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Tuve que desconectarme de la corriente tan pronto como el medidor cambió su color. Un instante antes, admiraba la brillante marca en la parte trasera de mi mano derecha, en forma de una batería con una quinta parte de ésta rellena por un apaciguante color verde esmeralda, y en su centro el número veintiuno, seguido por el símbolo de porcentaje parpadeando en letras blancas.
Cada día más anuncios en televisión nos indican que es una mala idea desconectarse tan pronto como el color cambia; insisten que solo por evadir el alarmante rojo no significa que estés a un nivel de carga saludable. De hecho, algunos expertos procuran persuadirnos que esto provocará el deplore de la batería a un ritmo acelerado.
Lamentablemente, es muy fácil reproducir los mismos infomerciales rogando que carguemos nuestras baterías al máximo para óptimo rendimiento, pero para algunas personas una batería cargada en su totalidad es algo aproximado a lo utópico. En ocasiones no es posible pagar por más tiempo; el consumo energético, incluso en nuestros propios hogares, está meticulosamente controlado. Sin importar lo que nos digan, no nos alcanza para vivir de manera saludable.
Si bien es cierto que la suma de mi beca es suficiente para una batería cargada en su totalidad, hacer esto me dejaría indefenso, por decir poco. Tendría que valerme de una cantidad mísera de dinero para el resto del mes, y esto resultaría en que la más insignificante emergencia podría ser fatal. Me sería imposible pagar por cualquier objeto que no tenía contemplado en el presupuesto mensual que meticulosamente elaboraba. Desde un pase para el autobús, hasta un par de calcetines nuevos, cualquier necesidad extraordinaria podría enviarme sobre el borde.
Tengo la ventaja de saber lo que necesito y soy capaz de vivir en concordancia con mis posibilidades. Algunos otros no son tan dichosos; más de uno sucumbe en sus apuros a pedir un préstamo. Le llaman Energía Prestada al hecho de estar atrapado en constantes deudas con los bancos, acumulando intereses, cayendo más y más profundo en un agujero al que no se le puede encontrar salida alguna.
Ver a estas personas inspira júbilo con respecto a tu propia situación económica. Podré vivir en una habitación alquilada, valiéndome de dos comidas diarias y al borde de la miseria al final de cada mes, pero por lo menos puedo decir que no le debo nada a nadie.
Soy más que capaz de vivir en tales condiciones, sin embargo, este mes cometí un error fatal.
Cuando caminas sobre la línea entre bajos recursos y pobreza, cada decisión que tomas debe ser meticulosamente analizada. Hay que procurar no caer en ese último lado de la línea, y para ello siempre tu mejor herramienta es la habilidad de evaluar el riesgo que tomas. En ocasiones, un riesgo pequeño lleva a un beneficio muy grande, como esa vez en la cual compré una caja de varias comidas enlatadas de un muchacho que trabajaba en el supermercado local. Las latas y cajas de comida se acercaban a su fecha de caducidad, por lo que el gerente le había ordenado que se deshiciera de estas, por temor a que algún cliente se quejara. Son ese tipo de oportunidades las que a largo plazo pueden hacer una enorme diferencia. Por otro lado, el riesgo puede no valer el beneficio, tal y como aprendí a mediados de mes.
Fue una noche de miércoles, y desesperado por llegar a casa luego de un atareado día en la universidad decidí tomar un atajo a través un parque que cruzaba por mi camino habitual. Normalmente tomaría el autobús a casa, pero esa noche, con mi medidor marcando un doce por ciento de carga restante, me sentía lo suficientemente afortunado como para poder llegar caminando y ahorrar ese dinero. Por lo tanto, decidí buscar la manera de optimizar mi doce por ciento. De tomar el camino largo estimaba llegar con siete, pero si seguía un atajo cruzando un parque podría tener un nueve por ciento al cruzar mi puerta. No suena a mucho, pero cuando vives frugalmente esa diferencia es muy significativa a largo plazo.
Mi primer error fue considerarme afortunado. El segundo fue no leer las noticias esa mañana. Sospechando que habría un aumento en las tarifas eléctricas o de autobús, decidí evadir periódicos, noticieros e incluso redes sociales durante el día, consiente que solo me causarían mortificación. De haber prestado atención a las noticias, me hubiese enterado de los múltiples asaltos que habían tomado lugar en ese parque. Llegué a mi casa esa noche con cinco por ciento de energía y veinticinco monedas más pobre, lo que apretó considerablemente mi presupuesto mensual.
Un breve vistazo al reloj que colgaba en la pared me dijo que ya era hora de irme. Miré el medidor en mi mano una vez más, anhelando que mi mera fuerza de voluntad lo forzara a avanzar. Veintiuno por ciento era el número predilecto. Las cosas que pueden lograrse con esa cantidad son innumerables, siempre y cuando sepas exprimir el potencial de este al máximo.
Hace años que no veo el medidor ir más allá del veintiuno; no obstante, aunque tenga la capacidad de recargar mi batería a un nivel más estable, dejarla en veintiuno por ciento me permite tener un colchón en el cual caer si los tiempos se ponen difíciles. Con todos los gastos que se acumulan: la renta, colegiatura, transporte y los demás, es reconfortante saber lo lejos que veintiuno por ciento te llevará. Es un paso lento, a veces engañoso, pero es el ideal cuando en la incertidumbre.
Sin más tiempo que perder, envolví mi mano alrededor del cable que corría desde la base de mi nuca hasta el enchufe en la pared, y de un tirón pude sentir como la energía cesaba de correr por mi cuerpo.
Rápidamente cogí mis cosas: una mochila gastada, un organizador a punto del desborde, un par de libros tomados de la biblioteca de la escuela y una sola pluma color negro.
Antes de salir conté las monedas en mi bolsillo. Me quedaban diez monedas para este mes; no era muy alarmante, considerando el desafortunado incidente del parque. Las cuentas estaban pagadas, y el dinero de mi beca sería depositado en mi cuenta de banco al final del día. Necesitaría usar dos monedas para el autobús, una de ida y una para regresar, y las ocho restantes me darían servicio en alguna de las múltiples estaciones de carga en la universidad. Ya que las baterías tienden a agotarse a paso apretado cuanto más bajo sea su nivel, mi veintiuno por ciento bastaría únicamente para la mitad de la tarde. Una batería cargada en su totalidad tiende a durar un día o más, dependiendo del nivel de actividad y uso que ejerzas. La energía con la que contaba, en cambio, aún consistiendo de una quinta parte del nivel total, no haría tal cosa. Como resultado, mis gastos en mantener el nivel eran amplios, lo que me llevaba a la conclusión que es muy caro ser pobre.
Cerca de la rectoría había una estación de carga mal calibrada, y por lo tanto de vez en cuando da un par de minutos extra. Con algo de suerte podría llegar a veintiuno por ciento.
Salí de la casa y crucé la calle, caminando en dirección a la parada de autobús. El rugido de nubes grises retumbaba en la distancia, acercándose más y más para posicionarse sobre mi cabeza.
Pude avistar el autobús acercándose apenas segundos después de arribar en la parada. Sentí un nudo en la garganta cuando avisté los nuevos y brillantes números blancos en el parabrisas, los cuales marcaban la tarifa de dos monedas por viaje. Con pánico, revisé el medidor en mi muñeca, sintiendo una ola de alivio con respecto al número veintiuno aún resaltando sobre mi piel.
Me veía atrapado entre dos opciones. Podía tomar el autobús ahora y caminar de vuelta a casa, o tomar el autobús en ambas instancias, y valerme de solo seis monedas para recargar mi batería. Una estimación aproximada me indicaba que con seis monedas, siempre y cuando mantuviera la actividad física al mínimo, podría llegar a casa con entre cinco y ocho por ciento, contando con que no hubiese ningún otro retraso.
El autobús se detuvo frente a mí, abriendo sus puertas de par en par. De no tomarlo no llegaría a tiempo a clase, pero la amenaza de lluvia me indicaba que tendría que pagar para evitar tener que caminar en ella esa noche. Teoría de los riesgos, pensé, mientras subía las escaleras y me hacía paso entre el abarrotado camión.
