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III: La culpa es de los zapatos, solo digo

—Me das risa vestida así, Nadya —sonrió Sergéi, ajustándose el traje.

Su cabello castaño claro había sido escondido bajo una peluca —cosa que él consideraba algo ridícula, pero Nadezhda había insistido— y sus ojos grisáceos se escondían en una máscara de negro y oro. Su traje amarillo pastel le daba un aire de falsa altivez.

Su prima, con su clásico porte digno de la realeza, tenía puesto un vestido amplio de satén gris y azul claro, con un antifaz del mismo color con plumas a juego. Parecía un chiste que aquella chica, con el cabello rojizo tan empolvado y el comportamiento correcto y silencioso —al contrario de lo que solía presenciar en lo cotidiano—, tuviese tan solo dieciséis años.

—¡Calla! —protestó ella con irritación— Primero, esta es la última moda. Segundo, me tienes que llamar señorita Nadezhda Ulianova, Seryozha. No estamos en Moscú, debes recordarlo.

—Y deberías recordar que soy cuatro años mayor y no deberías estar dándome órdenes.

Nadezhda bufó, enojada.— Ajá, sí. Entremos, ¿quieres?

Con una mirada, el joven indicó a los dos guardias que cuidaban la puerta que abrieran el paso. Cumpliendo las órdenes, la entrada al Gran Salón del Palacio de Invierno fue abierta para los dos jóvenes.

El aire estaba cargado de murmullos, olor a champaña y música. En la inmensa habitación, coloreada de oro y blanco, los grupos de damas cotilleaban, mientras los caballeros revoloteban como polillas en una vela, intentando pedirles alguna pieza.

Sin embargo, una dama captó la atención de Sergéi. Llevaba máscara, pero sabía a la perfección de quién se trataba. Había logrado reconocer su vestido.

—Mira —llamó Nadezhda, tirándole del brazo en la dirección opuesta.

—Es la señorita Ananenko —murmuró su primo, soñador.

—¡Dios, Seryozha, eres un pervertido! —susurró ella, irritada— ¿Cómo diantres sabes que es ella desde esta distancia y además con un antifaz? Yo me refería a la señorita Yebóracheva; su pouf está a punto de caerse.

—¿Y cómo sabes que es la señorita Yebóracheva?

—Me dijo que estaría llevando un peinado muy especial con un canario dentro, no es difícil de distinguir.

Nadezhda tenía razón. Los empolvados cabellos de elevada estatura de Lidiya Yebóracheva colgaban de un ángulo peligroso, próximos a caer, revelando sus cabellos rubios bajo la peluca. El pobre pájaro atrapado en su pelo cantaba con desesperación. Nadezhda sonrió, agradeciendo la suerte de no ser ella la que estaba siendo puesta en ridículo.

—Aquí nos separamos. Suerte, Nadya.

—Señorita Ulianova —corrigió—. Gracias. A ti también, primo. No pises a nadie y no seas un idiota.

—Buen consejo.

Ella se alejó, buscando a alguna de sus amigas. Por su parte, Sergéi bajó la escalera, tratando de hacerse el encontradizo con la señorita Ananenko. Al fin y al cabo, ella nunca le hablaría si él no daba el primer paso.

Su vestido crisoelefantino combinaba con su antifaz, que le cubría la parte superior del rostro. Sérgei se acercó a ella con timidez.

—Señorita Anan...

Se cortó. La dama, al darse vuelta, le devolvió una mirada desde la máscara. Sin embargo, lo inusual era que sus ojos eran de color verde, no azules como los que ella, al menos, solía tener.

Avergonzado por haberse equivocado, el rubor inundó sus mejillas. Retrocedió un paso para emprender una huida un tanto cobarde, pero decidió encarar a la chica.

—No sois Zoya Ananenko.

—Al parecer, vos tampoco —respondió ella con sutil ironía.

Sergéi logró reconocer el acento. En definitiva, su lengua materna no era el ruso.

—¿Señorita de Langlois?

Ella soltó un pequeño bufido, lo suficiente como para que el resto no notara ese gesto poco femenino.

—¿Es tan obvio?

—Bueno, vuestro acento os delata.

—Ah, sí. Eso.

—¿Habéis visto a la señorita Ananenko?

—No. ¿Sois su...? —sin terminar la frase, volvió su voz un susurro— ¿Su pretendiente?

—¿Qué?

—Nada —replicó con mayor rapidez que la normal. Luego, llamó su atención—. Mirad, está junto a la ventana.

Zoya Ananenko se encontraba donde había dicho la señorita de Langlois, pero un detalle desilusionó a Sergéi. Posaba la mano en el brazo de un hombre. Ambos llevaban una expresión de altiva superioridad, además de que su rostro estaba adornado por una brillante sonrisa. Su vestido rosa pálido resaltaba los ojos azules detrás de la máscara del mismo color de sus ropas.

Estaba radiante de felicidad. Enamorada. Del hombre que estaba junto a ella, no de Sergéi. Vaya basura.

—¿Qué ocurre? —preguntó la señorita de Langlois.

—¿Me permitís esta pieza? —pidió Sergéi, con la mirada aún puesta en la pareja junto a la ventana.

—¿Quién sois?

—Mi nombre es Sergéi Bezpálov, señorita de Langlois.

—Está bien —aceptó, tomando su mano.

