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recepciones

Día 8, mes oastog, año 5770.


Disfruté de ver el obvio malhumor que rodeaba a mi amigo mientras caminábamos. La conversación de la mañana había valido la pena, más ahora que la nueva magmeliana parecía ser lo que nos faltaba en el pueblo, si realmente era lo que había dicho Kadga resultaba ser cierto. «Hablaré con Malina sobre ello», pensé, metiendo mis manos en los bolsillos y contemplando el cielo despejado.

—Puedes parar de sonreír, Kert —gruñó él sin girarse en ningún momento—. No voy a decirlo.

—Ah... ¿qué no vas a decir? ¿Qué te ha mirado de pies a cabeza? ¿Qué estás dudando sobre tu asunto de "todos los magmelianos son tan feos que deberían ser ahogados al nacer"?

Por supuesto que nada de eso pasaba por su cabeza, o eso me hizo entender al lanzarme una mirada molesta en mi dirección, todavía mirando hacia el frente con la mandíbula tensa. Negué con la cabeza y apreté el paso hasta quedar a su altura. Le di una palmada en el hombro, murmurando una despedida entre dientes, antes de comenzar a trotar hacia el Edificio.

Aunque no tenía forma de comprobarlo en ese preciso instante, la postura de la mujer había dejado en claro que sabía algo sobre combate o solía lidiar con sujetos grandes. Sonreí al recordar sus últimas palabras y ver cómo Cole casi había perdido la poca paciencia matutina que le quedaba. Froté mis manos, deseando un buen día a quien me encontrara, aunque las caras pasaban a mi alrededor como si fueran una mancha.

Era temprano, apenas comenzaba a clarear, así que recién empezaban a desplegar las tiendas, los de las guardias debían estar desayunando o terminando de preparar sus almuerzos. A pesar de ello, encaré hacia el Edificio, admirando sus cuatro pisos de ventanas dobles cuyas cortinas estaban corridas. Abrí una de las puertas de metal blindado, disfrutando de la tranquilidad que había en el ambiente. La única empleada que se ocupaba de la limpieza ya se encontraba sacando sus equipos y acomodando su traje de colores opacos. Hice un gesto en su dirección al girar a mitad de la enorme sala, donde estaban las escaleras en forma de espiral. Subí los escalones de dos en dos por pura inercia hasta llegar al tercer piso, donde me esperaban seis puertas, apenas iluminadas por la tenue luz que entraba por el hueco de la escalera.

Giré sobre mis talones, encarando en la única de ellas que tenía el título grabado en una vieja placa de metal. Tomé aire, hinchando cuanto podía mis pulmones, antes de bajar el picaporte y entrar. Como era de esperar, la oficina estaba a oscuras, aunque algo se podía ver con la luz del alba. Sin encender las luces, comencé a caminar hacia el ventanal.

El pueblo, una sombra de lo que había sido Jagne, se extendía bajo esa ventana. Aunque había visto a mi ciudad natal desde la torre más alta, en ese momento me conformaba con ver desde un tercer piso a las pocas casas que se habían convertido casi en departamentos, con dos a cuatro familias conviviendo dentro. Bajé la vista a la calle, admirando a los que ejercían de mercaderes que sacaban los productos que podían trabajar al aire libre. Veía los intercambios de sonrisas, bebidas calientes y cómo se acomodaban sobre sillas tapizadas o se arrebujaban en sus mantas por un rato más. Pronto saldrían los niños, arrastrando los pies, para comenzar a entrenar. Fruncí mis labios, junté mis manos por la espalda y volví a mirar hacia el horizonte.

—¿No es temprano como para que te quedes dentro de mi oficina?

—Para nada, Capitán —contesté, volviéndome hacia la única persona que me podía dar una ayuda con mi idea. Estaba con el uniforme, ese que ya había caído en desuso luego de la masacre que sufrimos en 5767, su corto cabello iba atado a la altura de la nuca, aunque dos mechones rebeldes se escapaban. Unos ojos de acero me observaban al acercarse a mi lado, luego pasó a contemplar un paisaje similar al que yo estaba viendo—. Y creo que dejamos en claro que necesitas de mi ayuda para que el pueblo vuelva a ser la ciudad que era... o no caer hasta que eso sea posible de nuevo.

