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VI: Ahogarse en la nieve no es divertido

No era buena idea asistir a un baile la noche del sábado. En especial porque los servicios religiosos en la Corte implicaban estar presentable a las nueve de la mañana.

Aunque era de los pocos cortesanos que no ingería alcohol, compartía la resaca de su mejor amigo sin razón alguna, como por arte de magia. Quizá no había sido buena idea sugerirle que bebiera toda esa champaña después del incidente con la señorita de Langlois.

Fuera de la iglesia, hacía un frío penetrante. Leonid se subió el abrigo, intentando, de paso, esconder su rostro de las miradas curiosas. No habría sido la primera vez que sus emociones lo traicionaban mostrándose en su expresión, y mucho menos quería que ocurriera después del incidente de la noche anterior.

Sin embargo, no contó con que Zoya Ananenko salía de la parroquia en ese momento, y sus penetrantes —hasta el punto de irritar— ojos de zafiro se toparon con él. En su andar se revelaba la refinación y elegancia propias de ella.

Nunca podría entender por qué Sergéi estaba tan locamente enamorado de ella. Tan solo con su caminar se adivinaba que era odiosa.

Y, maldita sea su suerte, se acercaba a Leonid.

—Buenos días, señor Vyrúbov —saludó con fría cortesía.

—Buenos días, señorita Ananenko.

Su cuello de piel de armiño realzaba de alguna manera su pequeño busto. ¿Por qué reparaba en eso? Era más fácil fijarse en cualquier otra parte de su cuerpo que en su perturbadora mirada azul.

—¿Qué opináis de lo que ocurrió anoche? —preguntó, rompiendo el silencio entre ellos mientras el resto de los cortesanos salía de la capilla.

—¿Por qué?

—Sois el único que no vio lo que ocurrió. He de suponer que, sin haber presenciado todo el asunto, tenéis una visión más completa escuchando al resto.

—No soy fanático del chisme, señorita.

Ella reprimió una sonrisita.— En todo caso, digo la verdad al notar que no estuvisteis en el salón para cuando fue hallado el cuerpo del señor Vasiliev.

Oh, no. Zoya había metido sus narices en donde no debía. Asustado, Leonid intentó irritarla con lo que le había servido durante más de dos años.

—Zoya...

Sorprendida por escuchar su propio nombre brotar de los labios del joven durante un momento, se olvidó por un instante de pedirle la opinión a Leonid sobre la muerte de Vasiliev. Aliviado por el cumplimiento de la rutina, ni siquiera se inmutó cuando la señorita Ananenko lo tiró hacia un lugar apartado y le dio una bofetada con sus manos enguantadas.

—¡No tenéis derecho a llamarme por mi nombre cristiano!

—Señorita Ananenko, acabamos de oír misa y venís a abofetearme.

—Y una mierda, señor Vyrúbov. No deberíais tratar a una dama con su nombre de pila. Os conozco demasiado bien como para hacerme la tonta y pretender que queríais distraerme de la pregunta.

Leonid gruñó. Su plan había fallado y estaba condenado a responder.— Está bien, perdonadme. ¿Qué queríais saber?

Zoya Ananenko sonrió, complacida de volver al tema.— Vuestra visión sobre el asesinato del señor Vasiliev ayer.

—¿Asesinato?

Ella se cruzó de brazos con incredulidad.

—No creo que sea producto de una muerte natural encontrar el cadáver de un hombre con una bala en el cráneo y dos en el pecho.

El rubio se encogió de hombros.— No hay mucho que opinar sobre un muerto, señorita Ananenko.

—La señorita de Langlois piensa que sois el culpable.

Al joven le dio un pequeño ataque de risa nerviosa. ¿Cómo diantres lo había descubierto llevando tan poco tiempo en Rusia? Debía ser algo sin importancia. De todos modos, ella solo lo había visto una vez.

—Es ridículo.

—Lo sé; dije lo mismo. Debe haber sido algún hombre de la Emperatriz. Yo le sugerí que podríais haber estado cortejando al señor Bezpálov... en privado.

Sus palabras, al principio, aliviaron su creciente angustia. Sin embargo, sus sospechas sobre la vida amorosa de Leonid no le dejaron muy cómodo.

—¡Diablos, señorita Ananenko! —exclamó sin poder contenerse— ¿Por qué pensáis esas cosas? ¿Por poseer un amigo de confianza debo tener una relación íntima con él? ¡Qué tontería! Es como que yo os acusara de estar con...

—¿Con quién, eh? Señor Vyrúbov, me conocéis tan bien como yo a vos. Al único que tengo es al señor Sutulov.

Le dio un empujón. Sorprendido, Leonid perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, hundiéndose en la nieve.

—Si os entrometís en mi compromiso con Oleg Sutulov —agregó amenazante—, juro que os patearé el digno derrière hasta Moscú.

