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Quién

Día 12, mes oastog, año 5770.

Despertar viendo el techo y sentir que tu cabeza ha trabajado incluso en las horas de descanso, era tan insufrible como los problemas que iba a comenzar a tener. Pasé una mano por mi cara, intentando espantar la idea que empezaba a tomar forma, quizás así lograría dormir el poco tiempo que me quedaba hasta que sonara la alarma. Por supuesto, eso no pasó. Ni siquiera había logrado despejar del todo mi mente cuando escuché el insufrible sonido del cacharro junto a la puerta del cuarto.

Lancé las sábanas lejos, mascullando unos cuantos insultos por lo bajo, y pronto me encontré vestido, bajando los trece escalones que daban a la cocina comedor. Años atrás me habría quejado al sentir el frío en los pies, por tener que depender de la pequeña hornalla a gas que me calentaba la mano mientras cocinaba huevos y pan en una sartén tan vieja que se había hundido en el centro. Solté un gruñido cuando noté que me quemaba un poco los dedos al dar vuelta el pan, seguro que mis ya de por sí callosas manos se llenarían de quemaduras y ampollas innecesarias.

Seguía siendo de noche cuando salí, abrigado con el uniforme que quizás dejaría de usar en unas ocho semanas. El viento helado, ese que me dejaba con la piel curtida y la nariz más roja que cuando estaba resfriado, fue lo primero que noté; lo segundo, fue el sonido de pasos. No me consideraba alguien creyente de tonterías como personas muertas que retornaban a la vida, pero por un momento consideré la idea de las sombras que siempre se escondían entre nuestros tobillos, a la espera para atacar. Con el corazón en la garganta, me quedé quieto, mirando a la silueta que comenzaba a reconocer con cada paso que daba.

—¿A dónde va? —logré decir sin que me temblara la voz y disimulando que el corazón había estado a un paso de salir disparado. La mirada siempre impasible de Kadga me recorrió el rostro con la calma de quien ha encontrado a un criminal con las manos en la masa.

—A la taberna —dijo al fin, pasando de largo junto a mí. Seguí con la mirada su andar, sin saber si debía o no abrir de nuevo la boca y someterla a un interrogatorio. Tomé aire, listo para afrontar las consecuencias cuando escuché lo mismo que la vez anterior: el sonido de la madera quebrándose. Apreté los puños, dando media vuelta, y caminé hacia donde sospechaba que estaría la causa del desastre.

Durante años había escuchado las advertencias de mis abuelos sobre lo que hacían los magmelianos, lo bestiales que podían llegar a ser si uno no los tenía bajo control. Antes de que todo pasara de pesado a aplastante, casi había llegado a pensar que estaban exagerando un poco, que se los podía tratar como un ciudadano más de Tagta. Muy inocente de mi parte.

—Le agradeceríamos si no nos deja sin árboles, magmeliana —dije al llegar al sitio del que pude distinguir los rastros del tronco. Escuché un bufido mezclado con una risa antes de ver a la dueña. Casi tan alta como yo, piel morena y cabello negro azabache, vestida con una simple remera que dejaba sus brazos al descubierto. Incluso con la poca luz de las estrellas, logré distinguir levemente la silueta de lo que parecía ser un cuerpo.

—Vaya, parece que las prioridades de los tagtianos son completamente inútiles —soltó al mismo tiempo que se sacudía las manos. Negué con la cabeza, mirando hacia el suelo—. Mira, tagtiano, no me interesa en lo más mínimo perturbarles su cómoda vida pueblerina, pero me niego a convivir con bestias como ésta cerca de mi nueva casa.

Mordí mi lengua, justo antes de soltar una pregunta que podría complicar todos mis planes. Tomé aire y relajé lo más posible mis hombros. «Primero la confianza, luego le escupes,» me dije.

—Aun así, necesitamos los árboles para la leña y trampas, por no mencionar las reparaciones. De las bestias nos podemos encargar con trampas y escuadrones.

La escuché soltar una risa irónica antes de caminar hacia mí.

—Mira, bisonte, llevo menos de un mes aquí y ya he notado al menos dos manadas de bestias. ¿Crees que te van a salvar los árboles? No querido, esos monstruos son capaces de romper una puerta usando sus zarpas. Paso de poner a mi hijo en peligro porque no puedo mantener dos árboles de pie.

Tuve que tomar una gran bocanada de aire, conté en silencio hasta que logré calmar, un poco, las ansias de darle un manotazo por haberme hincado el dedo en el pecho.

—Te propongo algo...

—Oh, genial, ahora quieren negociar. ¡Lo que me faltaba! —exclamó, moviendo los brazos en todas las direcciones. Y eso fue lo último que entendí, pues pronto comenzó a emitir gruñidos y gemidos demasiado graves que parecían formar parte de algún monólogo. Eché una mirada hacia el horizonte, donde el cielo comenzaba a clarear por detrás de las montañas.

—¿Al menos puedo decirte qué te voy a proponer? —La magmeliana se detuvo un momento en su ir y venir con gestos exagerados y sonidos poco humanos. Permaneció en silencio por un momento antes de soltar un audible suspiro y pedirme que continúe—. Estamos necesitando de fuerza bruta, tanto para la defensa como en las tareas de reparación. Imagino que ustedes no están precisamente con un exceso de alimentos, además de que el pueblo en cualquier momento podría decidir que son una amenaza y convertirlos en montones de carne para las aves de rapiña.

—Dime algo que realmente me interese, tagtiano —bufó—. Y si piensas que haciéndome creer que son la única salida que tenemos es tu forma de ganarte la confianza de personas como Kadga o yo, entonces eres más imbécil e ignorante de lo que esperaba. La pedrada no es nueva cuando vives en Tagta por una semana.

Apreté los labios, sintiendo ganas de agarrar algo y lanzarlo contra el tronco caído, esperando que al menos se rompiera.

—¿Qué quieren entonces?

—¿Y qué te parece? Vivir en paz, bisonte —resopló con cierto tono de burla, como si fuera algo obvio. Abrí y cerré los puños, apenas capaz de contenerme.

—Tu hijo podría entrenar con nosotros y tú formarás parte de la defensa.

—Por supuesto, porque quiero defender a un pueblo que me mira como amenaza y estarán dispuestos a dejar que un niño inocente sea compañero de sus retoños. No, lo siento, pero tengo las pezuñas bien puestas sobre la tierra —dijo antes de dirigirse hacia el cuerpo muerto detrás de ella y cargarlo sin dificultad en su hombro. Vi en silencio cómo pasaba junto a mí, deseándome suerte de tal manera que no dudé en afirmar que la mujer esperaba hacer de su estadía un calvario. Sin poder hacer nada más, solté un gruñido y pateé el suelo antes de retomar mi camino hacia el pueblo.

Durante toda la mañana en la que impartí clases, mi mente pasaba de prestar atención a lo que hacían los niños a intentar encontrar algo que pudiera atar a la magmeliana. Una y otra vez me encontré considerando la opción de ir a por el pequeño magmeliano, quizás podría acercarlo poco a poco hacia los demás, volverlo parte del montón de niños que todos cuidaban.

Iba pensando en cómo podría lograr que al menos se me acercara, cuando lo divisé. Tenía una cabellera castaña ensortijada, como si en lugar de pelo tuviera lana, y era, dentro de todo, un palillo andante, si me guiaba por lo que permitía ver el abrigo. Estaba sentado sobre una de las cercas, casi oculto por completo por los arbustos. No tenía idea de cómo ni porqué me había cruzado con los tres ese día, en otras circunstancias seguiría mi camino, ignoraría por completo la mirada perdida del magmeliano y pensaría que así debían ser las cosas.

Respiré hondo, conteniendo todo lo que bullía dentro de mí, apreté los puños dentro de mis bolsillos y caminé despacio hacia él. En algún momento debió notar mi presencia, pues de inmediato sus ojos se agrandaron y de un salto bajó de la cerca. Abrí la boca para pedirle que esperara, que quería hablar, pero las palabras se me atascaron en la garganta. «¿Realmente necesitamos a los magmelianos? ¿Vale la pena arriesgar al pueblo por una causa perdida?»

Dejé caer la mano. Gruñí al mismo tiempo que sentía que mi pecho comenzaba a cerrarse. Sacudí la cabeza y retomé mi camino hacia mi casa. No tenía idea de qué esperaba, menos viniendo de seres tan bestiales como lo eran ellos. Cerré la puerta con más fuerza de la que esperaba al llegar, me quité la campera y la lancé contra la silla.

Apenas me había tirado en el sofá para al menos dormitar antes de que fuera mi turno de vigilancia, cuando escuché que llamaban a la puerta. Gruñí, pero no me moví de mi sitio. Si era alguien como Malina o Kertmuth, no tocarían dos veces, entrarían como si fuera su casa, me buscarían, dirían lo que sea que tenían que decir, y se irían para continuar con sus actividades.

Me levanté al cuarto llamado.

Farfullando, di dos pasos largos, consciente de que cuanto antes me deshiciera del infeliz que decidía llamar a mi puerta como si no hubiera un mañana, antes podría ganar sueño para soportar mi larga noche. Abrí de golpe, dejando a la vista a la mujer de pelo blanco y ojos marrones que solía dar vueltas por el pueblo con la niña que vivía usando lentes oscuros, incluso de noche. Sin decirme ni una palabra, la mujer dio un paso a un costado, murmurando que la pequeña Galyon deseaba decirme algo.

—¿Y bien?

—Uhm... Creo que debería quedarse en casa esta noche —dijo al final, retorciéndose los dedos. Eché una mirada a su acompañante, quien se encogió de hombros, diciendo que la niña tenía sus razones para decir esas cosas.

—Mira, aprecio que te preocupes por mí, pero los adultos tenemos que proteger a los menores —intenté explicar, sintiendo la imperiosa necesidad de cerrar la puerta, echarle llave, correr a mi habitación para poner la alarma y dormir hasta el momento de salir.

En lugar de resignarse la niña frunció el ceño y pateó con fuerza el suelo.

—¡Si sales vas a morir! —chilló. Pasé una mano por mi cara, recordando que no podía desquitarme con ella, menos enojarme con una niña que estaba empezando la adolescencia—. ¡Nero es más que capaz de pelear con esas bestias, pero si salen hoy, van a arruinarlo todo!

—Ey, ya, deja de gritar que te escucho perfectamente.

—Galyon... —dijo casi en un susurro la mujer albina. Increíblemente, eso sólo enojó más a la mencionada, quien se quitó los anteojos con bronca y me agarró de la camisa con una fuerza inesperada. Aunque todo eso quedó en un segundo plano cuando vi los ojos.

¿Alguna vez tuvieron la sensación de ver algo de otro mundo? Sí, había escuchado, durante mi infancia, casos de niños más maduros de lo normal, incluso lo había notado en mis propios alumnos que no se pasaban las tardes jugando a la pillada o cargaban con diversos juguetes, sino que continuaban las peleas. Bueno, Galyon era otra cosa. Sus pupilas no sólo se veían rojas como brasas ardientes, tenían una forma de estrella de cuatro puntas, dividiendo las pupilas como si fueran dos entradas al mundo de las sombras. Un camino directo, sin paradas.

Sentí que todas mis entrañas se congelaron. Cualquier rastro de instinto primitivo me pedía que huyera, que me escondiera debajo de alguna roca, quizás dentro de una cueva donde pudiera sobrevivir sin salir de allí.

—¿Quieres vengar a tus padres? No. Salgas. Hoy —enfatizó, pegando su frente a la mía. Notaba que mi corazón estaba a punto de dejar de latir de un momento a otro. Mis manos sudaban. Era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera "peligro". Por inercia, asentí—. Júralo. Por tu nombre.

—Suficiente, Galyon.

Respirar nunca fue una acción tan liberadora.

Tomé bocanadas de aire, dando un paso atrás para ver a la niña... criatura monstruosa, que seguía mirándome con su ceño fruncido.

—Te lo estoy diciendo en serio, Supkum Cole. En cuanto pongas un pie fuera de tu casa, podrías acabar siendo... —hizo un gesto de asco y dolor—. No salgas. Por Jagne y Landon, no salgas.

Di otro paso hacia atrás.

—Vete —logré balbucear. Los ojos molestos de la niña continuaron un momento más sobre mi persona, antes de soltar un suspiro que no supe interpretar y marcharse. La albina murmuró una disculpa y se fue, siguiendo a la bestia.

Todavía sintiendo que el corazón me latía con fuerza contra el pecho, subí hasta mi habitación, cada paso con una lentitud poco propia de mí. Sentía que mi cabeza iba de un lado a otro, descartando, recordando, tratando de hacer memoria de cualquier cosa que me dijera qué clase de monstruo teníamos cerca de nosotros.

«Magmelianas», repetía una y otra vez. Mi pecho se sentía cada vez más y más pesado ante la idea de tener no tres sino cinco de esas bestias con cara de humano dando vueltas. «¿Y si los dos nuevos llegaron porque tienen que proteger a la monstruosidad con cara de niña?» Caí en la cama. Una y otra vez me encontré yendo y viniendo entre mi plan original y los tantos escenarios que comenzaban a aparecer en mi cabeza. Giré hacia un costado. «¿Sabrá Kertmuth que tenemos a un monstruo entre nosotros?» Quizás él sí lo sabía, pero en ese caso, ¿por qué no había hecho nada? ¿Acaso su puesto de Vicecapitán le importaba tan poco? ¿Podría estar bajo alguna clase de magia magmeliana?

