Capitulo 35
Al llegar a la enfermería, Diego colocó a ___ con cuidado sobre una de las camillas. Grace, con su habitual sonrisa tranquila, se acercó rápidamente.
—Déjenme revisarla, queridos. Todo estará bien —dijo con suavidad, aunque su mirada reflejaba preocupación.
—¿Cómo puede estar bien después de todo esto? —dijo Allison, cruzándose de brazos mientras miraba a Grace con los ojos llenos de lágrimas.
—Hizo todo lo posible, y ese monstruo... —Klaus se detuvo, apretando los labios para contener su enojo—. Esto no es justo.
Luther entró poco después, su semblante serio y lleno de culpabilidad.
—Deberíamos haberla detenido antes de que todo esto llegara tan lejos —murmuró.
—¿Y cómo íbamos a hacerlo? —replicó Diego, furioso, mientras caminaba de un lado a otro—. Papá no escucha a nadie. Nunca lo ha hecho.
Grace terminó de examinar a ___, ajustando la vía intravenosa para rehidratarla.
—Está débil, pero con descanso y alimento mejorará —anunció con calma, mirando a los chicos.
—¿Y si no quiere mejorar? —preguntó Klaus en voz baja, su tono lleno de una tristeza que rara vez mostraba—. ¿Y si ya no quiere seguir...?
El silencio que siguió fue ensordecedor. Nadie se atrevía a responder. Allison bajó la mirada, luchando por mantener la compostura, mientras Diego golpeaba la pared con frustración.
—Eso no va a pasar —dijo Luther con firmeza, rompiendo el silencio. Se acercó a ___ y le tomó la mano con delicadeza—. No vamos a dejarla sola.
—Entonces tenemos que hacer algo con él —susurró Diego, refiriéndose a su padre.
—¿Qué propones? —preguntó Allison, dudosa.
—No lo sé aún... pero no podemos seguir dejando que nos controle como si fuéramos sus marionetas.
Mientras discutían, la respiración de ___ empezó a estabilizarse poco a poco, aunque su rostro seguía pálido y su expresión reflejaba la lucha interna que aún libraba.
Cuando ella despertó no había nadie, intento pararse poco a poco hasta que lo logró. Camino hasta la puerta y salió de la enfermería, en eso vio a su padre en la puerta.
Este le jalo del brazo y aunque ella se quejaba no dejaba el brazo de la menor libre, este la llevo a un pasadizo oscuro y abrió una puerta metal y la tiró ahí.
El golpe contra el suelo frío le arrancó un quejido ahogado. La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la tenue luz que se colaba por las rendijas de la puerta metálica.
Reginald se quedó de pie en el umbral, mirándola desde lo alto con una expresión que mezclaba desdén y severidad.
—No toleraré más debilidades, Número Ocho —dijo con voz gélida, sus palabras cortantes como dagas—. Aquí aprenderás a ser fuerte.
Ella intentó incorporarse, pero sus piernas temblaban por el esfuerzo.
—Por favor... déjeme salir —suplicó con voz quebrada, pero él no mostró compasión alguna.
—No saldrás hasta que demuestres que puedes controlar tus emociones y superar tus limitaciones —sentenció antes de cerrar la puerta con un estruendo, dejándola sumida en la oscuridad.
La menor se arrastró hasta una de las esquinas de la pequeña habitación, abrazándose a sí misma mientras las lágrimas corrían por su rostro. Cada respiración era un recordatorio de su soledad y del peso insoportable que cargaba.
Horas pasaron, o tal vez fueron minutos; el tiempo parecía no tener sentido en ese lugar. El frío se metía en sus huesos y la desesperación empezaba a apoderarse de ella.
De pronto, escuchó un ruido detrás de la puerta, un sonido ligero, como si alguien estuviera intentando abrirla.
—¿___? —susurró una voz conocida. Era Klaus.
Su corazón dio un vuelco.
—¡Klaus! —respondió con un hilo de voz, arrastrándose hacia la puerta—. Ayúdame, por favor...
—Shh, estoy aquí. Voy a sacarte, pero necesitas ser silenciosa —dijo él, manipulando algo en la cerradura.
Después de unos segundos de tensión, la puerta se abrió lentamente, dejando entrar un rayo de luz. Klaus la miró con preocupación, ayudándola a levantarse.
—Esto es una locura. No voy a dejar que ese viejo te haga esto otra vez.
—¿Y si nos descubre? —susurró ella, temerosa.
—Déjamelo a mí. Ahora, vámonos antes de que alguien nos vea —dijo él, envolviéndola con un brazo para sostenerla mientras salían de ese lugar oscuro y frío.
Mientras Klaus la ayudaba a caminar por el pasillo, un ruido heló su sangre. El eco de pasos firmes resonó detrás de ellos, cada paso más amenazador que el anterior.
—¿Y qué se supone que están haciendo? —la voz fría de Reginald rompió el silencio, deteniéndolos en seco.
Klaus giró lentamente, interponiéndose entre su hermana y su padre, con una mezcla de desafío y miedo en su rostro.
—La estoy sacando de aquí. No puedes seguir tratándola así, viejo.
Reginald frunció el ceño, su mirada helada recorriendo a Klaus antes de posarse en la figura frágil de Número Ocho.
—¿Y quién te dio permiso para desafiarme? —preguntó con calma amenazante.
—¡Nadie necesita tu maldito permiso para ser humano! —espetó Klaus, apretando los puños.
El padre de ambos dio un paso adelante, su presencia imponente haciendo que Klaus retrocediera instintivamente.
—Tú siempre has sido el más inútil, Número Cuatro —dijo Reginald, su tono goteando desprecio—. Pero incluso para ti, esto es inaceptable.
Klaus tragó saliva, pero no cedió.
—No voy a dejar que sigas destruyéndonos —dijo con valentía, aunque su voz tembló al final.
Reginald soltó una risa corta y amarga.
—Destruirlos. ¿Eso crees? Todo lo que hago es por su bien, pero está claro que la lección no ha sido aprendida.
En un movimiento rápido, agarró a Klaus del cuello de la camisa, empujándolo contra la pared.
—¡Déjalo! —gritó ella, reuniendo fuerzas para enfrentar a su padre—. ¡No es su culpa, es mía!
Reginald soltó a Klaus, quien cayó al suelo tosiendo, y se volvió hacia ella.
—Por primera vez tienes razón, Número Ocho. Todo esto es tu culpa. Y pagarás por ello.
Ella sintió cómo su cuerpo se tensaba, pero no retrocedió, decidida a proteger a Klaus, incluso si eso significaba enfrentarse al hombre que más temía.
Reginald levantó la mano y la bofeteó con fuerza, el sonido del golpe resonando por el pasillo. Ella cayó al suelo, llevándose una mano a la mejilla, sintiendo el ardor y la humillación.
—¡Basta! —gritó Klaus, luchando por ponerse de pie y abalanzarse sobre su padre. Pero antes de que pudiera hacer algo, Pogo apareció rápidamente y lo sujetó por el brazo.
—¡Déjame ir, Pogo! —protestó Klaus, forcejeando desesperadamente—. ¡No puedo dejarla sola con él!
—Es por su bien, Número Cuatro —dijo Pogo con tristeza, tirando de él con fuerza, mientras Klaus intentaba resistirse.
—¡No! ¡Ella me necesita! ¡Él la está lastimando! —gritaba Klaus, mientras Pogo lo arrastraba hacia la salida, su corazón rompiéndose con cada paso.
Reginald observó la escena sin una pizca de emoción en su rostro, volviendo su atención a su hija.
—Tal vez ahora entiendas que tus acciones tienen consecuencias —dijo fríamente, mirándola desde arriba mientras ella seguía en el suelo.
Ella levantó la mirada hacia su padre, sus ojos llenos de lágrimas y de un dolor que no solo era físico. Pero no dijo nada, porque sabía que cualquier palabra solo empeoraría la situación.
Pogo, al escuchar los gritos apagados de Klaus desde lejos, sintió el peso de la culpa aplastándolo. Sabía que estaba obedeciendo órdenes, pero no podía ignorar el sufrimiento que su "familia" estaba soportando bajo el yugo de Reginald.
Basta Reginald es un persona de mierda, ella no está bien.
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