigo, el señor Vyrúbov. Al menos él es más alto y agradable a la vista y, de no ser porque su carácter es muy extraño, tendría a todas las damas de la Corte comiendo de su mano. De todos modos, el señor Bezpálov es un comienzo. Me alegro por ti.
Me alegro por ti. Nunca pensó que escucharía esas palabras de parte de una persona como Zoya Ananenko.
—¿A qué has venido?
—¿Además de informarme sobre ese asunto? Oleg me ha dicho que me estabas buscando y querías decirme algo.
Un escalofrío recorrió la piel de Charlotte. No le diréis nada. Esas habían sido sus palabras. ¿Se había arrepentido de ellas o solo la estaba poniendo a prueba?
—Quería contarte lo del paseo a la ciudad —respondió finalmente—. No ha ocurrido nada más.
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