Capitulo 34
Habían pasado algunos días del intento de suicidio de ___ ninguno decía nada, solo la miraban en silencio hasta que un día en el desayuno su padre la miró y la llamó a su oficina.
—Me enteré del incidente que trataste de cometer número ocho —lo observó arriba abajo y ella inmediatamente escondió la muñeca lastimada, ella abrió la boca para defenderse pero su padre volvió hablar— También me informaron que tu alimentación no es la adecuada, estas evitando y dejando de comer —miró a la menor de una manera inquisitiva.
___ sintió cómo la tensión llenaba el aire. Sabía que con su padre no había espacio para excusas ni debilidades, pero las palabras simplemente no salían de su boca. Bajó la mirada, incapaz de sostener la suya, mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con el borde de su camisa.
—¿Algo que decir en tu defensa? —preguntó Reginald, cruzando las manos sobre el escritorio, su tono severo, pero carente de cualquier indicio de empatía.
—No fue... no fue intencional —murmuró finalmente, aunque sabía que no era del todo cierto.
Reginald soltó un suspiro pesado, como si estuviera perdiendo la paciencia.
—No me interesan tus excusas, Número Ocho. Si tu intención era llamar la atención, déjame informarte que este comportamiento no será tolerado bajo mi techo.
Las palabras la golpearon como un balde de agua fría. Quería gritar, explicar lo que realmente sentía, pero sabía que sería inútil. Su padre nunca entendería.
—A partir de hoy, Grace supervisará tus comidas —continuó, su tono frío—. No quiero más reportes de que estás descuidando tu salud. Y cualquier indicio de debilidad será tratado como corresponde.
—No soy débil —dijo en un murmullo, aunque sabía que él apenas lo escuchó.
—Demuéstralo, entonces —respondió Reginald, inclinándose hacia ella con la mirada fija—. Este mundo no tiene espacio para los débiles, ni yo para hijos que no puedan cumplir con sus responsabilidades.
Ella asintió con la cabeza, aunque su corazón se sentía más pesado que nunca. Salió de la oficina en silencio, con las palabras de su padre resonando en su mente. En el fondo, sabía que, para él, nunca sería suficiente. Y eso era lo que más dolía.
A la mañana siguiente era el entrenamiento, Luther se encargó para despertarla temprano.
—Es hora de que despiertes —dijo Luther mientras tocaba suavemente la puerta de su habitación.
___ no respondió. Permanecía acostada, mirando al techo con los ojos cansados. Sentía que la vida había perdido su color desde aquel día en el baño. Todo parecía un peso imposible de cargar, y la idea de enfrentarse a otro entrenamiento bajo la mirada crítica de su padre la llenaba de ansiedad.
Luther suspiró al no obtener respuesta. Abrió la puerta con cautela y entró.
—No tienes opción, sabes que si no bajas él vendrá por ti —dijo en un tono más suave, aunque con un deje de urgencia. Se acercó a la cama y se sentó en el borde—. Sé que estás cansada, pero no puedes rendirte, ___.
Ella giró lentamente su cabeza hacia él, su mirada opaca, llena de emociones reprimidas.
—¿Por qué debería importarme? Al final, no importa lo que haga, nunca será suficiente para él.
Luther frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Tal vez no lo sea para él, pero sí lo es para nosotros. Lo que hiciste nos asustó, ___. No podemos perderte también —su voz se quebró ligeramente al final, pero rápidamente recuperó la compostura—. Ahora levántate. No hagas esto más difícil.
___ lo miró por unos segundos antes de suspirar pesadamente. Sabía que Luther no se iría hasta asegurarse de que estuviera lista. Lentamente, se sentó en la cama, aunque cada movimiento parecía requerir un esfuerzo monumental.
—Bien, pero no esperes demasiado de mí hoy —murmuró mientras se levantaba.
Luther asintió, viéndola con una mezcla de alivio y preocupación.
—Eso es todo lo que necesitamos, que lo intentes. Ahora, prepárate. Te espero abajo.
Cuando salió de la habitación, ___ se quedó sola un momento más. Miró su reflejo en el espejo, observando las marcas en su muñeca, y respiró profundamente antes de moverse para cambiarse. Aunque la idea de enfrentarse al entrenamiento la llenaba de temor, sabía que no podía evitarlo.
Ella bajó las escaleras con pasos inseguros, sintiendo que cada paso que daba aumentaba el peso en su pecho. Podía sentir la mirada de todos sobre ella antes de que siquiera llegara al último escalón. Klaus estaba apoyado contra la pared, con una sonrisa forzada que no llegaba a sus ojos; Allison y Diego intercambiaban miradas nerviosas; y Luther permanecía rígido, como si intentara proyectar calma, aunque su preocupación era evidente.
Reginald Hargreeves estaba al centro de la sala, esperándola con su mirada fría e impenetrable. Apenas levantó una ceja al verla, pero su expresión seria era suficiente para hacerla sentir diminuta.
—Llegas tarde, Número Ocho —dijo con voz firme, su tono carente de cualquier rastro de empatía—. ¿O acaso crees que tu estado es una excusa válida para no cumplir con tus responsabilidades?
Ella bajó la mirada, apretando los puños, mientras sentía que todos los ojos se clavaban en ella.
—Lo siento —murmuró, su voz apenas un susurro.
Reginald la observó durante unos segundos que parecieron eternos antes de hablar nuevamente.
—No basta con disculparte. Si sigues mostrándote débil, no solo te harás daño a ti misma, sino que también pondrás en peligro a tus hermanos. Hoy demostrarás que no eres un lastre para esta familia —su tono era cortante, como si cada palabra estuviera diseñada para perforar.
Klaus carraspeó incómodo, como si quisiera interrumpir, pero una mirada de Luther lo detuvo. Allison dio un paso hacia adelante, pero Diego la detuvo, colocando una mano en su hombro para frenarla.
___ sintió que las lágrimas amenazaban con salir, pero se las tragó, levantando la cabeza lentamente para mirar a su padre.
—Estoy lista —dijo, aunque su voz temblaba.
Reginald asintió brevemente y señaló la puerta que daba al patio donde entrenarían.
—Muy bien. Comencemos. Y no acepto errores.
Ella caminó hacia el patio, sintiendo el peso de las expectativas de su padre y la preocupación de sus hermanos. Aunque su corazón estaba lleno de miedo y dudas, sabía que no tenía otra opción. La presión por demostrar que todavía era útil para la familia era demasiado grande para ignorarla.
El entrenamiento comenzó, y desde el principio todo fue un desastre. ___ se esforzaba, intentaba seguir las instrucciones al pie de la letra, pero su cuerpo temblaba, todavía débil después de lo que había pasado. Cada movimiento era torpe, cada intento de atacar o defender era recibido con el ceño fruncido de su padre y los murmullos incómodos de sus hermanos.
—¡Otra vez! —ordenó Reginald, su voz cortante como un látigo.
Ella intentó una vez más, pero tropezó, cayendo de rodillas al suelo. Sus manos rozaron la tierra, y los recuerdos de su desesperación inundaron su mente.
—Eres una decepción —dijo su padre, caminando hacia ella con pasos firmes. Se detuvo frente a ella, mirándola desde lo alto—. Si no puedes hacer algo tan básico como esto, no tienes lugar en mi equipo.
___ levantó la mirada, con lágrimas amenazando con caer, pero no tuvo tiempo de decir nada. El golpe llegó rápido, seco, directo al costado de su rostro. Su cabeza giró por la fuerza, y cayó al suelo, sosteniéndose la mejilla con la mano mientras el dolor ardía en su piel.
—¡Papá, basta! —gritó Luther, dando un paso adelante, pero Reginald levantó una mano para detenerlo.
—Esto es por su bien —respondió, sin mirarlo siquiera—. Si no aprende ahora, nunca lo hará.
Klaus apartó la mirada, incapaz de soportar la escena, mientras Allison contenía las lágrimas. Diego apretó los puños, su mirada fija en su padre, pero no se movió.
___ intentó levantarse, tambaleándose mientras sentía el sabor metálico de la sangre en su boca. Sus piernas apenas la sostenían, pero logró ponerse de pie.
—Otra vez —dijo Reginald, como si nada hubiera pasado.
Ella lo miró con los ojos llenos de dolor, pero también de determinación. Aunque todo en su interior gritaba que se rindiera, sabía que no podía. No por él, sino porque, de alguna manera, tenía que demostrar que no estaba rota.
El entrenamiento continuó, cada movimiento pesado, cada error castigado con las palabras frías de su padre. Pero en algún lugar dentro de ella, la pequeña chispa de resistencia seguía viva, luchando por no apagarse.
___ trató de seguir adelante, pero su cuerpo, aún débil, no respondía como ella quería. Su respiración era pesada, y cada movimiento parecía más torpe que el anterior. El siguiente error no tardó en llegar: un paso mal calculado, una caída al suelo que arrancó un suspiro de exasperación de su padre.
—Eres inútil, Número Ocho —dijo Reginald, acercándose a ella con pasos firmes.
Antes de que pudiera reaccionar, otro golpe la alcanzó, esta vez en el estómago. El impacto la hizo doblarse de dolor, mientras jadeaba en busca de aire. La intensidad del golpe dejó a sus hermanos paralizados, pero esta vez fue Diego quien dio un paso al frente.
—¡Ya basta! —gritó, colocando una mano en el hombro de su padre para detenerlo. Sus ojos ardían de ira.
Reginald giró la cabeza lentamente hacia Diego, su expresión fría como el hielo.
—¿Tienes algo que decirme, Número Dos? —preguntó con una voz calmada, pero peligrosa.
Diego apretó los dientes, claramente luchando con sus emociones.
—No somos tus juguetes. Ella no merece esto. Ninguno lo merece —dijo, señalando a ___, que seguía en el suelo, tratando de recomponerse.
Reginald lo miró por un momento, luego simplemente lo ignoró. En cambio, volvió su atención a ___, quien intentaba ponerse de pie, tambaleándose.
—Si no puedes soportar esto, no tienes lugar aquí. Este mundo no tiene espacio para los débiles —dijo, su voz cargada de desprecio.
Luther avanzó para ayudar a ___, pero su padre levantó una mano, deteniéndolo.
—Déjala. Si no puede levantarse sola, no es digna de mi tiempo —sentenció, dándoles la espalda y alejándose sin más.
El silencio cayó sobre el grupo mientras ___ se esforzaba por ponerse de pie, con lágrimas en los ojos y la mejilla aún ardiente por el golpe. Fue Klaus quien, finalmente, rompió el silencio.
—Esto es una locura... —murmuró, pero nadie respondió.
Diego ignoró la orden de su padre y ayudó a ___ a levantarse, sus ojos llenos de preocupación.
—No tienes que demostrarle nada, ___ —le dijo en voz baja—. No a él. No así.
El esfuerzo de intentar mantenerse en pie, combinado con el dolor y el agotamiento acumulado, fue demasiado para ___. Su visión comenzó a nublarse, y las palabras de Diego, aunque reconfortantes, apenas llegaban a sus oídos. Sintió cómo sus piernas flaqueaban, y antes de darse cuenta, el mundo a su alrededor se desvaneció.
—___ —dijo Diego, alarmado, sosteniéndola antes de que su cuerpo golpeara el suelo.
—¡Está desmayada! —gritó Allison, corriendo hacia ellos con preocupación en su rostro.
—¿Qué demonios le pasa? —preguntó Klaus, mientras se acercaba, claramente nervioso.
Luther miró a su padre, quien observaba la escena sin mostrar un ápice de emoción.
—Esto es culpa tuya —acusó Klaus, su voz llena de rabia contenida. Dio un paso al frente, sus manos apretadas en puños—. Ella no está bien, y tú lo sabes.
Reginald ni siquiera parpadeó ante la acusación.
—Número Ocho necesita aprender el valor del esfuerzo. Si no puede soportar esto, nunca será útil para este equipo —respondió con frialdad.
—¡¿Útil?! —gritó Diego, aún sosteniendo a ___, su mirada era un cóctel de ira y desesperación—. Ella es nuestra hermana, no una herramienta.
—Llévenla a la enfermería si tanto les preocupa —dijo Reginald con indiferencia, dando media vuelta y alejándose sin mirar atrás.
Diego apretó los dientes, luchando contra el impulso de gritarle más, pero sabía que no serviría de nada. Sin perder más tiempo, levantó a ___ en brazos.
—Vamos, necesita ayuda —dijo, caminando apresuradamente hacia la enfermería, seguido de sus hermanos. Klaus y Allison se miraron, ambos con expresiones de impotencia y tristeza, mientras Luther se quedó atrás, mirando con furia la espalda de su padre que se alejaba lentamente.
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