Él la arrastró al centro, haciéndose parte del grupo que se estaba formando para bailar. Los músicos comenzaron a tocar y las parejas se acercaban al centro, incluyendo a Zoya y el misterioso hombre a su lado.

Con el comenzar de la melodía, las mujeres hicieron una reverencia, dando inicio a la danza. Como pareja de baile, Charlotte de Langlois era enérgica, precisa y grácil, al contrario de lo que aparentaba. Sergéi, por su parte, no la había pisado y tampoco había hecho el ridículo.

Aún.

Como de costumbre, Sergéi lo había pensado demasiado pronto.

Posó su antebrazo en el de la señorita de Langlois, quien dio una vuelta con una sonrisita complacida en su rostro. Sin embargo, al girar, chocó contra la pareja de al lado —que, por desgracia, eran la señorita Ananenko y su amigo— y tropezó, cayendo bajo el vestido de su compañera.

A pesar de que los músicos no habían terminado de tocar, varias personas a su alrededor dejaron de bailar para observarlo. Perfecto. Había metido la pata otra vez. Por fortuna, entre esos mirones no se encontraba Nadezhda, así que pudo asegurarse de no recibir una reprimenda de su joven prima después de la jornada.

Pero eso no era lo peor. Zoya Ananenko lo miraba aguantando la risa, y tenía la sensación de que el resto hacía lo mismo. Su rostro se inundó de rubor, avergonzado. Era un desastre.

—Perdonad a mi acompañante —anunció Charlotte de Langlois—, se ha pasado un poco de tragos.

Sus verdes ojos sonreían con amabilidad detrás de su máscara mientras le ofrecía su mano derecha, ayudándole a levantarse del piso. Segundos después, se alejaron del grupo, viendo al resto reanudar el baile.

—Gracias —murmuró Sergéi, aún con algo de embarazo en su tono.

—No hay que agradecerme de nada, señor Bezpálov.

Acto seguido, tomó dos copas de champaña, regalando la segunda al joven. Él la rechazó.

—Acabáis de decirle a todo el mundo que me he caído por beber demasiado. ¿Creéis que sería prudente tomar champaña ahora?

Ella lo miró, algo desconcertada.— No sabía que os afectaría tanto. Fue lo primero que se me ocurrió... para que os fuerais de debajo de mis ropas.

Sergéi, aún más rojo si cabe, tartamudeó:— Sí..., sí. Perdonadme por... eso. En todo caso, fueron los zapatos.

Una ceja se enarcó por sobre la máscara de la chica, incrédula.— ¿Los zapatos?

Él, ligeramente más confiado en su excusa, continuó:— Sí, sí, los zapatos. El calzado de Moscú es muy incómodo. No permite bailar bien cuando no combina con el diseño del piso.

Santo Dios, ¿es que no podía venir alguien a cerrarle la boca de una vez?

Sintió una presencia detrás de él, y al volver la cabeza se encontró con su amigo Leonid. Su considerable altura y claros ojos azules eran inconfundibles pese a su antifaz.

—¡Ea! —exclamó con alegría, poniendo su brazo izquierdo alrededor de Sergéi— ¿Sois la señorita de Langlois?

Con una modesta sonrisa, ella asintió.

—Sergéi, maldito borracho, ¡no te pases de copas frente a mujeres! Ya sabes lo que pasó cuando... —soltó una sonora carcajada. Su amigo sabía a la perfección qué momento estaba recordando.

—Apenas he bebido una copa de champaña.

—Ya, claro, no queremos repetir el vómito a los pies de la señorita Ananenko.

Guiñó un ojo. Sergéi se sacudió la mano de Leonid posada en su hombro, levemente irritado.

—De todos modos, señorita de Langlois, os agradezco de corazón haberle salvado el trasero a mi amigo. No puede empeorar mucho la reputación que tiene.

—Leonid, eres un imbécil —gruñó su amigo por lo bajo.

—Ah, ni creas —dijo él con una sonrisa traviesa—. Tengo una botella de champaña a tu nombre. Perdonadme, señorita de Langlois —agregó, haciendo una pequeña reverencia frente a la francesa—, pero el señor Bezpálov y yo tenemos que hablar de algunos asuntos.

Antes de que Sergéi pudiera protestar, lo tomó del brazo y lo llevó con él hacia las puertas. Solo pudo volver la cabeza lo suficiente para ver a la señorita Ananenko acercarse a su pareja de baile una vez terminada la música.

Tras las puertas, el pasillo parecía oscuro y sin vida, iluminado por las tenues luces de San Petersburgo a través de la ventana. Leonid detuvo a su amigo junto a él.

—Sergéi...

Al instante supo que algo andaba mal. Primero, él no acostumbraba a llamarlo por su nombre de pila cuando estaban solos. Era más común que le dijera Seryozha —como Nadezhda solía hacerlo— o, simplemente, un idiota. Segundo, su tono había adquirido seriedad inaudita.

—¿Qué ha pasado?

—Esto es serio.

Escuchar la voz lúgubre de Leonid entre las sombras hizo que un escalofrío recorriera la piel de su interlocutor. Sin embargo, él no se percató de la amargura que escondía.

—Vamos, ¿qué?

—Sergéi, me han pedido que mate a alguien.

Manip de arriba hecho por la maravillosa _aitanx_

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