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La Armadura

El despertador emitió su estruendoso zumbido a las cinco y media de la mañana en punto. El joven mochilero había despertado quince minutos antes. Aprovechó el tiempo sobrante para verificar los contenidos de su mochila: su pasaporte y otros documentos, una sudadera que no había sido lavada en más de un mes, un par de barras energéticas, una botella de agua, una navaja multiusos, un libro de idiomas y una clásica novela de aventura, una cámara digital con baterías extra y una exorbitante cantidad de cambio suelto, la mayoría ni siquiera la moneda corriente del país donde se encontraba.

Satisfecho, se la colgó de un hombro, tomó su teléfono celular y cartera, los cuales deslizó en los bolsillos de sus pantalones rasgados. Sigilosamente abrió la puerta de la habitación, procurando no despertar a sus compañeros. Pensó que la recepción del hostal se encontraba vacía hasta que encontró al joven recepcionista tirado detrás del mostrador, durmiendo profundamente, abarrotado del aroma al licor barato de la noche anterior. Sin despertarlo, firmó su salida y dejó un puñado de monedas en el jarrón de propinas.

Una corriente helada lo azotó tan pronto como salió por la puerta principal. El mochilero comenzó su trayecto con dirección a la esquina donde tomaría el camión que lo llevaría a la primera atracción que visitaría en ese país: un castillo medieval.

El autobús pasó cinco minutos después de su arribo. El trayecto consistió de dos horas sentado junto a un obeso turista norteamericano, quién dormitó todo el camino, asentando su cabeza contra el hombro del mochilero, dejando una marca húmeda de saliva en su camiseta.

Se emocionó al llegar al pueblo situado en las faldas de la montaña, donde en su cima se encontraba el gran castillo. Todo el tramo hasta el momento fue sencillo comparado con la imponente escalera que concluía en la entrada principal. Contó los escalones para entretenerse: 1,932.

El mochilero se postró contra las altas y antiguas puertas de roble. Tomó una fotografía, asegurándose que la torre más alta fuese visible detrás de su sonrisa de oreja a oreja.

El castillo abrió sus puertas una hora más tarde. El mochilero fue el primero en una fila inexistente para entrar.

Pasó su día admirando las pinturas medievales, las molduras de mármol y piedras preciosas que adornaban las paredes, los tapices que mostraban escenas de guerra y los muebles que alguna vez pertenecieron a la realeza.

Sin embargo, de todos los artefactos en el castillo, ninguno lo impresionó más que una armadura postrada en medio de un largo pasillo. Era metálica, brillante, exactamente como las que el mochilero había visto en incontables películas de fantasía. Sostenía una espada con ambas manos, posando la punta contra la base del exhibidor donde estaba postrada.

Necesitaba mostrárselas a todo el mundo. El mochilero le dio la espalda a la armadura, extrajo la cámara digital de su mochila y la levantó con el lente hacia él, procurando encontrar el mejor ángulo para su fotografía.

Oprimió el botón, y el destello de luz lo encandiló. Involuntariamente dio un paso hacia atrás, aun cegado del destello de la cámara, y enseguida escuchó el estruendo de una docena de piezas metálicas rebotando contra el piso de piedra.

Se volteó, sintiendo un nudo formándose en su garganta. La armadura se encontraba esparcida por el suelo, intacta pero completamente desarmada. Intentó velozmente juntar las piezas, pero estas se negaban a quedarse en su lugar. Los brazos no sostenían la espada, las piernas se doblaban en las rodillas y cada vez que postraba la cabeza contra el peto, esta caía y rodaba hacia el final de pasillo.

Su pánico solo aumentó cuando sus oídos detectaron pasos acercándose. Había un grupo grande dirigiéndose en su dirección. Si encontraban lo que había hecho, sin duda que lo patearían fuera del país.

Entonces, en un momento que no tuvo tiempo para ponderar si era brillante o completamente idiotice, tomó cada pieza de la armadura y se vistió con ella.

Para su sorpresa, la armadura le quedaba como un guante. El mochilero deslizó el peto, los brazos, las piernas y por último la cabeza de la armadura. Escondió su mochila detrás de un tapiz, recogió la espada y se postró en el exhibidor, apenas segundos antes de que un grupo de turistas, encabezados por una mujer madura de edad, aparecieran desde la esquina.

La guía de turistas se detuvo frente al mochilero, ahora vistiendo la armadura, y comenzó a contar toda la historia de la armadura. Mientras tanto, el mochilero le rogaba a cada deidad que se le ocurría que nadie mirara muy fijamente dentro de su casco.

Sintió un enorme alivio cuando el grupo se alejó por el pasillo, pero este le duró poco, pues un nuevo grupo apareció casi instantáneamente. Pasaron las horas, y el mochilero se mantuvo en su lugar, viendo grupos de turistas pasar y admirar la armadura. Cada vez que pensaba que se encontraba por fin solo, un nuevo grupo o persona individual aparecía en el pasillo y se quedaba mirándolo fijamente. Sentía un escalofrío cada vez que esto sucedía, pues pensaba que en cualquier momento alguien se daría cuenta de su pequeña travesura.

Se dio cuenta que la guía de turistas llevaba a un grupo cada diez minutos hasta la armadura. Para la doceava ocasión, el mochilero ya sabía la historia de la armadura de memoria. La seguía en su cabeza, palabra por palabra, una y otra y otra y otra vez. Aprendió las preguntas más frecuentes y los comentarios más usados por los turistas. Hacía todo lo posible para desviar su mente del ardiente dolor en sus piernas por estar parado inmóvil por tanto tiempo y los gruñidos de su estómago.

Pasaron las horas, los turistas continuaban fluyendo constantemente. Sus brazos hormigueaban, las plantas de sus pies se sentían como si estuviera parado sobre una cama de carbones al rojo vivo. Tenía un dolor punzante en la espalda, sus párpados se cerraban involuntariamente de lo exhausto. En los escasos momentos que tenía cuando nadie lo observaba, el mochilero temblaba incontrolablemente, pero se volvía rígido tan pronto y escuchaba los pasos y las voces de los turistas, quienes se detenían a observar la armadura, tomar sus fotografías y preguntarse sobre el ácido hedor a orina humana.

Estaba a punto de colapsar cuando, durante una de las exhibiciones de la guía de turistas, ella informó su más reciente grupo que el castillo cerraría pronto, y les solicitó que se retiraran. Al escuchar esto, al mochilero le corrieron lágrimas por los ojos. No pensaba en como saldría del castillo sin ser visto o que sería de la armadura que se había su prisión durante el día. Se había perdido de todas las actividades que tenía planeadas, probablemente el último autobús de regreso a la ciudad se había ido horas antes, pero la jovialidad que lo tomó al escuchar que todos se irían era incomparable. Los turistas viraron hacia el final del pasillo. El mochilero sollozó en silencio, ahogó un gemido y la nariz le cosquilleó.

"ACHOOOO!"

Todas las miradas se tornaron hacia él. Una docena de rostros horrorizados, miraban fijamente a la armadura mientras el estornudo aún hacía eco por los pasillos de piedra. Tan violento que había sido este que toda la armadura se estremeció.

Sin pensarlo, el mochilero brincó del pedestal, dejando su espada atrás y comenzó a correr en la dirección opuesta, tirando partes de la armadura tras de él. Los turistas gritaron y se estremecieron. La gente gritaba, le apuntaba e intentaban poner sus manos sobre él mientras el mochilero corría a toda velocidad hacia la salida. Removió el casco hasta el final, una vez que se encontraba en las puertas abiertas de par en par.

El mochilero descendió los 1,932 escalones en tiempo record, tropezándose y raspando sus rodillas incontables veces. No se detuvo hasta que se encontraba de regreso en el pueblo. El mochilero se sostuvo en un poste que emanaba luz naranja, la cual cortaba por la absoluta oscuridad. Logró esto por un total de dos segundos antes de colapsar de frente en la acera. Le tomó varios minutos recuperar el aliento, pero para entonces sintió una ola de alivio por todo su cuerpo. Se sentó contra el poste, recargó la cabeza hacia atrás y soltó una tenue risa.

Lo siguiente fue el violento gruñido de su estómago. Recordó las barras energéticas en su mochila, y alcanzó por ella. Sus ojos se abrieron amplios como platos y su hambre se esfumó instantáneamente cuando no pudo encontrarla. Entonces recordó. La mochila, atrás del tapiz, frente la armadura, postrada en el piso de piedra y entre todos sus contenidos, entre el cuchillo multiusos, la sudadera, los libros y las barras energéticas, un pequeño cuadernillo con toda su información, y su fotografía sonriente.

Õc

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