orden
Día 28, mes oastog, año 5770.
Hemos encontrado la forma de ser como Cirensta. Hemos convertido a nuestros hermanos y hermanas en sus más fieles seguidores y aún así los dejamos encerrados en palacios. No somos tan distintos a los tagtianos, Ya-Long, aunque ellos se muevan con piezas de metal y nosotros usemos nuestra propia fuerza.
Odiaba el proceso. No por los olores –de eso me había curado de espanto en mis primeros años de vida– sino por el mismo paso a paso que seguía. Si hubiera estado más tranquila, no estaría con mi hijo viendo aquello, habría intentado darle un par de años más antes de mostrarle lo peor que podría pasarme.
—¿Por qué tiene que oler mal?
Respiré hondo, soltando distraídamente el último trozo de carne que había cortado. Miré todo el despliegue que tenía frente a mí: un cuerpo que no era más que piel y huesos, una mesa manchada de sangre coagulada, apenas una ventana que permitía la entrada de luz, el brasero con la paila encima. Las palabras de Cole resonaron en mi cabeza, cuestionando si así era como nos comportábamos los magmelianos. Sacudí mi cabeza, intentando apartarlo de mi cabeza.
—Cirensta se originó de las cuatro partes del mundo, y a ellas hay que volver cuando la sombra abandona al cuerpo —repetí el verso que me habían dicho diez años atrás. Darau me miró con el ceño fruncido—. La idea es que el cuerpo se descomponga para que la carne empiece a cambiar. Una vez que está así —señalé los trozos de la cubeta—, tienes que humedecerla para luego tirarla al fuego hasta que se carbonice.
Mi hijo se quedó en silencio, pasando sus ojos verdes de un lado a otro. Sonreí, tomando la cubeta antes de ir a la paila y empezar a tirar los trozos de carne sobre los trozos ya carbonizados. El chisporroteo se mezcló con el olor a podredumbre, haciendo que resoplara en desagrado. Tiré el agua afuera y dejé la cubeta a un lado.
Con mis manos ocupadas, mi mente regresó a lo que había pasado casi dos semanas atrás. Había aceptado pelear por el simple hecho de que en Tagta mis costumbres eran tan conocidas como las de ellos en Magmel, es decir: nadie conocía lo más mínimo. No me había esforzado tanto como para asegurarme una victoria, al menos al comienzo. Los golpes, bloqueos, esquivos, saltos, todo eso, en algún momento, se había convertido en la única danza que no esperaba volver a tener. ¿Cómo describirlo? Sus movimientos habían terminado siendo invitadores, empujándome a demostrarle que yo era una mujer fuerte, una verdadera sembena.
Si me concentraba, era capaz de evocar perfectamente cómo mi cuerpo respondía a sus silenciosos desafíos ante mis embestidas, empujándome a ir más lejos, más fuerte. ¡Cuernos de Iola! Incluso recordándolo sentía que mis mejillas tironeaban por una sonrisa. Notaba la burbujeante emoción en mi estómago, la naturalidad con la que todo mi ser se movía. «No debí bajar la guardia», gemí por dentro al mismo tiempo que sacaba la paila del fuego. Por confiada había perdido. Me había regodeado en una victoria antes de que fuera definitiva, por segunda vez en mi vida.
Bufé.
Apoyé la paila junto a un cajón improvisado de madera y empecé a desmenuzar los pedazos entre mis dedos. El gris oscuro pronto me hizo perderme de nuevo en mi cabeza. Él había estado tanto o más sorprendido que yo, aunque dudaba que las razones fueran las mismas. No, por supuesto que las razones eran distintas. Porque debían serlo, ¿no?
¿Cuántas posibilidades había de que una magmeliana y un tagtiano...? Bueno, pasó y pasaba todo el tiempo, pero nunca era en medio de una batalla. ¿O sí? Quizás si le preguntaba a Kadga... No, a ella no. Seguramente me diría que estaba dejándome llevar por alguna idiotez mía, que no podía entenderlo como lo que era.
—No son magmelianos. Lo sabes bien.
Sí, lo sabía en carne propia. Demasiado bien lo sabía, que probablemente lo continuaba olvidando.
—¡Deja de actuar como una novilla, Nero! —gemí en mi idioma natal. Sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Un trozo de carbón estalló en mi mano, cubriéndome parcialmente de gris. Gruñí, lanzando el trozo de regreso a la paila.
—¿Mamá? —La voz de Darau me trajo de regreso a la realidad. «La única prioridad es él, nada ni nadie más», me recordé, intentando calmarme. Esbocé una sonrisa, esperaba que fuera afable al menos, y le pregunté qué pasaba—. El hombre de pelo negro me preguntó si quería ir con los otros niños. Me mostró cómo jugaban y una niña me invitó a ir con ella mañana a donde ella va.
Fruncí el ceño, girando mi cuerpo hasta quedar de frente a él. Esperé a que continuara, dejando que las palabras se ordenaran en su mente poco a poco. Su ceño se frunció, sus ojos chispearon y me pareció ver un reflejo de duda en sus facciones. Sentía ganas de instarle a que hablara de una vez, carcomida por la curiosidad, y estaba a punto de dejar que mi lengua pronunciara las palabras que iban de un lado a otro.
—¿Puedo ir a jugar con la niña?
Mi corazón se partió en dos ante la duda y expectativa que había en sus palabras. Parte de mí quería mantenerlo a mi lado, asegurándome que no hubiera una marca más en su piel. «Es un niño de bruja, Nero», decía otra parte de mí. Lo miré en silencio, mordiéndome el labio inferior.
Un niño necesitaba estar jugando, correteando por las calles, no en un almacén con un cuerpo podrido y una madre postiza. Pero era un magmeliano y dudaba seriamente que los otros niños lo aceptaran sin reservas. «Podrían hacerle lo mismo que a mí a su edad», pensé con cierta amargura. Tenía diez años, debía ser un niño más independiente, ¿no? Aunque seguía siendo un niño, uno que no podía dejar que le pasara algo más.
Solté un largo suspiro, eché mi cabeza hacia atrás y me puse de pie. Todo bajo la atenta mirada de él. Vi cómo sus ojos brillaban levemente, con cierta emoción y miedo contenidos, sin embargo, su expresión se mantenía seria. Temblaba por dentro cuando le dije que me siguiera, más aún cuando salimos y sus dedos se aferraron a mi mano en cuanto empezamos a caminar.
—Mira, Darau, no es que me parezca mal que quieras tener amigos —empecé, sintiendo que el nudo de mi estómago empezaba a crecer como una hiedra dentro de mi cuerpo. Tragué saliva y respiré hondo—. Yo..., solo te pido que tengas cuidado. No empieces peleas, no los insultes, no dejes que tengan razones para hacerte daño, ¿sí?
Él me miró y asintió, con una expresión de seriedad absoluta; volví a respirar hondo, sacudiendo mi cabeza y dándome ánimos en silencio. Incluso así, mi corazón latía con fuerza, notaba que me sudaban las manos y que se me retorcía el estómago sin piedad. Las casas en buenas condiciones pronto empezaron a ser visibles, así como una niña de cabellos rubios, atado en dos trenzas que caían por su espalda; Darau no tardó en sonreírle, saludándola con la mano. Caminé con él hasta llegar a la niña, quien me miró abriendo sus ojos de par en par, palideciendo un poco. Mordí el interior de mi mejilla, antes de esforzarme en sonreír. Ella pareció incapaz de saber cómo reaccionar.
—Mamá no muerde, te dije que era buena —sonrió él, tomando la mano de la niña, quien seguía mirándome con ojos abiertos de par en par. Intenté encontrar la forma de no aterrarla más, pero opté por mantenerme en silencio, esbozando una sonrisa.
Darau empezó a tironear de ella y eso fue todo lo que hizo falta para que empezaran a caminar hacia el otro lado del pueblo. Los seguí desde atrás, intentando no entrometerme e ignorando las miradas que dirigían hacia nosotros algunos de los adultos. Mantuve la frente en alto, hombros echados hacia atrás y los ojos en el camino.
La niña nos llevó a un descampado que me recordó al que había en el Monasterio. El suelo de tierra desnuda, con algunos tocones de árboles que se asomaban como viejos soldados caídos y los otros niños entrenando, a lo lejos, se sentía como en aquel entonces. Mi estómago se retorció, mis manos empezaron a sudar y casi estuve a punto de tomar a Darau de la mano y llevarlo a otro lado, diciendo que no hacía falta ir allí. Volví mi mirada hacia él, encontrándome con una sonrisa de oreja a oreja, los ojos brillantes de emoción y una niña que parecía dispuesta a jugar. «Puede que no sea tan malo», me dije, quedándome a una buena distancia, con los brazos cruzados. Me quedé allí, en silencio, observándolos y con la mente yendo y viniendo de un lado a otro.
—¿Espiando a los niños?
Apreté los dientes ante la reacción de mi cuerpo. ¿Cómo cuernos es que el hombre lograba tener una voz cautivadora? Sabía que lo había dicho con el peor de sus humores, pero mi cuerpo entero parecía haber dado un salto a la vida ante sus palabras. Eché una mirada rápida en su dirección y quise golpearme a mí misma al sentir que mis mejillas empezaban a arder.
—Nada que una madre con motivos no haría —dije, con el corazón latiendo fuerte contra mis costillas. No tenía idea cómo, pero la frase había sonado mucho menos extraña en mi cabeza—. Quiero decir, bueno... ¡AH! Olvídalo. —Pasé una mano por mi rostro, como si con eso pudiera quitar el calor que se iba expandiendo en todo mi rostro, fingiendo que mi corazón no estaba latiendo con fuerza y, principalmente, ¡no estaba actuando como una novicia en celo! No, rotundamente no—. Será mejor que vuelva a mi tarea.