Recordaba vagamente un mito sobre magmelianos capaces de crear casi cualquier cosa usando unas pociones hechas con restos de tagtianos, tanto de ciudadanos de bien como de las peores personas.

Centré mis ojos en las vetas de la madera.

¿Acaso la magmeliana Kadga estaba realmente envenenándonos? ¿Y si la nueva era la que se encargaba del trabajo pesado? La bestia debía pesar tanto como un oso al menos, y la había cargado como quien cargaba una caja vacía.

Unas vetas formaban la imagen de una serpiente escupiendo fuego.

Repentinamente, entrenar al niño, formarlo como un soldado propio, parecía ser la mejor manera de, al menos, balancear un poco las cosas, ¿no? Quizás fuera casi tan fuerte como su madre, entonces podría ser alguien que la detuviera, una amenaza casi tan letal como ella misma.

Al otro lado de la serpiente había un oso deforme.

Pero ¿cómo haría para apartarlo de su madre sin que ésta se diera cuenta? No podía secuestrar a la criatura sin provocar la ira de un monstruo más grande. Tampoco decirle directamente qué pensaba sobre su madre y la niña esa.

En algún momento, me quedé dormido. Pegué un salto en la cama al escuchar el pitido que me anunciaba que había pasado una hora desde el amanecer. Sin siquiera pensarlo, asomé la mitad de mi cuerpo por la ventana.

Y apenas pude contener la arcada.

Inmediatamente volví a entrar, dejando que el aire helado de la mañana circulase por la habitación. Cerré los ojos intentando recordar algo que no fueran los cuerpos mutilados cual carnicería salvaje, de olvidar las cabezas, miembros y sangre que había por todos lados.

En cuanto pude pensar un poco mejor, me levanté y corrí hacia afuera. Hacia el Edificio.

—Oh, genial, acabo de perder.

La voz femenina, la última que esperaba escuchar, interrumpió en medio de mi carrera hacia allí. La magmeliana me miraba con sus ojos negros abismales y su cabello negro cayendo como una cascada que le cubría el busto, llevaba un pantalón holgado idéntico al que había usado el día que llegó al pueblo.

—Idiota, ¡despierta! —gritó.

Sentí una cachetada y apenas pude contener el quejido de dolor.

—Ay, por el Conocimiento Sagrado, hijo de la grandísima puta, ¡¿me quieres quitar años de vida también?!

—¿Kertmuth? —logré decir, sobándome la mejilla y moviendo la mandíbula con cuidado. «Sí que pica», gruñí, todavía con el pecho agitado.

En efecto, mi amigo se encontraba frente a mí, más despeinado que nunca, con los ojos acuosos y caminando de un lado a otro mientras farfullaba algo sobre falta de respeto, pánico y mal amigo.

Volví a llamarlo.

—Entiendo que estás cansado, digo, todos lo estamos, pero eso no implica que debas quedarte dormido justo cuando... ¡Y encima tienes el descaro de hacerte el ofendido! Ah, no, ni se te ocurra mirarme con esa cara, Supkum, que estuve a un pelo de perder mi posibilidad de volverte tío postizo por salvarte el pellejo —dijo, señalándome con el dedo—. Tenías que ausentarte justo la noche en la que todo iba a salir perfecto. Todo estaba bajo control, pero no, el gran e insoportable...

—¡Kertmuth! ¡Ya, corta! —grité. Mi amigo soltó un suspiro y continuó murmurando para sí mientras me sentaba en el borde de la cama—. ¿Puedes explicarme por qué me das una cachetada a una hora tan temprana?

Él se quedó quieto de repente, como si en ese momento cayera en la cuenta de lo que había hecho. Giró hacia mí, sus ojos grises reflejaban la sorpresa que probablemente sentía. Al no obtener respuesta, volví a insistir con mi pregunta, sacando a Kertmuth del trance que había entrado.

Sacudió la cabeza y comenzó a relatar cómo había comenzado la noche, lo que había visto –con la poca iluminación que tenía de la luna y su linterna–, lo que había escuchado y lo que encontró esa mañana.

—Cuando encontré a la vieja Klindy... No tengo idea si lo que me dijo Nero es cierto o no, pero me veo inclinado a creerle —soltó en un suspiro.

Apreté los labios, preguntándome si era realmente cierto lo que me había dicho la niña magmeliana. Parte de mí creía que había exagerado, incluso sospechaba que habría podido evitar lo de Klindy si hubiera salido. Solté un suspiro y me pasé las manos por la cara.

—Hay algo que debo contarte —dije. 


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