objetivos
Día 14, tepsemireb, año 5770.
El dolor no es lo único que mueve montañas. Tampoco el amor es tan poderoso como ellos dicen que es. Y si se combinan, ambos terminan acercando a las sombras.
Hacer hablar a la gente no es difícil cuando sabes qué debes presionar. Aunque lo había hecho bajo la mirada de los tagtianos que estaban de turno, me sentía como en mis años en el Monasterio. Casi había llegado a ser lo mismo que Nero, el mismo título de mi sector, pero había huido antes de que me dieran tal privilegio.
Respiré hondo y caminé despacio hacia ellos, con las manos colgando a los costados de mi cuerpo. Estaban todos atados contra un poste y, con la dosis de relajante que les había echado en la comida, estaban a mi merced. No voy a negar que me causaba un morboso placer el sentir que los miraba desde arriba. Los rodee, prestando atención a sus ojos, a las miradas de furia absoluta.
Había visto cómo hacían hablar a los espías, a los peores criminales de Magmel. Eran recuerdos agridulces, pero no podía negar que recordar las palabras lentas, firmes y seductoras de la que se encargaba de tales actividades se mezcló con mi lengua. Di vueltas, despacio, mirándolos a todos a los ojos, manteniendo mi expresión como cuando estaba en aquellas clases.
—Las reglas son simples: habla y vives un poco más —eran las palabras que solía utilizar mi maestra. Recordaba que producían un eco en las paredes de piedra de las catacumbas del Monasterio. Allí, en un depósito donde entraba la luz a raudales, de paredes revestidas con tablones de madera, no tenía el mismo efecto, pero podía empezar a ver vetas. Repetí las palabras de mi mentora, con la misma cadencia, tal como venía haciendo los últimos días. Uno de ellos, la única mujer, una ourcaellana probablemente, quebró.
—¡Traidora! Te han entrenado los Monjes, ¡esos mal paridos! —Sus mejillas adquirieron un tono rojizo y yo dejé que la furia siguiera creciendo. Esbocé una sonrisa tenue, sacando uno de los cuchillos que solía ocultar entre mis ropas—. ¿Qué haces dándole la espalda a tu propia gente? ¡Estos hijos del mismo Condenado son los que nos hicieron todo!
—¿Todo? —pregunté, agachándome a su altura, todavía jugando con el cuchillo entre mis dedos. La ourcaellana soltó un silbido amenazador, sus ojos se volvieron de un tono rojizo y su piel empezó a cubrirse de plumas—. Permíteme dudar.
—¡Secuestraron a nuestros hermanos! ¿Es que ya no tienes el juicio donde corresponde? —chilló y estuve a punto de darle un golpe con el revés de mi mano. Oh, por las escamas, realmente empezaba a desear que nunca hubieran aparecido. Sonreí y me senté en el suelo, observándola a los ojos.
—Quizás —dejé que la palabra se deslizara por mi lengua. Vi cómo la furia empezaba a consumirla, haciendo que su cuerpo quisiera cambiar, dejar salir todo lo que tenía dentro—. Mi juicio es mío. No hay uno correcto.
La chica se removió incluso más, queriendo soltarse de las ataduras. En otras condiciones, en las que no le hubiera dado la cantidad de droga que les di, habría sido posible. Dejé que se removiera, que intentara luchar, que la desesperación continuara trepando por todo su cuerpo. Me puse de pie y caminé un poco más, llamando la atención. Jugueteé con el filo del cuchillo, dejando que la luz rebotara contra el metal que apenas había desenfundado.
—Sabes lo que quiero —dije, poniendo mi mejor expresión vacía. Diez días, ¿esa cantidad de tiempo llevaba? Empezaba a resultarme demasiado. La chica soltó un escupitajo a mis pies y me odié por lo que iba a hacer. Con un movimiento de mis dedos, lancé el cuchillo, clavándolo justo al lado de su oreja. Moví mi muñeca, haciendo una mueca disimulada. No había sido tan preciso como me hubiera gustado, había una ínfima distancia, pero era hora de ver si había surtido efecto—. ¿Y bien? ¿Debo adivinar?
Estaban pálidos, todos ellos. Aparté la sensación amarga que me recorría. Silbó una palabra, una que supuse que sería suficiente como para empezar a buscar. Sonreí como si estuviera tratando con una niña y la tomé del mentón con cuidado. La felicité, señalándole que siempre es más fácil y mejor cuando cooperaban. Quité el cuchillo del poste y me marché de allí.
Malina me esperaba afuera, con sus ojos turbulentos como los de su hermano, aunque mucho más fríos. Caminé hacia ella, escuchando cómo cerraban la puerta a mis espaldas, y recorrimos el camino hacia su despacho. Observé de reojo a los lugareños, encontrándome con las miradas cautelosas, los susurros mal disimulados y las miradas tanto de odio como de miedo. No los culpaba..., no del todo. La imagen de Nero abrazando a Darau como si su vida dependiera de ello, con la barbilla teñida de rojo y su cuerpo temblando, todo eso seguía siendo demasiado claro. Había saltado al frente, había dejado que mis instintos actuaran antes que mis palabras. Sabía que cualquier avance, por mínimo que fuera, en ese instante se había convertido en humo.
Mis ojos recorrieron la instancia, tan similar pero contraria al Monasterio. Allí las paredes solían ser de piedra tallada a mano, con uno que otro grabado que te daba una pista sobre la personalidad de quién había hecho el trabajo. En Jagne, aquel edificio era liso, tan liso que empezaba a resultarme como una criatura que debía mudarse de piel, de inmediato. Todos me veían pasar como si fuera un fenómeno, al igual que en el Monasterio durante mis primeros días. Subimos por escaleras mucho más claustrofóbicas que las de mi antiguo lugar de residencia. Recordaba los caminos a las catacumbas, tan tétricos que me habían recordado a los santuarios del palacio de mi familia. Y por los colmillos envenenados que ese sitio me daba escalofríos sólo recordar.
La oficina de Malina resultó mucho más agradable, sin tanto blanco muerto, con más colores, aunque tuviera una gran cantidad de polvo en las estanterías con libros que –intuía– trataban sobre nosotros. Ella caminó hasta colocarse atrás de un escritorio, movió una mano sobre un pequeño botón que empezó a emitir un brillo rojo. Al cabo de un momento, una pantalla verde apareció flotando frente a ella, fue un instante antes de convertirse en transparente y dejar el rostro de la mujer claramente visible al otro lado. Las palabras en un idioma que no podía leer del todo bien (menos si estaban dadas vuelta las letras) empezaron a aparecer como si las invocara con el movimiento de sus dedos.
Empecé a narrarle lo mejor que pude sobre los avances, qué sabía de las pandillas y lo que había estado haciendo con los prisioneros durante los últimos días.
—Dicen trabajar para un tal Deyno —dije, cruzando mis brazos. Malina me miró, esperando a que continuara. Lamentablemente para ella, eso era todo lo que podía saber. Y así se lo hice saber en cuanto me exigió que continuara.
—¿Y cómo sabremos quién es Deyno? No creo que sus comunidades primitivas tengas algo así como una base de datos. —Controlé los músculos de mi cara. No, no teníamos una base de datos como la de ellos, pero estaba segura de que la que había en el Monasterio era incluso mejor que la de cualquier organismo tagtiano. ¿Cómo engañabas a alguien que podía detectar todo aquello que estuviera en el suelo? ¿Cómo ocultas tu calor corporal? ¿Cómo vives sin aire? ¿Cómo haces para engañar a las mismas sombras? Y ni hablar del agua.