Acto seguido, se alejó, dejando al rubio enterrado en la nieve e invisible para el resto. Se sentía bien estar, por fin, lejos de todos. Lo habría disfrutado más de no ser porque pocos instantes después alguien pisó sus posaderas.

Abrió la boca para quejarse, pero se interrumpió al encontrar la mirada gris de Sergéi.

—¡Ahí estás! —clamó con alegría.

—Me estás pisando el trasero —protestó.

—Lo siento. —Retrocedió un paso dejando libre el cuerpo de Leonid. Le tomó la mano, ayudándole a levantarse.— No me sorprende que haya sido yo el que te haya pisado. ¿Qué hacías ahí?

—Tu querida señorita Ananenko me enterró en el hielo —replicó el rubio, tosiendo. Probablemente parte de la nevada ahora residía en su nariz y garganta.

—¿Qué dijiste que mereció eso? —preguntó con curiosidad exasperante. A veces actuaba como un niño preguntón, lo cual de vez en cuando sacaba de quicio a Leonid.

—Le gustaste a la señorita de Langlois en el baile de ayer.

—¿De verdad? —inquirió, sus ojos tormentosos con una pequeña ilusión.

—No, idiota. ¿Por qué ella me lo diría a ?

Su interlocutor guardó silencio.

—De todos modos, está acabada.

—¿Por qué?

—Sospechaba que yo maté a Vasiliev. Si lo sabe, Charlotte de Langlois tendrá que ser eliminada.

Una de las pocas cosas buenas de actuar como una especie de sicario para la familia imperial era que podía actuar como se le diese la gana.

La prima de Sergéi se había hecho cargo de él, así que se fue sin más preámbulos. Necesitaba estar solo.

Vagó por los pasillos con la esperanza de no encontrarse con Zoya Ananenko. Las cosas ya estaban demasiado incómodas entre ellos como para que viniera a dedicarle una de sus miradas despectivas.

Salió del ala oeste con cierta mirada de preocupación. Las damas allí presentes le dirigieron ojos coquetos. A veces deseaba que todos los días tuviera que usar un antifaz como el de la noche anterior. Al fin y al cabo, ya utilizaba una máscara invisible.

Había ya bajado la escalera para dirigirse a los jardines cuando una puerta se abrió a su izquierda. La mano que salió de la oscura habitación lo agarró de las ropas y lo arrastró hacia adentro.

En la oscuridad, recogió su peluca, que había caído al suelo. Frente a él, alguien encendió una vela que iluminó débilmente la estancia.

Era un lugar bastante pequeño —al parecer diseñado para uso de los criados— en el que tres hombres se hallaban delante del joven sin mucho espacio para moverse. No parecía encajar con la decoración del resto del palacio; de hecho, Leonid no había reparado en la presencia del cuartucho con anterioridad.

—Buenos días, caballeros —saludó sin ponerle demasiada atención al hombre de la vela, quien lo observaba con una expresión un poco irritada.

—Cortad, Vyrúbov —le espetó el que sostenía la luz, quien el rubio reconoció como el barón Artyom Kozlov—. Esto es serio.

—Tan serio como que por un momento me hicisteis pensar que me estaban secuestrando, Kozlov. Y, según creo, mi título es bastante mayor que el vuestro, así que no deberíais hablarme de ese modo.

Artyom gruñó.— Impertinente hijo de...

—Calma, calma —intervino Grigori Deznev. Su porte importante combinado con su remarcable vejez no parecían encajar en el cuarto—. No estamos aquí para discutir eso.

—¡Él empezó!

—Según creo, barón Kozlov, contáis cuarenta y nueve años, no doce. Comportaos.

—Vamos, decidme. ¿Qué ocurre, preadolescente? —preguntó Leonid a Artyom. Este le dirigió una mirada irritada en respuesta.

—Una criada ha encontrado esto y se lo entregó al barón Kozlov —declaró Grigori, enseñando una hoja de papel.

—¿Qué es? Dádmelo.

Leonid intentó agarrarlo, pero la mano firme de Deznev no cedió. En cambio, le dio la vuelta y comenzó a leer en voz alta.

Cuando la perra de Catalina esté desprevenida en un par de semanas más con la venida de los comandantes del sur, podremos actuar contra ella. Espero que sepáis lo que os conviene y queméis esta carta apenas leáis su contenido. Es una amenaza explícita a Su Majestad Imperial Catalina.

—¿Qué tiene? Encontremos al culpable y le damos un par de tiros. ¡Problema resuelto!

—No es tan fácil en esta oportunidad, señor Vyrúbov. En esto interviene la política internacional.

—¿Por qué?

—Esta carta está en francés —explicó la serena voz de Grigori—. Su contenido pertenece a la señorita Charlotte de Langlois, la visitante francesa en la Corte.

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