Día 5, mes corbeut, año 5770.
Es en las palabras, en los actos y en los lazos donde está el terror a lo que viene. Recuerda lo que te digo, Ya-Long, porque así es como los enemigos se juran la muerte mutua.
Di un golpe seco a la cuchara contra el borde de la olla con el guiso. Mi estómago se retorcía, especialmente cuando mis ojos se dirigían al calendario, donde un círculo dibujado múltiples veces por encima marcaba la peor de todas las fechas. El corazón estaba a punto de pararse, mis manos apenas podían sostener lo que sea que había entre mis dedos y el aire empezaba a pasar con dificultad entre mis dientes.
Dejé que el guiso continuara cociéndose solo, con su superficie burbujeando cada vez más espesa. Afuera pronto saldría el sol, el frío se iría entibiando hasta que el calor agradable de la tarde se apoderara del aire. Con un suspiro cansado, aparté los mechones de cabello de mi rostro. Sentí una ligera capa de sudor que empezaba a perlar mi frente.
Eché un último vistazo al calendario y corrí hacia la puerta trasera, disfrutando del aire helado que me arañó la cara, de la brisa tranquila que me acariciaba los cabellos. