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Prólogo: No es agradable viajar en barco


Charlotte miró el horizonte perdiendo de vista la ciudad de Calais a la vez que el Germaine se alejaba del puerto, sabiendo que no pasaría poco tiempo para volver. Tendrían que esperar muchos, muchos años.

La chica se inclinó, admirando las olas en las que se balanceaba el barco. Una ola de náusea invadió su garganta y vomitó.

Era la primera vez que viajaba en barco y definitivamente no le gustaba.

—Vaya —se asombró una voz femenina a su derecha.

Con el sabor del vómito aún en su lengua y sus labios, Charlotte levantó la cabeza.

Su madre la miraba con severidad. De seguro algo del desayuno había quedado en las comisuras de su boca.

—Perdonadme, madre —se disculpó Charlotte. Como si hubiera sido su culpa el hecho de marearse con el movimiento del Germaine.

—Sabía que no te gustaba Inglaterra —comentó Vérité de Langlois frunciendo los labios—, pero como para tirar todo tu desayuno al mar...

—Me fascina vomitar, madre. No puedo pensar en una cosa mejor —su hija se cruzó de brazos, enojada por su reacción.

—No me culpes por la muerte de... —se abstuvo de decir el nombre del caballero al que se refería.

Charlotte bien lo sabía, y lo agradecía. Su madre no era la mejor para tocar temas sensibles. Ya tenía un desastre en su vida como para andar aconsejándole al resto sobre asuntos delicados.

—No os culpo, madre mía. ¿Cuánto falta? Si vamos a este paso, voy a tirar hasta la comida de la semana pasada.

Vérité reprendió a la muchacha con la mirada. Era un perfecto resumen de su apariencia. Grácil, firme, fría, astuta: la mujer perfecta para soportar este tipo de situaciones.

—Si la mujer que nos aloja allá te escuchara...

—Lo sé, lo sé. Controlar el comportamiento, bla, bla, bla. ¡Pensar que hace un par de semanas estábamos bailando en el palacio!

Charlotte lo decía con melancolía. Hace dos semanas preparaba su boda con Armand de Allix. Hace dos semanas cotilleaba con sus amigas en los pasillos del Palacio Real. Hace dos semanas comía pasteles y gozaba con los dramas de su joven prima recién presentada a la Corte de Luis XVI.

Hace dos semanas todo estaba bien.

Para su desgracia, el pueblo había querido sublevarse. Dios, ¿es que no podían comprar pan con unas monedas?

Obviamente, ella conocía muy poco más allá de los lujosos muros del Palacio de Versalles, además de su imponente mansión en Lyon.

—Inglaterra puede ser mejor.

—Madre, nos alojamos con una plebeya. ¿Cómo podríais siquiera pensar que eso puede ser mejor?

—Puedes conocer a alguien nuevo.

Charlotte se alejó de su madre en un acceso de silenciosa irritación. Sus cabellos rubios, producto del aire marino, se habían erizado con rebeldía.

—Aún estoy de luto por mi prometido, madre.

—El tiempo todo lo cura. Y un buen matrimonio también sirve.

Su hija la miró con cierta incredulidad en sus ojos verdes. Había estado a punto de casarse con Armand por la posición que mantendría. No obstante, eso no quitaba que lo había pasado muy bien con él.

Vérité acarició sus —ahora indomables por el océano— rizos rubios con cariño maternal.

—¿Qué hacéis? —le espetó Charlotte con extrañeza, alejándose de ella. No le gustaba el contacto físico, y no se lo esperaba de su madre. Pocas veces su hija había recibido un abrazo —o un gesto como el que hace unos segundos había hecho— de parte de ella.

—Vete. Yo te llamaré cuando estemos próximos a llegar.

En definitiva era muy extraño. ¿Tramaba algo? ¿Quería esperar un rato antes de recriminarla de nuevo por quemar su peluca —cosa que había sido un accidente, por supuesto— el mes pasado?

A pesar de haber vivido con ella diecinueve años, Charlotte aún creía que la marquesa de Langlois era una mujer brillante y enigmática.

El camarote —si es que se podía llamar así, puesto que para cruzar el canal de La Mancha no era necesario dormir en el barco— destinado a ser usado por Charlotte era demasiado oscuro.

Con la puerta de madera abierta para dejar entrar la luz del sol de otoño, la joven encontró una vela y la encendió. Desde su partida del puerto, había guardado dos cosas en el cajón de la mesita.

Lo primero era una pistola.

Sí, era una mujer. ¿A quién le importaba? Su padre se la había regalado. Henri de Langlois no podía permitir que su hija fuese vulnerable. Gracias, padre.

Preocuparse por su seguridad era lo mínimo. Tenía fama de libertino. Cuando aún vivían en Versalles, todo el mundo pensaba que pasaba sus noches acostado con diversas mujeres —cosa que múltiples veces fue probada cuando Charlotte entraba por error a los aposentos de Henri—, y se había casado con Vérité de Drouet por su efímera belleza.

Charlotte admiraba a su madre por permanecerle fiel, incluso cuando estaba segura de que él la engañaba con casi todas las damas del palacio.

Lo segundo era una carta.

No era demasiado; solo un par de líneas que Armand le había escrito antes de morir. No era un mensaje desde la tumba ni nada parecido. Era una de sus juguetonas tonterías.
 
 
Nos vemos en los jardines al mediodía. No olvides traer una botella de champaña.
 
 
Había sido lo último que había sabido de él. Ese cinco de octubre las gentes del pueblo habían penetrado en el Palacio, matando a personas al azar. Para su desgracia, una de esas personas había sido Armand. Esa carta era lo único que le quedaba de él.

Quizá su madre decía la verdad y debía soltar los hilos que la unían a Francia y a su feliz vida como hija de marqueses. Los rebeldes habían cambiado todo, y nada volvería a ser lo mismo... ¿no es cierto?

Debía darle la razón a Vérité, aunque la chica tenía que dar el primer paso. Tomó la carta de Armand entre sus finos y largos dedos, y la acercó a la llama de la vela.

La carta prendió casi al instante y en pocos segundos ya era un puñado de cenizas.

Debía dejar Francia atrás, y eso incluía a su prometido muerto.

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