—Es un nombre sembeñés. —De eso no me quedaba mucha duda. Y, por alguna razón, sentía que era más de los que realmente parecía. Sacudí la cabeza disimuladamente, dejando que Nero fuera la que se encargaba de esa parte. Quedamos en silencio por un buen rato, con Malina observándome a través de la pantalla—. Nero sabrá más que yo.
Malina asintió, ausente de mis palabras. Respiré hondo y aguardé. Podía ver las palabras que se acumulaban en su lengua, las ganas de decir algo consumiendo poco a poco su mente.
—¿Qué es lo que hacen? —Le pregunté a qué se refería, a lo que ella soltó un bufido—. ¿Cuáles son sus planes? ¿Van a ocupar Jagne?
En otro momento, uno en el que hubiera estado mucho más relajada, quizás en una realidad donde no me hubiera convertido en lo que era, me habría carcajeado en su cara. Si supiera... La simple idea de gobernar algo que no fuera mi vida y las cuentas de un intento de local me revolvía el estómago. Ni quería imaginar a Nero.
—Nada de eso —dije y empecé a marcharme—. Queremos una vida tranquila.
Dejé que las palabras se hundieran en ella, cerré la puerta al salir y abandoné el edificio, sintiendo todos los ojos sobre mi piel. Afuera no era mucho mejor, no me dieron la oportunidad de caminar con los hombros relajados, con la espalda ligeramente encorvada. Sabía muy bien que mis actos, mi defensa de Nero y Darau, había salido cara.
Oí que me llamaban, reconocí la voz, no demasiado grave, de Kertmuth y al cabo de un momento lo tuve junto a mí. Ese día tenía el uniforme sin la chaqueta, dejando a la vista una remera de mangas largas negra al descubierto. Pronto estuvo a mi lado, caminando a mi ritmo. Mentiría si dijera que no me llamaba la atención lo que fuera a decir, o hacer, Kertmtuh.
—¿Cómo te ves para ir a defenderte en un juicio? —Definitivamente no esperaba esa pregunta. Arqueé una ceja, recorriendo su rostro en silencio. No estaba viendo sus rasgos, para nada estaba intentando estudiar cómo funcionaba la estructura ósea y los tejidos musculares que daban forma a sus facciones. «Dilo más veces y empezarás a creértelo», bufé, apartando la mirada.
—Preparada —o eso esperaba. Sospechaba que alguien iba a intentar hacer algo, a acusarnos de alguna estupidez que no era real. Kertmuth me regaló una de sus sonrisas y no pude controlar el latido cada vez más acelerado de mi corazón. Avanzábamos hacia mi casa, y podía jurar que me había olvidado de lo que nos rodeaba hasta que puse un pie en el primer escalón. Iba a invitar a Kertmtuh a pasar, quizás podía ofrecerle algo para tomar, pero me negaba a escuchar la vocecita que empezaba a ser un incordio en mi cabeza. Había tomado aire para formular las palabras, diría que incluso tenía las letras ya bailando en mi lengua, cuando mis ojos distinguieron un pequeño trozo de papel. No era muy grande, apenas lo suficiente como para que pudiera contener un mensaje corto, conciso.
Todo mi mundo volvió a temblar. Mis movimientos no eran los míos, sino como si fuera una de esas marionetas que me habían fascinado de niña, podía verme avanzando, estirando los brazos hacia el papel y desdoblándolo con una lentitud que me dio escalofríos. Lo veía y lo sentía, es más, temía las palabras que se ocultaban bajo el doblez. De nuevo esa letra estilizada, redondeada, arrastrándose por la hoja cual serpiente. Una excelente caligrafía.
La mano de Kertmuth sobre mi hombro hizo que mi cuerpo entero actuara por su cuenta. En un instante tenía el cuchillo en mi mano, apuntando al pecho de él, quien me miraba con los ojos abiertos de par en par. Parpadeé, sintiendo que todo mi ser estaba embotado, lejos de cualquier percepción que pudiera entender. Él, en el instante que se recuperó de la sorpresa, me tomó de la barbilla, un gesto que me envió una sensación similar a un rayo, a las primeras chispas que aparecían en un incendio, dejando unas brasas a su paso. Sus ojos grises estaban fijos en los míos, grises como las nubes antes de la lluvia, arrastradas por el viento. Era capaz de distinguir sus labios moviéndose, preguntándome algo que no llegó a mis oídos, perdido en el espacio entre nosotros.
—¿Podemos empezar por eso?
—¿Cómo? —pregunté, parpadeando, confundida. Él sonrió de medio lado y se removió hasta quedar más cerca, con esa expresión de haber logrado algo.
—Si podemos empezar por la parte en la que me explicas un poco el tema de lo que pasó el otro día.
Mi mente quedó dividida entre lo que se podría entender como "el otro día", no sabía si estaba sintiendo que mis mejillas se coloreaban o si debía respirar hondo. «Es poco probable que quiera hablar de un beso que no fue», me convencí y respiré hondo, mirando de reojo a los alrededores. El pueblo poco a poco regresaba a sus actividades, aunque nos observaban como si estuviera a punto de estallar.
—No hay mucho para decir —dije. Bueno, en realidad sí tenía varias para decir, pero en general no era necesario. Kertmuth apretó los labios, apartando la mirada por un momento antes de asentir y señalar con la cabeza al interior. Era estúpido, pero la parte inmadura de mí, la misma que había sentido a mis doce años, no podía estarse quieta. La notaba dejando un nudo que me quitaba el aire, apretando mis entrañas, en el ligero temblor de mis manos que sacaban un par de vasos que llené con agua. Él me miraba en silencio, completamente encerrado en su mente.
—¿Tienes familia, Kadga?
De todas las preguntas que me hubiera esperado, esa fue la última que se me habría ocurrido. Fue como si me hubiera abierto una caja llena de monstruos dentro, liberando bestias que rugieron alegres de verse sueltas. Mi mano acarició distraídamente mi costado, donde sabía que podía encontrar la cicatriz, aunque había desaparecido en gran parte, dejado una huella más blanca que el resto de mi piel. Nero me había dicho una vez, en medio de la noche, que la cicatriz era tanto un alivio como una advertencia.
Podía ver la sala del trono, roja y con escamas en todos los estandartes, con el anterior Rey, mi tío, sentado en él, observando todo con sus ojos amarillos y naranjas. Recordaba a Shinu, caminando con la frente en alto hacia ese mismo sitio, con los estandartes convertidos en un verde agrietado por el marrón. Mi hermano me lo había murmurado cuando le tocó asumir su papel, tomando por esposa a una de las nobles más prometedoras.
—Lo peor es que nacimos —siseó antes de salir del cuarto, vestido para su boda. En ese entonces, con apenas un poco más de una decena de años, me había hecho una vaga idea de lo que habría querido decir, pero ahora no dudaba que tenía bastante sentido. No mucho después de eso...
Sacudí la cabeza, apartando cualquier recuerdo y dejando el vaso frente a Kertmuth.
—Tenía —escupí, ignorando el escándalo que había hecho cuando mi madre me miró antes de marcharse con el carruaje. Me sorprendí de poder evocar la sensación de una mano tomándome por el codo, diciéndome que la dejara, que no valían ni una parte de lo que decían. Kertmuth me miró, probablemente pensando que habían muerto o algo por el estilo. Ojalá hubiera sido así, moría por decirle—. El Monasterio borra familias —murmuré, dando un trago a mi vaso.
—¿Las mata?
Fruncí el ceño por un instante antes de sacudir la cabeza.
—Son los mejores. No tienen pasado —dije. Estaba frente a los Cuatro Grandes, todos mirándome con sus ojos y rostros visibles bajo las antorchas—. Renacen de las sombras —repetí una de las frases que solían decir en cada uno de los discursos cuando entraba un nuevo integrante—. Y bailan con ellas. —Había estirado la mano, con el corazón aturdiéndome, lista para recibir mi primera prueba de cenizas. Tragué saliva, concentrándome en la realidad más que en el recuerdo. Kertmuth me observaba en silencio, sacudí la cabeza y traté de esbozar una sonrisa, sin éxito—. ¿Qué?
Él se quedó allí, completamente serio, antes de tomar aire y soltar un suspiro.
—Suena a una tortura. Quiero decir, no suenas demasiado contenta con ellos ni nada —señaló, una parte de mí se removió, lista para decirle que ir al Monasterio era una de las mejores cosas que me habían pasado en la vida—. Hablas poco y nada de ellos, acabas de hacer un gesto de dolor ante un recuerdo... Simplemente no creo que sea algo agradable. Nero habla con mayor ligereza, aunque tampoco lo saca al tema muy seguido.
—¿Irías diciendo que eres un asesino? —pregunté, apenas controlando las ganas de sisear. Kertmuth frunció el ceño antes de negarlo—. Es lo mismo. ¿Sabes cuántos mató Nero? Cientos. Yo, apenas unos cincuenta. —No iba a añadir que en general los míos terminaban siendo mucho más violentos que los de mi amiga. Mientras sus muertes terminaban siendo por asfixia o golpes contundentes, las mías se convertían en marionetas que se desangraban.
—Es la peor de las muertes, saber que podrías haber derrotado al otro si hubieras sido un poco más —solía decir mi superior antes de que nos tocara enfrentarnos. Todavía recordaba la sensación de querer cazarlo, cómo mi cuerpo había actuado por su cuenta, sacando los colmillos y dispuesta a clavar el veneno en su cuerpo. Abrí y cerré mis dedos, como si con eso pudiera liberar algo de tensión.
Kertmuth estaba silencioso, observándome de una manera completamente distinta. No esperaba que siguiera viéndome como la magmeliana indefensa que se le había ocurrido poner un "restaurante" en un sitio donde apenas pasaba alguien que no fuera nativo. Es más, estaba incluso esperando el momento en el que el horror apareciera en su rostro y decidiera que era momento de partir. «Y será la segunda vez que te demuestras que nadie quiere estar contigo», suspiró una voz por dentro, a la que no pude evitar darle la razón.
Contrario a lo que esperaba, Kertmuth empezó a sonreír de medio lado, sus ojos con un brillo que me resultó imposible de comprender.
—Omitiría la parte de las muertes, y dime loco, pero sabiendo que son algo que probablemente los mismos magmelianos temen, preferiría que sigan en el pueblo —dijo con una sonrisa de medio lado y yo no pude evitar sentir que mis mejillas tomaban color. Parpadeé, confundida ante tanta seguridad.
¿Qué parte en la que fuimos entrenadas para matar no había entendido?
«Claramente, la de matar».
Boqueé y eché la cabeza hacia atrás, incapaz de contener la carcajada que burbujeaba por dentro mío.
—Piénsalo bien —logré decir al cabo de un rato—. Estás alojando bestias. Las peores.
Él se encogió de hombros, sonriendo de oreja a oreja, sus ojos fijos en mis rasgos. Había apoyado su barbilla sobre una mano, observándome en silencio.
—Oh, lo he pensado muy bien, tanto que estoy empezando a formar argumentos para convencer al pueblo de que los necesitamos más que nunca —respondió, bajando la mano y mirándome fijamente. Contuve mi aliento, esperando por sus próximas palabras—. No supongas que no voy a dejar caer una idea que vengo queriendo cumplir desde que te conocí.
Mordí el interior de mi mejilla, centrándome en la realidad, aunque mentiría si no sentí que me encontré a punto de dejar salir una sonrisa. Sacudí la cabeza.
—Veremos.
Con eso, Kertmuth pareció quedar satisfecho.
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