—Sueñas demasiado, Kert —dijo con un tono de advertencia que quité importancia con un encogimiento de hombros—. Cole me ha dicho que tenemos dos magmelianos más.

«¿Cómo no? Él se iba a encontrar con ella antes que yo», suspiré antes de negar con la cabeza.

—Mira, comprendo que no te agrade que esté mucho tiempo con ellos —comencé, pero una mano firme me impidió continuar.

—Me importa poco, yo ya te dije mis condiciones. ¿En qué estás pensando, Kert? —preguntó, con su voz dos tonos más agudos de lo normal. Me rasqué la nuca, notando que el suelo bajo mis pies comenzaba a volverse pantanoso. Eché una mirada furtiva en su dirección, temiendo que, como siempre, fuera capaz de ver lo que realmente estaba pasando por mi cabeza—. No me jodas... ¿En serio Kertmuth? ¡Jasmin es una mejor opción que esa magmeliana!

—Escucha...

—No, tú escucha bien, porque he escuchado cada uno de tus planes desquiciados y estamos a un pelo de volver a ser carnada de los bandidos estos. ¿Crees que tenemos tiempo como para empezar a tontear con magmelianos? ¿Con seres irracionales?

—Hasta ahora, Kadga ha sido bastante racional, en mi opinión —mascullé, con mis ojos todavía fijos en el pueblo que teníamos enfrente—. Ya sabes por qué insisto con la ayuda de ellas, Malina; no me hagas actuar a tus espaldas de nuevo.

Ella me miró con su rostro en blanco, aunque sus ojos lanzaban destellos que no supe cómo interpretar. Con una ligera opresión en el pecho, intenté mantener la compostura y la mirada.

—No me amenaces, el título lo tengo por una razón, recuérdalo, Kertmuth. —Asentí con la cabeza, fijándome en cualquier cosa menos en ella—. ¿Por qué no puedes... llevarte mejor con Jasmin?

Me invadió una sensación amarga, una ola de calor poco agradable que me hizo tensar la mandíbula. Negué con la cabeza, sabiendo que cualquier cosa solo sería un nuevo cuestionamiento; una nueva razón para seguir patrullando las calles durante el día con una mujer que soltaba comentarios que, para Malina, Cole y todo el pueblo, les parecían correctos.

«Ellos no han escuchado, visto o sentido lo que tú sí», intenté recordarme, en vano.

—Es interesante saber que me quieres hacer lo mismo que te han hecho a ti —comenté, apartándome de la ventana—. Iré a comenzar con mi ronda —agregué, saliendo de la habitación con el paso más rápido que podía. Eché la cabeza hacia atrás en cuanto estuve en el pasillo, parpadeando lo más rápido que podía, y bajé las escaleras. Tenía el corazón retorciéndose como una serpiente en mi pecho, anudando mi garganta hasta el punto en el que necesité parar. «Ellos no saben, Kert, ellos no saben», me repetía una y otra vez al compás de mis respiraciones.

Pasé una mano por mis ojos, limpiando cualquier rastro que me quedara de lágrimas, y me obligué a retomar esa parte de mí que solía usar para el día a día. Sorbí mi nariz antes de sacar un pequeño pañuelo para limpiarme. A medida que bajaba, rogaba que mis ojos no estuvieran rojos, que mi barba fuera lo suficientemente espesa como para tapar mis mejillas coloradas.

—Justo estaba por ir a buscarte, ¿cómo estás?

A los pies de las escaleras, vestida con el abrigado uniforme de invierno, se encontraba uno de los problemas que menos ganas tenía de tratar. Esbocé lo que esperaba fuera una sonrisa, le devolví el saludo cuando llegué al suelo y empezamos a caminar hacia la salida. Notaba los ojos de ella que escudriñaban mi apariencia, como si fuera a encontrar alguna marca incriminatoria. «Menos mal que los uniformes tienen cuellos altos», suspiré a la vez que contenía las ganas de tocarme la zona donde seguro había un moretón. Apreté las manos dentro de mis bolsillos y respiré hondo.

