II: Mejor mal acompañada que sola
Charlotte se sentía algo intimidada por los grandes pasillos del palacio.
Claro, debía estar acostumbrada a tal inmensidad. Al fin y al cabo, pasaba en Versalles la mayoría del año.
Sin embargo, habían pasado demasiadas cosas desde que partió de Calais tres meses atrás. Ella había cambiado, al menos.
Apoyada en una de las grandes paredes ricamente decoradas del Palacio de Invierno, esperaba a que una criada viniese a indicarle cuáles serían sus habitaciones en su estadía en San Petersburgo. La capital le gustaba. Por lo que había visto, tenía ciertas características pintorescas. Todo estaba dispuesto para disfrutar su estancia en las tierras del Imperio Ruso.
Sí, claro.
Los rápidos pasos de una mujer caminando por el pasillo vacío llamaron su atención. En un principio pensó que era la sirvienta que esperaba, mas su apariencia lo negó.
Era una chica de su edad, aunque sus ropas podrían haberle quedado a una mujer diez años mayor con facilidad. El vestido de seda celeste que modelaba se ajustaba a su delgado cuerpo, como si cada hilo hubiese sido especialmente diseñado para ella. Su cabello castaño —al parecer un espécimen raro en las tierras rusas— se levantaba en un elaborado peinado, y sus ojos azules brillaban como zafiros.
—¿Sois la señorita de Langlois? —preguntó con voz autoritaria.
Charlotte tragó saliva antes de responder.
—Sí.
Ante la contestación de la joven francesa, la recién llegada bufó.
—Con ese vestido, se os nota a tres leguas que no pertenecéis aquí. —La tomó de la muñeca, arrastrándola junto a ella.— ¿Creéis que los bailes son un juego, acaso? No podéis andar por ahí como una campesina cuando estáis en el maldito Palacio de Invierno.
A su interlocutora le sorprendió la naturalidad con la que maldecía. Sin embargo, no tuvo tiempo para reflexionar sobre ello, pues la chica rusa abrió una puerta y la empujó dentro.
Se encontraba en una habitación enorme, decorada de dorado y marfil, con grandes ventanales. A la izquierda, se abrían las puertas hacia un dormitorio. Un ramo de flores frescas —algo un tanto inusual para estar a principios de enero— se elevaba sobre una larga mesa junto a la ventana.
—Son mis aposentos —anunció con seriedad la rusa—. Os ayudaré a arreglaros. Como veis, no pido criadas antes de los bailes. Ya tuve demasiados percances por su torpeza y no pienso repetirlos para una ocasión así.
—¿Qué ocasión?
—Oh, por favor, señorita de Langlois. Es vuestro primer evento social desde vuestra llegada. ¿Dudáis de que todas las miradas se posarán en vos?
—Es un baile de máscaras. Nadie sabrá quién soy.
—Claro —asintió ella, soltando una risa sin gracia—. Pero con ese horrible acento de seguro seréis delatada en unos segundos.
Charlotte levantó una ceja. Estaba poco acostumbrada a que una mujer de su clase fuese tan honesta y directa, al punto de llegar a ofender.
—¿Podéis recordarme quién sois?
La chica sonrió.— Zoya Ananenko, un placer. Querían enviar a una criada para ayudaros, pero supuse que necesitaríais más que eso.
—Gracias —farfulló la francesa.
—He de suponer que habéis asistido a algún baile de máscaras en Versalles. La Emperatriz tiene una extraña obsesión con Francia, así que no supondrá demasiada diferencia a lo que estáis acostumbrada. Ahora, con respecto a eso... —Zoya indicó la vestimenta de Charlotte.
Ella bufó por lo bajo. Sí, su vestido de chiffon rosa era algo sencillo, pero era lo mejor a lo que podía aspirar desde Inglaterra. Su familia no tenía el dinero de las propiedades en Francia y solo poseía poco más de lo que sus integrantes se habían llevado en la mano.
—Tengo ropas mejores, no os preocupéis —afirmó la señorita Ananenko con una sonrisa ligeramente arrogante. Acto seguido, aplaudió un par de veces, intentando apresurar la situación—. No nos queda todo el tiempo del mundo. El baile es en nueve horas y hay mucho que mejorar en vuestra apariencia.
—No puedo respirar —se quejó Charlotte, intentando ajustarse la ropa.
—Nada de eso, señorita de Langlois —se defendió Zoya—. Tal vez en Francia os gusten las gentes rollizas, pero aquí nadie quiere a las damas gruesas a no ser que seáis la maldita Emperatriz.
El gusto de la rusa no podía ser criticado. El vestido estilo francés de satén crisoelefantino le hacía sentirse bonita por primera vez desde que murió Armand. Se habría sentido como la joven perfecta... de no ser porque se asfixiaba con el corsé de talla demasiado pequeña para ella y por el hecho de que su compañera insistía en bajarle el escote.
