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IV: Sobre cómo estar comprometida te consigue comida gratis

Si algo sabía Zoya, era que los franceses eran muy extraños.

Ella conocía esa cultura. Hablaba el lenguaje a la perfección. Sus tutores eran de ese país. Sin embargo, se sorprendía por la estupidez de Charlotte.

—¿Qué hacéis? —preguntó con irritación a la chica, quien tomaba su champaña con discreta elegancia.

—Bebo.

—Eso está claro —gruñó Zoya. Acto seguido, tomó un par de copas de una mesa aledaña y engulló el contenido de ambas sin miramentos—. A lo que me refiero es, ¿qué estabais haciendo con ellos?

Indicó con el mentón a los dos jóvenes que unos instantes atrás habían estado junto a ella, Sergéi Bezpálov y a Leonid Vyrúbov, quienes cruzaban las puertas situadas a un extremo del Salón.

—¿Quiénes son?

—El que se mueve con pies de retrasado es el hijo del conde Bezpálov, Sergéi. Alejaos de él. Es muy... inusual, si lo preferís. Parece querer seguirme a todas partes; es bastante perturbador. El alto es Leonid, el hijo de la vizcondesa Vyrúbova. Cuidaos también de él. Lo único que tiene de santo está plasmado en su rostro. Es uno de los favoritos de la Emperatriz.

Charlotte tragó saliva.— Con favorito os referís a...

—¿Amante? Por lo general, sí lo haría, menos en su caso. Es como su protegido o algo así, no lo sé.

Entrelazó su brazo con el de su interlocutora, paseando por la enorme sala mientras los músicos tomaban un pequeño descanso.

—Ese de allá es el señor Vasiliev —comenzó Zoya—, un viejo conservador que odia a la Emperatriz.

—Ajá... —asintió Charlotte, enigmática.

—Aquel junto a la ventana es Oleg Sutulov, el soltero más rico y codiciado de la Corte. Lástima para vos que acaba de anunciar su compromiso.

—¿Con quién?

La rusa sonrió.— Conmigo.

Zoya mantenía cierto orgullo al decirlo, como si eso significara que ella aún tenía algo que mostrarle al mundo. Sí, Oleg Sutulov se va a casar con la señorita Ananenko. Iba a ser la señora Sutulova, y eso no podía menos que sacarle una sonrisa.

Junto a él, se sentía querida. Al final del día y después de perder todo, debía tener algo, ¿no?

—¿Y? —agregó con ligera curiosidad— ¿Habéis conocido a alguien que pueda importaros?

—Además del hombre que se ha caído bajo mis faldas, no en realidad.

—Es una pena. Podría haber sido alguien aceptable pero, por desgracia, aquí todos tenemos pies en perfecto funcionamiento. Cuando estamos sobrios, al menos.

—¿Qué ocurre con él? —preguntó Charlotte con algo de irritación— Creo que es muy agradable.

—¿Sergéi Bezpálov? —Cubriendo sus labios con delicadeza en sus dedos, Zoya soltó una carcajada por poco inaudible— Primero lo primero; ¿no estuvisteis poniendo atención en lo que acaba de pasar? ¡Se cayó bajo vuestro vestido! ¿No pensáis que es algo... atrevido?

—Fue un accidente.

—Ajá, sí, todos los hombres dicen eso. Después meten las narices en el escote y dicen que se ha caído un poco de vino.

—¿Os ha pasado eso?

—¡Retomando! —exclamó Zoya, cambiando repentinamente de tema— Está demasiado dominado por el señor Vyrúbov. Cada vez que ambos están juntos, el señor Bezpálov termina haciendo el ridículo. Recuerdo que una vez terminó semidesnudo colgado de un árbol. El año pasado, por ejemplo, vomitó en mi vestido. Al parecer el acontecimiento que inaugura su temporada de idioteces ha sido su caída frente a vos, señorita de Langlois.

—Oh, vaya —fue lo único que pudo pronunciar Charlotte después de aquel detallado relato sobre las estupideces que había cometido su antiguo compañero de baile.

—Si eso es lo único que vais a decir, os sugiero que me acompañéis a buscar bocadillos. Muero de hambre.

La francesa la siguió por entre el bullicio de la gente. El aire estaba impregnado de olor a alcohol, maquillaje y rosas.

Acercándose a uno de los criados que servía la comida, se puso frente a él con porte autoritario.

—Dadme un plato con cincuenta de vuestras mejores pastilás.

—Señorita, también debo dejar para el resto de...

—Soy la prometida de Oleg Sutulov. Os advierto que no me gusta esperar.

Con temor en sus ojos, el sirviente se alejó con rapidez, cumpliendo el pedido de Zoya. Ella se dirigió a Charlotte con una sonrisa complacida.

—Ya veis lo que un nombre puede hacer. Id a buscar dos copas.

—¿Por qué?

—¿Es que acaso no queréis iros de aquí? ¿Para qué pensáis que es la comida? Lamento deciros que no creo que alguien quiera bailar con vos después de la caída del señor Bezpálov frente a vos. Además, me mato de ganas de quitarme esta estúpida máscara.

—¿No es... contra las reglas o algo así?

—¿Reglas? —La rusa hizo una mueca desagradada— Me las paso por mi digno derrière. Ahora, si os place, señorita de Langlois, id a buscar los malditos vasos de champaña.

—Así está mucho mejor —dijo Zoya después de quitarse la máscara, aliviada.

Los pasillos del Palacio parecían vacíos. Le aliviaba el hecho de que todos, incluso los criados, estaban en el baile. Se sentía más... ¿libre, era la palabra?

Descorchando una botella de champaña con los dientes, sirvió el líquido dorado y burbujeante en una de las copas de Charlotte.

—Toma —le ofreció a su compañera. Ella la agarró dubitativa.

Zoya, por su parte, se tragó la champaña al seco y rellenó la copa.

—¿Cuántas llevas?

Contó con los dedos.— ¿Ocho? ¿Nueve? ¿Qué importa? Tengo la gracia de no perder la razón al estar ebria. Ahora —indicó con su mano el final del pasillo, cual comandante dirigiéndose a la batalla—, ¡a tu habitación!

Su compañera se detuvo.— ¿Por qué a la mía?

—¿No es obvio? —sonrió— Estoy decidida a terminarme esta botella, y el resultado no será bonito. ¿Crees que me gustaría que mis aposentos apestaran a vómito?

A pesar de la molestia visible en su rostro, Charlotte no se negó. En cambio, se dedicó a seguir a Zoya, quien bien sabía —probablemente mejor que la propia dueña de este— dónde estaba el dormitorio.

—Entonces... —comenzó la señorita Ananenko, cerrando la puerta del cuarto— Cuéntame todo.

La señorita de Langlois, según podía observar la rusa, estaba algo turbada por el hecho de que la tuteaba. Bueno, tal vez porque Zoya Ananenko parecía ser la única persona que le había ayudado desde su llegada a las tierras rusas, se había ganado el derecho de tratarla así.

—¿Contarte qué?

—Oh, no te hagas la tonta. Sé que no has venido aquí solo a buscar pretendiente. Y también sé que estabas a punto de casarte.

Intentando quitarle hierro al asunto, Zoya cogió uno de los pastilás y se lo introdujo en la boca. A la lejanía, se escuchaban las alegres voces de los invitados del baile. Charlotte tragó saliva con nerviosismo.

—¿Cómo...?

—La marca en tu dedo sugiere que tuviste un anillo de compromiso por mucho tiempo... como este. —Levantó su anular izquierdo, mostrando una prominente joya plateada con incrustaciones de esmeraldas.

El anillo que le había regalado Oleg al proponerle matrimonio.

—Vaya. —Eso fue lo único que pudo decir Charlotte. Después de unos momentos de silencio, agregó:— Eres muy... rara.

—Prefiero la palabra perspicaz, gracias. Si no lo has notado, Charlotte querida, soy una mujer que valora la honestidad. ¿Y? ¿Me vas a decir o no?

Ella titubeó. Tenía un aire nervioso y tímido, como una reina que ha sido relegada a la sombra de otros. Zoya conocía bien ese sentimiento.

Finalmente, suspiró, rindiéndose.— Está bien.

La rusa tomó otro pastilá entre sus dedos y se sentó en la cama, ansiosa como una niña pequeña de escuchar un cuento. Las voces de la fiesta crecían en volumen, pero sus ojos estaban puestos en el rostro de Charlotte.

—Me iba a casar con alguien y murió. Después, escapamos a Inglaterra. Ahora estoy aquí. Fin de la historia.

—¿Es una broma? ¡Necesito detalles! ¿Era un matrimonio arreglado? ¿De qué murió? ¿Por qué no te quedaste en Inglaterra? ¿Por qué aquí?

—Me va a dar una migraña, Zoya. Haces muchas preguntas.

—Porque quiero respuestas —replicó ella, desafiante.

Su interlocutora, en un gesto casi imperceptible, rodó los ojos.

—Si a mí no me concierne saber sobre tu prometido, tú no te metas en lo referente al mío. Segundo, vine aquí porque era más seguro que Inglaterra; la Emperatriz tiene fama de... ser agradable con los franceses, supongo. Ah, sí, mi matrimonio fue arreglado.

La señorita Ananenko había dejado de prestar atención, concentrada en lamer los restos de pastilá en sus dedos. No obstante, la palabra arreglado llegó a sus oídos sin problema, causando que estallara en protestas.

—¿Es que en Francia sois retrasados o algo parecido? ¿Vivís en el medioevo? ¿Por qué hay gente que sigue arreglando matrimonios?

—No fue precisamente así —murmuró Charlotte—. Mis padres hicieron un trato con los suyos y entonces comenzó a cortejarme, así que...

—Dios mío, señorita de Langlois. Si no crees que eso es un matrimonio arreglado, no sé qué pensar de ti.

Antes de que ella pudiera replicar, Zoya profirió un "¡Diablos!", al tiempo en el que el relleno carmesí del pastilá que estaba en sus dientes caía sobre su vestido. Al maldecir, soltó el dulce, el cual cayó sobre su ropa manchándola aún más de rojo.

—No es tan grave.

—¿No es tan grave? ¿Siquiera estás mirándome? ¡Parezco el pañuelo de alguien a quien le ha sangrado la nariz!

Charlotte no pudo menos que reprimir una sonrisa divertida.

—Ni se te ocurra reírte de mí —la reprendió Zoya con dedo acusador—. Si tú...

Su amenaza fue interrumpida por sucesivos y nerviosos golpes a la puerta. Después de haberle sido otorgado el permiso para entrar, un canoso y decrépito criado abrió la puerta.

—Oh, señorita de Langlois, ¡estáis bien! —Dándose cuenta de la presencia de otra persona en el cuarto, preguntó en voz baja:— ¿Estoy interrumpiendo algo?

—No, para nada.

Las voces provenientes del Gran Salón se hicieron aún más ensordecedoras con la puerta abierta. Impaciente, Zoya tomó la palabra.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz autoritaria— ¿A qué has venido?

—Señorita Ananenko, ha... —se cortó, palideciendo— ¿Qué...? ¿Qué tenéis en el vestido?

—¿Qué ocurre? —repitió ignorando las palabras del sirviente.

—Venía a asegurarme de vuestro estado. Seguidme hasta la fiesta, por favor.

Las voces se habían tornado en gritos histéricos. Ya no eran las exclamaciones alegres producto de la atmósfera de un baile de máscaras. Un sombrío presentimiento se alojó en la mente de Zoya Ananenko.

—¿Qué ocurre? —dijo por tercera vez.

El criado tragó saliva.— Un hombre ha sido asesinado, señorita. El cadáver del señor Vasiliev fue encontrado en los jardines hace unos minutos.

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