No revisé el medidor de nuevo hasta tomar mi asiento en el salón. El número resaltaba brillante sobre la piel, marcando diecinueve por ciento, y detrás de este, un cacho de tinte rojo rellenaba casi un quinto de la batería. Luego de tanto tiempo había aprendido a reprimir de mi mente la alerta que indicaba que la batería había caído a nivel crítico.
Mi energía se fue retrayendo a lo largo de la clase, y en momentos de hastío me dediqué a comparar mi medidor con el de los demás. La mayor parte de los estudiantes a mi alrededor contaban con una batería con más de la mitad de carga, significando que poseyeron baterías llenas al iniciar el día, o incluso un día antes, de ser que no vieran la necesidad de realizar actividades físicas. Muchos de ellos eran lo suficientemente afortunados para no tener que vivir bajo el peso de un estricto presupuesto. No se los resentía, ni me provocaba despecho el contemplar sus actitudes despreocupadas. Mi situación era culpa de ellos tanto como la de ellos es culpa mía. Ninguno decide nacer en una familia de altos recursos o bajos, y solo porque ellos tienen más que yo no significaba que deban sentirse culpables. No me deben nada, ni yo les debo a ellos. Sería injusto de mi parte esperar que todos tuviesen que trabajar tan duro, cuando existía la posibilidad de aprovechar las ventajas y bendiciones a su disposición.
Las horas pasaron lentamente, y mi medidor caía a un ritmo firme sin importar mi mejor esfuerzo, o más bien la falta de este. Procuré quedarme inmóvil, incluso sin permitirme marcar el paso con el pie en desesperación. Con cada minuto la ansiedad crecía en mi pecho, mientras contemplaba el medidor drenarse de energía. Once por ciento, diez por ciento, nueve por ciento... Cada número nuevo acrecentaba la inquietud.
Me cuestionaba cómo era posible que permitieran que la vida colgara de un hilo de esa manera; que los números rojos sean la ley para tantos mientras otros se regocijaban en tanta abundancia. Seguramente debía existir una manera más justa. Había algo inherentemente malévolo sobre un mundo donde no hay certidumbre con respecto a si llegarás a ver un nuevo día, y en el cual te ves forzado a salir adelante con solo veintiuno por ciento.
Al finalizar la clase, mi medidor marcaba el cinco por ciento restante de batería. Salí del salón apresurado, consciente que los años de poco a nulo mantenimiento provocarían que ese cinco por ciento no durara.
Afuera del edificio la lluvia caía con una furia torrencial, creando charcos en mis pies y salpicando a mi alrededor. Mis compañeros optaron por quedarse bajo techo, pero yo tenía que buscar la estación de carga.
Ahí me encontré con otra encrucijada. Podía optar por la estación de carga más cercana a un par de edificios de distancia, o dirigirme velozmente, y acelerar el gasto de mi batería, entre los pasillos techados al otro lado del campus, donde mi estación preferencial en la rectoría me otorgaría minutos de carga extra por el mismo precio. No tenía tiempo para contemplarlo con profundidad, y de cualquier manera el clima tomó la decisión por mi. Recordando el aumento en la tarifa del autobús y las seis monedas que me quedaban para mi carga, fijé mi camino en dirección a la estación de carga al otro lado del campus.
A la mitad del camino me detuve para contemplar mi batería; quedaba tres por ciento, el cual fácilmente estaba al borde de caer en el dos. Aceleré el paso, mi corazón retumbando con pavor en mi pecho y mi respiración tornándose pesada, aspirando el aire húmedo y el aroma a tierra mojada.
Abrí las puertas de par en par al llegar a la rectoría, y sentí como la sangre en mis venas se congelaba al contemplar la escena al final del pasillo. La estación de carga, posada contra la pared, sus luces apagadas y un letrero colgando sobre esta, indicando que la máquina se encontraba fuera de servicio.
En ese instante mis piernas se volvieron de gelatina, y tuve que realizar un colosal esfuerzo para llevar aire a mis pulmones. En mi mano, el medidor caía al dos por ciento. El terror era abrumador, la batería no duraría mucho más.