—¿Es que los franceses sois retrasados? —protestó Zoya— De seguro habéis venido a buscar marido aquí, y con ese busto tan pequeño no tenéis mucho con lo que participar.
Buscar marido. Charlotte intentó no expresar nada ante el recuerdo de que ya no estaba prometida a un hombre y, en cambio, se enfrentó a la chica.
—Vos tampoco tenéis mucho que presumir.
—Por lo menos yo tengo a un pretendiente —replicó Zoya con un gesto consternado en sus profundos orbes azules.
—¿Quién?
—Eso no os incumbe.
Charlotte apartó los ojos, avergonzada. Pretendió fijarse en los elaborados hilos de oro que recorrían su vestido, tratando de evadir la penetrante mirada de la señorita Ananenko. Ella, por su parte, había ido detrás de un biombo color amarillo pastel.
Después de algunos momentos en embarazoso silencio, Zoya salió de su escondite con una sonrisa triunfante en los labios y un antifaz en la mano derecha.
—¡Perfecto! —clamó— No se puede asistir a un baile de máscaras sin una máscara, señorita de Langlois.
La pieza en cuestión combinaba con el vestido de la francesa, siguiendo el patrón de líneas doradas y color marfil de la ropa. Con gentileza, la señorita Ananenko ató la cinta en la parte posterior de su cabeza, y el espejo le devolvió a la chica una majestuosa imagen. Al fin, Charlotte se sentía importante desde que había dejado Francia.
—Fabulosa, bella, hermosa —comentó la rusa, admirando su creación. Su interlocutora saboreó cada palabra con una sonrisa complacida—. Es obvio que tengo mejor gusto en moda que las criadas.
Empujó a Charlotte con suavidad, intentando apartarla del espejo para vestirse. Sin embargo, la chica pisó uno de los pliegues del vestido y tropezó, cayendo con la espalda en el suelo.
Soltó una maldición en francés, ganando una mirada juiciosa por parte de su compañera.
—Querida —dijo Zoya con voz empalagosa—, si vais a maldecir, hacedlo en ruso como es debido. Id a vuestras habitaciones y enviaré a alguna sirvienta para que os arregle ese cabello y os maquille.
Luego, tan pronto como había entrado a los aposentos de Zoya Ananenko, fue expulsada, la puerta cerrándose sobre su pequeña espalda.
En el amplio pasillo, vestida aún con las ropas de marfil y dorado de su compañera y el antifaz que combinaba, de repente se sintió ridícula. Sin la mirada de la señorita Ananenko, parecía volver a la normalidad, como si aún sintiese los ojos de su madre reprendiéndola por su apariencia.
El Palacio se veía vacío. Charlotte supuso que todos estarían en el lugar de Zoya, arreglándose para el baile. Se sentía terriblemente solitaria.
Si hubiera estado en Versalles, habría sido acompañada por Louise y Fleur, sus fieles amigas. Ella llevaba la voz cantante. Ella era un ídolo de las adolescentes cortesanas.
Y ahora estaba sola en un palacio gigantesco, sintiéndose tan ridícula como un perro con ropa elegante y máscara.
—¿Señorita?
A su izquierda, una criada se acercaba con suavidad. Era una mujer flaca, baja y grácil, de busto y manos prominentes. Su cabello pajizo era rubio y sus ojos de un profundo azul oscuro, que se ubicaban bajo gruesas cejas oscuras y entre ellos una nariz aguileña. Caminaba con seguridad y sumisión, como un buen miembro de la servidumbre debía.
Dios, hasta ella parecía más hermosa que Charlotte.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó la sirvienta— ¿No deberíais estar preparándoos para el baile?
—No sé cuáles son mis aposentos —replicó, recalcando su acento lo más posible.
—Oh, señorita de Langlois —se sorprendió la criada, haciendo una pequeña reverencia—. No sabía que erais vos. Permitidme, puedo mostraros.
Dio media vuelta sobre sus pies y comenzó a caminar, invitando a la chica a seguirla. Charlotte obedeció.
—¿Cuál es tu nombre?
—Ulana, señorita —contestó la mujer con sencillez. Acto seguido, se detuvo frente a una puerta blanca, casi igual a la de la habitación de Zoya—. Estos son vuestros aposentos. Lamento deciros que no podré preparar vuestro cabello y vuestro maquillaje, sin embargo, después de terminar con la señorita Ulianova puedo pedirle a alguien que venga a hacer lo mismo con vos.
Señorita Ulianova. ¿Quién sabe? Tal vez Charlotte podría entablar amistad con esa chica durante su estadía en Rusia.
—Sí, sería perfecto. Gracias.
Entró en su habitación desierta y Ulana cerró la puerta tras ella.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro