espectro
Día 15, mes oastog, año 5770.
Los vivos no entendemos las reglas de los muertos, Ya-Long. Hacemos todo lo que está en nuestro poder para poder seguir atando al que ya no está. Eso es algo que todo ser con capacidad de ser consciente de sí mismo está condenado a sufrir.
La Capitán me miró con el rostro cansado, con los dedos entrelazados con fuerza sobre la mesa. Mantuve la mirada fija en la de ella, ignorando la comezón que empezaba a recorrerme, reprimiendo las ganas de meter las dos fundas, ocultas bajo la barra, en el cinturón que llevaba.
—Lo pensaré —dije. Ella apretó los labios, como si con eso pudiera encontrar las palabras para hacerme cambiar de opinión. «Pasado dejado», me recordé al tomar el trapo para limpiar. La Capitán asintió una vez, marchándose justo cuando un grupo de jóvenes, no más grandes que yo, entró.
Solté un suspiro en silencio, preparándome para atenderlos. Ignoré los comentarios filosos y me limité a tomar nota del pedido. Entré a la cocina, sacando las ollas que necesitaba, picando y troceando los ingredientes. Varias veces estuve a punto de agarrar las especias, deteniéndome a último tiempo. Calenté las partes que ya tenía listas del día anterior, en cuanto terminé con los platos, los serví, volviendo a ocupar mi sitio, detrás de la barra.
—Sé que dijiste que ibas a dedicarte únicamente a la taberna, pero quiero estar segura de que no podrías ser más útil en otro sitio. —Las palabras de la Capitán resonaron en mi cabeza.
Ni siquiera habían terminado de probar un cuarto de la comida, cuando las carcajadas y el sonido de los platos cayendo contra el suelo se hicieron escuchar.
Repasé una y otra vez los vasos, conteniendo las ganas de chillar. Odiaba no poder responder, pero sabía cuál era mi lugar en este pueblo, así como quién estaba protegido y quién iba a sufrir las consecuencias. Apoyé ambas manos sobre la mesa, dejando salir un largo suspiro.
—¿Por qué está la magmeliana afuera? —preguntó Nero al entrar, con las cajas llenas de frutos e ingredientes del bosque en la mesa que antes habían ocupado los jóvenes. Casi le lancé el trapo que tenía a mano al ver que dejaba caer la caja como si no fuera ni siquiera algo que podría arruinarse—. Oye, tranquila, ni que fueran vasos nuevos de vidrio.
Apreté los labios y empecé a repasar la impecable mesa de madera. Siendo fiel a su forma de ser, Nero no tardó en acercarse a donde estaba y apoyó ambos codos sobre la madera, clavando sus ojos de vaca en mi persona. Me quedé un momento sin mover ni un pelo, repasando los brazos engañosamente delgados de ella, antes de volver a levantar la mirada. Cualquiera que conociera a esta mujer sería capaz de ver la pregunta en sus ojos.
Sacudí la cabeza, dispuesta a no decir nada. Lo que me faltaba era que ella aumentara el desastre, el caos, que podía empezar a achicarse en cualquier momento. Sin embargo, algo dentro de mí sabía que necesitaba escupir un poco antes de que mi propio veneno empezara a dañarme.
—Jasmin —siseé, casi con una nota de derrota que logré contener. Las cejas de Nero se arquearon ante el nombre—. Lo de siempre.
—¿Es sobre el tagtiano que se encuentra a un salto de estar pidiéndote de rodillas que lo desposes? ¿Otra vez? —preguntó, inclinando la cabeza hacia un costado. Hice una mueca, imposible que Kertmuth estuviera tan interesado en mí. «Has considerado parejas por menos, Kadga», me pareció que me recordaba una voz en mi cabeza. «He salido con Nero por menos», sentencié antes de bajar la cabeza—. Mira, sé que no quieres que me meta, bueno, nadie en su sano juicio se metería contigo, pero a mí parecer necesitas una mano.
—¿Una mano?
Nero asintió, y sonrió de lado, con esa expresión sabedora que equivalía a desastres. Desastres que iba a tener que limpiar antes de que la mugre se acumulara detrás de mi amiga. Exhalé despacio, dejando que pasara entre mis dientes antes de que empezara a negarme. Aún no sabía cómo tomar la oferta que le habían hecho, algo que ella me había pedido que le ayudase a tomar una decisión. Como si no supiera que ella ya lo había hecho y simplemente buscaba un soporte.
Sonreí en mis adentros al caer en la cuenta.
—¿Y ser tu soporte luego? ¿Acaso eres débil? —pregunté, intentando que doliera poco la picadura, pero al parecer me había excedido. La sonrisa de Nero desapareció por completo de su rostro, su cuerpo se tensó y se apartó como si le hubiera escupido. Sus ojos pronto abandonaron cualquier atisbo de picardía que habían tenido hasta ese momento, dejando a la vista algo que me había parecido ver hacía un par de semanas.
Pasó un instante y Nero esbozó esa sonrisa sombría que nunca me agradaba. Exactamente la misma que había usado cuando lo nuestro se convirtió en un recuerdo. También estuvo presente el día que me marché del Monasterio. Sentí que el corazón se me retorció sobre sí mismo, cuál animal atrapado entre los anillos de una serpiente. Resistí el impulso de decir que lo lamentaba.
Así, sin agregar nada más, se marchó por la puerta delantera, dejando a la vista a Galyon y Rei. Igual que todos los días, la más joven mantenía esa expresión traviesa oculta bajo un rostro que aparentaba ser serio. Rei... cada día parecía estar más opaca, a pesar de tener un cabello y piel que rivalizaban con las mismas nubes. Ambas observaron a Nero pasar, confundidas, antes de entrar y caminar hacia sus lugares.
—¿Le rompieron el corazón? Pero... aún no debería ser posible —comentó Galyon, mirando con el ceño fruncido hacia la puerta. Negué con la cabeza, apartando un vaso para llenarlo con un poco de cerveza. Antes de que la más joven siquiera estirara la mano hacia el recipiente, saqué la bolsa que colgaba de mi cinturón y le eché un poco de los polvos blanquecinos—. ¿Vino antes el tagtiano Cole?
—Sólo Jasmin. —Negué con la cabeza, casi queriendo destrozar cualquier rastro de ese nombre al pronunciarlo. La joven frunció el ceño, volviendo a pasar la mirada de un lado a otro antes de perderse en el murmullo de su idioma materno. Sabiendo que no iba a salir de ese trance en un buen rato, volví mi atención hacia la otra, quien me indicó sin mucho entusiasmo que deseaba tomar agua.
—No entiendo, ¿por qué Nero estaba así entonces? —soltó Galyon justo cuando le dejaba el vaso a Rei. Mordí el interior de mi mejilla, juntando coraje.
Estaba por pronunciar las palabras cuando escuché un estruendo viniendo desde la cocina.
Mis manos volaron hacia mis costillas. Solo para cerrarse contra mi piel. Temblando, corrí, abriendo la puerta de golpe.
No había nada extraño, además de la puerta que se balanceaba sobre sus bisagras. Parpadeé y el mundo adquirió distintos tonos de azules, naranjas y amarillos; mi piel empezó a tironear y casi pude escuchar el chasquido de mis huesos. Saboreé el aire, intentando encontrar cualquier olor que me indicara problemas.
Di un paso dentro. Luego otro. Mis ojos empezaron a recorrer el suelo, las paredes y el techo, sin encontrar nada en mi camino hacia la puerta.
Recién cuando estuve frente a esta, donde se podía ver al bosque que se extendía sin temor alguno, fue que noté el pequeño pedazo de papel envuelto. Fruncí el ceño, sintiendo el dolor sordo que recorría mi cuerpo cual viejo amigo, y el mundo volvió a ser un mar de colores distintos en otro parpadeo.
No era más grande que mis dos manos juntas. La textura de las escamas decoraba al lazo que lo envolvía, sellado con un poco de cera en cuyo centro había un dibujo que no tardé en reconocer. Mi cuerpo entero se revolvió. Quería vomitar, reír, llorar, quemar la carta, guardarla entre mis pertenencias... Pasé una mano por el símbolo, reconociendo la cabeza de serpiente coronada, rodeada por su propia cola, con el grabado de la familia real.
Respiré hondo y, todavía con la mente ausente, separé el sello con cuidado del envoltorio. El contenido era breve, pero claro. Las letras se entrelazaban entre ellas, formando un montón de ondas y espirales, salpicadas aquí y allá por las gotas de veneno, algunas hasta parecían ser marcas como de colmillos. Pasé mi mirada sobre los garabatos, sin leer lo que había allí.
Si me concentraba lo suficiente, me sentía capaz de saborear el aroma de las calles llenas de antorchas, el aceite de las lámparas que solían decorar los salones en los que me había criado. Cerré los ojos, dejando que el recuerdo fluyera durante un rato más. Escuchaba en mi memoria una lejana canción, sibilante, llena de cascabeles y silbidos que entonaban una melodía que incitaba a mover las caderas. Pero todo aquello había quedado atrás.
Frente a mí no había calles decoradas con listones, no había músicos que se contoneaban al mismo tiempo que los bailarines. Sólo había una cocina llena de ollas usadas, pedazos de comida esparcidos a lo largo de la mesada y una pila de utensilios y platos para lavar. Volví a mirar la carta, centrándome en las palabras que había allí.
Shansi, el Príncipe Eshle se ha unido a las sombras. Es tu turno. Shinu.
Mi corazón tembló. El papel crujió, todo en mí pareció querer gritar y destruir cualquier rastro de ese tiempo. Solté un siseo furioso al mismo tiempo que giraba sobre mis talones y caminaba hacia la chimenea.
No dudé en lanzar la hoja y verla arder. Las letras pronto desaparecieron entre las lenguas de fuego, las escamas se contrajeron hasta perderse, la cera se derritió y fue lo único que quedó entre las brasas. Eché la cabeza hacia atrás, parpadeando furiosamente hasta que las lágrimas dejaran de escocer. Inhalé, exhalé, solté el aire entre mis dientes, produciendo un siseo bajo, grave, constante.
Las palabras habían sido claras años atrás. Nadie me había dado una falsa esperanza cuando mi cuerpo había caído contra la tierra seca del Monasterio. Y mucho menos aquel nombre había cruzado las puertas dobles de aquel lugar. Miré mis manos, antes libres de callos y cicatrices, útiles para nada más que reconocer telas finas, aceites y pieles. Las manos que no sabían dónde se acumulaba el calor, qué se sentía el calor de la sangre a través de ellas.
Solté un suspiro, mirando hacia la barra. Vacía. Fruncí el ceño antes de negar con la cabeza. Conocía a Galyon y a Rei lo suficiente como para saber que aparecían de la misma forma en la que se iban, dejando sólo sus vasos usados como prueba de que habían estado allí alguna vez. Dejé caer mis hombros y dirigí la mirada hacia la bolsita que colgaba de mi cadera.
Repentinamente, Jasmin no parecía un problema; ni siquiera un estorbo, o algo que debería ocupar mi mente.
—Alguna utilidad debes tener —había dicho el Rey Feshien.
—Quizás pueda ser útil como Capitán de la Guardia... si te dejases sacar esa parte de ti... —Fueron las últimas palabras que la Reina Sleiga había murmurado para mí antes de que la puerta del carruaje. Antes de que las manos de los sirvientes me tomaran de los brazos y me arrojaran a los pies de los únicos magmelianos que habían perdido el miedo a la Madre Primera.
Sacudí la cabeza, espantando el recuerdo. Respiré hondo, ordenando mis pensamientos antes de salir de la taberna, cerrando la puerta con manos temblorosas. «Si serán rastreros...», pensé al levantar la llave del suelo por segunda vez.
Atravesé el pueblo corriendo, buscando con la mirada a la única persona que podía darme un suelo firme antes de que todo mi mundo terminara de convertirse en una pesadilla. Giré en el primer edificio a medio derrumbar, adentrándome en las calles llenas de caños rotos, piedras y pedazos de las construcciones. A medida que avanzaba, sentía que me empezaban a fallar las piernas, mis ojos perdieron el foco, creando un mundo que pasaba de diversos colores a manchas de calor.
Escuché a lo lejos cómo la puerta de la casa de Nero golpeaba estruendosamente contra la pared. Difícilmente podía escuchar que me llamaba.
Un ardor en mi mejilla terminó de despejar mi mente.
Mi amiga me miraba con sus ojos negros temblando, todo su rostro estaba rígido y una de sus manos me sujetaba por el hombro con más fuerza de la necesaria. Llevé mi mano a la zona afectada, parpadeando al mismo tiempo que observaba mis alrededores. Aunque había estado allí hacía un poco más de una semana, la casa ya empezaba a tener ese toque Nero en todas partes. Solté un suspiró y bajé la mirada.
—Escucha, no sé qué te pasa, pero sabes bien que no tengo problema en agarrarte si te estás cayendo —dijo ella, su voz preocupada apenas más alta que un murmullo.
—Me encontraron —logré soltar al cabo de un rato. Todo el cuerpo de Nero se tensó.
—¿Cómo? Hemos perdido cualquier contacto con Magmel desde antes de irnos. Y estoy segura de que no se habrían molestado en buscar mensajeros en Tagta, no sin... Oh...
Sonreí amargamente, arrepintiéndome de haber quemado la carta. Mordí mi labio inferior y me senté en la primera silla que encontré libre de ropa. Nero comenzó a caminar de un lado a otro, mugiendo por lo bajo lo que suponía eran los posibles métodos usados para dar con mi paradero.
Aunque el que me hubieran encontrado era algo que me hacía querer juntar mis cosas y correr hacia el Mar Austral, había un tema más inquietante. El rostro de Eshle apareció en mi mente tal como lo recordaba años atrás, con ese rostro delgado y listo para desenfundar los colmillos ante la más mínima ofensa contra alguien de la familia.
Mis manos se cerraron con fuerza al mismo tiempo que sentía un pinchazo en mi pecho.
—Vienen a buscarme —musité a duras penas. La sembeina se detuvo de golpe, girando a verme con una lentitud que resultaba inquietante. No hizo falta que dijera nada—. El príncipe murió.
Lo que fuera a decir mi amiga quedó en el olvido. Pronto me encontré con sus brazos rodeándome como si estuviera a punto de convertirme en cenizas, murmurando palabras de apoyo y promesa de ayudarme a ponerlos en su lugar si era necesario. Me permití reír entre los sollozos que empezaron a sacudirme. La familiaridad de Nero me permitía ocultar mi existencia parcialmente del mundo, pero sentía que sus brazos ya no me daban esa sensación de ser lo suficientemente fuertes como para protegerme.
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