Con la lluvia a mi lado y los cielos rugiendo, intenté correr hasta la siguiente estación de carga.
No había alcanzado ni siquiera una pequeña porción del camino cuando los efectos de la batería baja se dieron a conocer. Me faltaba el aliento, mi corazón retumbaba furiosamente, los músculos en mis brazos y piernas se debilitaban, quitándole intensidad a cada paso que tomaba. Tenía miedo; miedo de quedarme sin energía antes de llegar a la estación. Miedo de que todo mi esfuerzo y persistencia fuese en vano.
Un cosquilleo en mi mano me indicó que el medidor ahora marcaba el uno por ciento. Lo último de mis fuerzas se esfumaba como humo. El dolor se hacía sentir en mi pecho, pero más que nada, era la impotencia lo que más ardía en mi interior. La idea que pronto perecería por tomar la decisión equivocada. Que un par de malas elecciones se volverían mi condena.
Caí de rodillas, sufriendo de hiperventilación, con solo las fuerzas para poder arrastrarme unos metros por el suelo hasta recargar mi espalda contra la pared de ladrillo.
Los párpados me pesaban, me sentía enfermo, con un punzante dolor de cabeza y el cuerpo acalambrado. Solo percibía el sonido de la lluvia y la alarma proveniente de mi mano.
Con la poca fuerza que me quedaba, tomé un profundo respiro, cerré los ojos y exhalé, esperando que la chillante alarma callara de una vez por todas.
Al abrir los ojos, inseguro si eso era el cielo o algo diferente, esperaba encontrar pisos hechos de nubes y ángeles en togas blancas, pero en lugar de eso, frente a mi vi una figura, y una segunda mirada me mostró que era un muchacho, su mirada expresando desasosiego. No recordaba haberlo visto en alguna de mis clases, pero su rostro era familiar, encendía una luz en lo profundo de mi memoria, por lo que pudiese ser que lo había avistado alrededor del campus.
Se encontraba en cuclillas, una mano sobre mi hombro, y la otra posicionada en mi nuca. Me tomó un momento darme cuenta que la alarma había cedido, y que la energía corría por mi cuerpo aliviando el dolor y cosquilleo, revitalizando mis sentidos.
Guíe una mirada hacia mi mano. El monitor mostraba un dos por ciento, el cual justo frente a mis ojos se convirtió en un tres. Con la otra, sentí la base de mi nuca, donde el enchufe se encontraba ocupado por un corto cable conectado a un rectángulo de plástico. Una batería portátil, me di cuenta con asombro, e inmediatamente torné la mirada al muchacho, quien exhalaba con alivio, su expresión volviéndose amigable.
El muchacho soltó la batería, dejándola colgando de mi, y posteriormente se posicionó a mi lado. Se sentó en el suelo con la espalda en la pared, acercando sus rodillas a su pecho y sujetándolas en posición al enredarlas con sus brazos.
Estaba atónito, no sabía qué decir, más de alguna forma tuve el presentimiento de que no era necesario. Tal acto de bondad tenía una apariencia tan humana que la gratitud se sentía fuera de lugar.
Pensé en las ocho monedas, las saqué de mi bolsillo y se las ofrecí. El muchacho negó con la mano, insistiendo a que volviera a ponerlas en mi bolsillo. Cuando la alejó, note el quince por ciento que marcaba su medidor, y mi asombro solo incrementó.
Él no buscó elogio alguno o recompensa, sino que únicamente nos sentamos en silencio mientras mi batería se recargaba, contemplando la escena frente a nosotros. Las gotas de lluvia caían, salpicando a nuestros pies, los cielos resonando y siendo iluminados por el caer de los rayos para solo apaciguarse instantes después.
Al paso al que avanzaba, la batería alcanzaría un veintiuno por ciento a tiempo para mi siguiente clase; tendría la oportunidad de tomar las notas con tranquilidad, subir al autobús y llegar a casa esa noche disfrutando de que un enorme peso se había levantado. Me conectaría a la corriente, cargaría mi batería al veintiuno por ciento. Me haría una buena cena esa noche, haría mis deberes e incluso tal vez vería algo de televisión, solo para el día siguiente repetir todo de nuevo.
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