—Creo que tenemos que regresar a la zona de los árboles caídos. Esa que vimos hace una semana —comenté de golpe, mirándola de reojo. Ella no dijo nada, afinó sus ojos antes de apretar los labios y asentir una vez.

El aire helado de la mañana me golpeó en cuanto dejé que la puerta se abriera. Las ganas de estirar la tela que rodeaba mi cuello, para poder cubrirme la nariz, se hicieron presentes. Dejé que mi acompañante pasara primero antes de ir detrás de ella, metiendo con fuerza las manos en los bolsillos, intentando calentarlas, aunque fuera usando el calor de mis piernas. Eché una mirada hacia la zona destruida, encontrándome con Kadga, vestida con esas camisas que no abrigaban ni un poco y la característica falda que le cubría hasta el suelo por el que caminaba. Alcé una mano para saludarla, a lo que ella respondió con un simple gesto de su cabeza que apenas pude percibir a la distancia.

—¿Crees que tendremos magmelianos dando vueltas hoy?

—¿Cómo dices? —volví a ver hacia Jasmin, quien parecía estar desilusionada—. Si estás hablando de lo de Kadga el otro día...

—Esa magmeliana sabe bien cuál es su lugar —me cortó, mirándome con un brillo raro en sus ojos—. Hablo de los que matamos ayer. O herimos... da igual.

Fruncí mis labios por un momento antes de aflojarlos y continuar caminando. A lo largo del pueblo empezaban a verse las usuales tiendas que me daban un aire del cuarto milenio, con las telas de colores y las comidas expuestas en mesas de madres. Mayormente veía a los pocos ancianos que habían logrado sobrevivir, aquellos que por casualidad habían aprendido trabajos manuales, a preparar una que otra comida para comer mientras se estaba de pie o simples adornos para el hogar.

—Yo creo que estás viendo las cosas algo...

—No empecemos de nuevo Kert, por favor —gimoteó, negando con la cabeza—. Dejemos de hablar de magmelianos, puntos de vista y...

—Pides mucho, Jasmin —logré decir, mirando al señor Rheerro martillar el metal a rojo candente. Una sonrisa tironeó de mis labios ante aquella imagen.

Dejé de escuchar qué decía Jasmin de ahí en adelante, especialmente cuando salimos del pueblo. Era curioso cómo años atrás había pasado por esa puerta reforzada con todo lo que habíamos podido rescatar de los viejos edificios militares pensando que algún día pasaría por ella y no volvería. Según yo, habíamos desperdiciado los recursos al ponerlos en una sola entrada, pero como ni Malina ni yo habíamos estado a cargo en su momento, y era imposible sacar todos los cables y sensores sin dañarlos, la puerta había quedado como una especie de entrada que detectaba a los magmelianos. Como si las bestias no notaran que había más de una entrada que permitían pasar sin clavarse tantas espinas. Y silenciosas.

Cada árbol que pasaba me daba escalofríos, casi dándome temblores por todo el cuerpo de sólo imaginar que había una bestia tan grande como uno de los edificios más altos. Sin poder contenerme, saqué la correa de mi arma de mi hombro, listo para disparar ante la visión de cualquier bestia que pareciera interesado en convertirme en su cena.

Ninguno de los dos dijo nada en toda la jornada. Aunque debería admitir que Jasmin intentó varias veces comenzar, interrumpida por mis repentinas alarmas ya fuera porque un arbusto se había movido, porque me pareció ver algo entre los troncos, porque creí escuchar algo... «Esto ya se está volviendo incómodo», pensé cuando ella empezó a mencionar algo sobre la única fecha que el pueblo mantenía como una celebración y días de descanso, aparte de Erotmotn. Me forcé a esbozar una sonrisa, a asentir cada vez que ella quedaba en silencio, incluso a hacer uno que otro comentario o reír si eso esperaba. La sensación de estar haciendo una maldad comenzó a carcomer mis entrañas, especialmente al regresar y dejarla parada en medio de la calle más importante del pueblo, donde todo el mundo podía verla sacudir una mano en mi dirección.