Fue mi intento de retirarme antes de que mi orgullo quedase por el suelo y terminara por pisotearlo yo misma. «No significó nada, acéptalo, Nero». Era incapaz de siquiera darle una mirada de reojo al tagtiano, demasiado humillada coma para, encima, añadir sus burlas. No, hoy no era mi día de ser medianamente hábil con las palabras. Y así debió ser, yo debí caminar de regreso al intento de almacén, donde preparaba las cenizas y me recriminaba en silencio mi incapacidad de actuar como una sembena de veinticinco años con tres relaciones previas. Pero no, por alguna estúpida razón, algo de lo que dije, hice, o qué sé yo, entretuvo al tagtiano, arrancándole una risa por lo bajo que me dejó como idiota.
Tan idiota que me olvidé cómo se hablaba su idioma. Sí, no entendí lo que me dijo y luego le pedí que me repitiera en mi idioma natal. Un desastre, y una vergüenza mayúscula, que lo único que logró en ese momento fue hacer que desee meterme en un sitio apartado del mundo, y no salir de allí hasta que tuviera, al menos, treinta y tres años –probablemente le pediría a Kadga que me llevase comida o víveres. Con la cara en llamas, me marché a toda prisa, ignorando cualquier cosa que viniera de mi alrededor.
—¡Hey! ¡Espera! —escuché que me llamaba. No pensaba darme la vuelta, aunque tuviera un anánimo respirándome en la nuca. Creí que estaba logrando poner algo de distancia antes de que una de sus manos me tomara por el codo, frenándome en el lugar—. ¿Qué clase de ruido hiciste?
Sí, definitivamente me quería ocultar del mundo, no por diez años, sino por el resto de mi vida o hasta que él falleciera. «O podría morir yo antes, dejar a Darau con Kadga..., no, definitivamente ese no es un buen plan». Apreté los labios, sintiendo que estaba cavando mi propia tumba y, sin mirarlo, dije la respuesta que bailoteaba en mi lengua:
—Es... ¿Qué dijiste? —Me falló la voz, casi cortándose al final de la última palabra. El calor de mis mejillas trepó hasta mis orejas, y si el muy desgraciado no pensaba soltarme del brazo, iba a terminar con todo mi cuerpo ardiendo. ¡Y el muy idiota repitió la pregunta de qué clase de sonido había sido capaz de producir mi garganta! Zafé mi brazo y lo miré de reojo, casi agradecía que él no supiera nada de mi gente. Sembenos, no magmelianos en sí, por supuesto—. Era una pregunta: ¿qué has dijiste?
Una expresión divertida pasó fugazmente por sus rasgos antes de que empezara a mover la mandíbula de un lado a otro, conteniendo una sonrisa que tironeaba de sus labios. Puedo asegurar que el verlo batallar con sus propias expresiones, aunque sea para no reírse, bajó un poco mi propia vergüenza. Seguían ardiéndome las mejillas, pero las orejas estaban fuera de peligro. Negó con la cabeza, resoplando, antes de dirigirme una mirada que me revolucionó todo lo que tenía dentro. «Si serás una novilla, Nero», me encontré bufando.
—Quería saber si estabas cerca por algún motivo en particular.
—Ah, eh..., sí, acompañaba a mi hijo hasta allí —señalé con el mentón el descampado que estaba detrás de él—. Ya me vuelvo a mi tarea, descuida.
—¿Quieres quedarte a observar la clase? —preguntó de inmediato, dando un paso hacia adelante justo cuando yo había dado uno para retroceder. La idea me agradó, pero no por las razones que probablemente él quería. Mordí mi labio inferior, considerando las opciones, paseando la vista por los alrededores antes de volver a fijarme en su persona. Dejé salir un suspiro largo, sabiendo muy bien cuál tenía que ser mi respuesta—. Es para que el mag-tu hijo —se corrigió de golpe y pude ver un ligero rubor en sus pómulos— se quede, al menos por hoy.
«Te lo dije», canturreé por dentro, sintiendo que mi pecho se comprimía ante sus palabras. Por supuesto que su interés era reclutar a Darau y asegurarse de mantenerlo entre sus filas. No era quién para decir que los niños no debían formar parte del nuevo escuadrón de las fuerzas armadas, pero sí que podía asegurar que el usarme a mí como forma para mantenerlo era molesto. Negué con la cabeza, tratando de mantener mis hombros relajados, a pesar de tener los puños firmemente cerrados en los bolsillos de mi ropa.
—Si él desea quedarse, se quedará, sino ya sabes dónde buscarnos —comenté, encogiéndome de hombros y esbozando una ligera sonrisa de medio lado que pareció descolocar al tagtiano. Y me quise dar una cachetada ni bien giré sobre mis talones y regresé al almacén.
No podía parar de repetir una y otra vez las estúpidas palabras que daban vueltas por mi cabeza. ¿Qué clase de pésima coquetería había sido eso? «Idiota, o estás a punto de entrar en un momento de fertilidad o en serio que estás cayendo bajo», gruñía mientras cargaba el nuevo cuerpo –maloliente– a la mesa, abriéndolo en canal con un poco de esfuerzo.
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