Corrí entre los mayores que se encontraban levantando sus tiendas, ordenando lo último que quedaba de sus puestos, algunos me saludaban, otros ignoraban mi paso y otros dedicaban gestos desaprobatorios a medida que pasaba. A pesar de repetir como una plegaria divina las razones para no sentirme como un fraude, un traidor, o un simple gusano, no podía evitar sentir que mi corazón se retorcía ante cada una de las silenciosas críticas.

Alcé la mirada al reconocer los escalones de madera. Frente a mí, sobre la avenida principal, estaba lo que había sido una casa de una de las familias más adineradas de Jagne, convertida en una taberna a la que solíamos acudir unos pocos clientes. La fachada de madera tenía un cartel en el que estaba el nombre del lugar y la indicación de lo que era, todo en letras sencillas, fáciles de comprender. Resaltaba un poco contra el resto de la apariencia, pero daba igual, me sentía orgulloso al verla. Sonreí de lado antes de subir al porche y entrar.

Kadga apenas me echó un vistazo antes de retomar lo que supuse que era la limpieza de los vasos o de la barra. Una parte de mí se alegró al no ver ni rastros de las otras dos clientas que no tardaban en empezar con sus charlas raras o comentarios tan afilados que no más de una vez me encontraba perdido en pensamientos que no esperaba encontrarme. Sacudí la cabeza y sonreí, con el corazón comenzando a latir con un poco más de fuerza. Mis hombros se relajaron a medida que me acercaba a la barra y tomaba asiento.

—¿Lo usual?

—Creo que hoy tengo ganas de un especial —me encontré ronroneando y arrancándole un pequeño sonrojo por parte de Kadga que no duró más de un parpadeo.

—Bien —dijo antes de dejar el trapo en la mesa y voltearse hacia el estante donde vasos y jarras se encontraban dispuestos a lo largo de la pared. En el instante que Kadga me dio la espalda, me encontré recorriendo con cierta fascinación su cabello. Lo llevaba atado a la altura de la nuca, dejando que cayera como un delgado hilo negro que dividía en dos a su cuerpo hasta la altura de la cadera. A pesar de que era una mujer de figura más bien delgada, admiraba cómo la tela remarcaba las curvas que componían a su cintura, ligeramente más angosta que sus hombros y caderas. Empezaba a bajar un poco más del moño que sujetaba a su delantal cuando se giró, dejándome al descubierto. Sentí que el calor subía hasta quedarse en mis mejillas y orejas, mis labios temblaron en una sonrisa que se me antojó más a una mueca que a una arrepentida o siquiera inocente. Ella no dijo nada y dejó el vaso lleno por el color oscuro de la bebida cuya superficie amarilla estaba a punto de rebalsar.

—Aquí tienes —fue todo lo que me dijo antes de que la puerta principal se abriera. Eché una mirada por encima de mi hombro, curioso –y frustrado– por saber quién había decidido sumarse a esta hora a tomar o comer algo. Mi mandíbula casi cayó al piso al ver a quién entraba. Sí, la había visto por un momento más temprano, pero en ese instante...

—Realmente te está yendo para el mooiun aquí —dijo la nueva magmeliana admirando las decoraciones. Llevaba su cabello recogido en la parte superior, dejando a la vista unos costados donde el pelo era bastante corto. A pesar de que seguíamos en la temporada de las temperaturas bajas, llevaba una remera que sólo cubría su pecho, no su vientre lleno de relieves ni sus brazos que daban algo de miedo. No entendí lo que dijo Kadga, aunque le arrancó una sonrisa a la recién llegada, una de esas sonrisas que siempre hacían quienes les pedías que no hicieran un escándalo y ya se encontraban trazando los últimos pasos de una escena bochornosa.

—Nero...

—Aburrida —bufó antes de dirigirse hacia mí, arqueando una ceja—. Dudo que estés aquí para darle la bienvenida rutinaria a alguien que lleva viviendo más de cuatro años en este pueblo.

Abrí y cerré la boca varias veces y eché una mirada de reojo a Kadga, quien simplemente le lanzó un delantal similar a la nueva, el cual atrapó sin problemas.

—¿Y yo qué voy a hacer?

Recién cuando escuché la voz del niño caí en la cuenta de su presencia. Estaba todavía parado junto a la puerta, tenía sus brazos cruzados sobre su estómago, el cabello castaño con tantos rulos que parecía tener una cabeza más grande que su cuerpo.

—Me vas a ayudar en la cocina, Darau —dijo la magmeliana con un tono que me resultó completamente chocante con su apariencia. Para que se me entienda mejor, esa mujer tenía un aire de "mato dragones usando mis manos desnudas", incluso me pareció ver en ese momento que tenía un colmillo algo más afilado que el resto de sus dientes. ¿Imagen clara? Bien, ahora imaginen a esa mujer hablando con el mismo tono dulce y arrullador que uno espera en alguien que... bueno, no intimidaba una vez recuperaba sus energías.

—¿Kertmuth?

—¿Yo qué? ¿Me decías algo, bella? —giré hacia Kadga de golpe, sintiendo que había sido hallado con las manos en la masa. Vi un destello en sus ojos y cómo apretaba los labios antes de echarle una mirada a la otra mujer que se encontraba haciendo un gran esfuerzo para no soltar una carcajada. De nuevo, sentí que el calor subía a mis orejas, pero a la vez...

—Ah, verás... Iola sagrada... ¡Ay, para de reírte, princesita! ¡Estoy intentando no...!

—Vicecapitán —gruñó la voz de Cole a mis espaldas. Giré de golpe, enfrentándome a una escena donde el niño que corría a ocultarse entre las piernas de una magmeliana que volvía a tener esa expresión de mata-dragones. Mi amigo no estaba mucho mejor, sus ojos y boca estaban llenos de disgusto, casi diría de repugnancia mezclada con odio. Recién cuando se enfrentó a mi mirada retomó su habla—. Hay algo que necesita de su atención. Ahora.

No me sorprendí al sentir cierta resistencia, de querer decirle que si tenía un problema debía acudir al Capitán. Pero eso estaba lejos de mi poder, completamente fuera de mi alcance. Eché una mirada en dirección a Kadga, quién me dio un asentimiento antes de bajar la vista, concentrándose en su tarea de limpiar la mesa inmaculada. La nueva murmuró algo en su idioma y llevó al niño con ella a lo que eran las cocinas. Solté un suspiro, terminando casi de un trago todo el vaso que no había tocado hasta ese momento, y seguí a Cole hacia el exterior.

Lo miré con mi mejor expresión de malhumor, intentando recordarle porqué me encontraba en ese lugar, qué implicaba el que me hubiera interrumpido mi momento de descanso. ¿Tan difícil era pedir un rato para ver a una mujer bonita servir cerveza, charlar un poco sobre cualquier cosa y luego, lo que surgiera? Al parecer, lo era.

Ninguno de los dos dijo nada hasta que llegamos al centro del pueblo, donde no quedaban más que los niños disfrutando de los últimos rayos de sol antes de que fuera el toque de queda. Recién cuando llegamos a la fuente destruida y fuera de uso, me paré frente a mi amigo, odiando con todo mi ser el tener que sacar mi lado más... militar.

—¿Y bien? ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar a que tenga mi bello descanso en lo de Kadga?

—Kert, ya te dije que no es bueno que tú...

—Sí, ya me dijiste ese discurso, así que te pido, no, te ordeno, que te apures y me digas en menos de un minuto qué es tan estúpidamente importante que me sacas de mi excelente humor.

Cole me miró un momento. Odiaba que hubiera sacado los genes de sujeto grande, en momentos como ese casi me sentía como un adolescente regañando a un adulto. Aparté la idea de mi cabeza y traté de mantener la imagen de alguien que le sacaba dos cabezas en lugar de ser al revés. Mi amigo tomó aire y, finalmente, decidió que sabía qué decir.

—Hay una presa de cacería que tiene marcas distintas a las que solemos ver.

Toda la sangre de mi cuerpo desapareció ante esas palabras. 


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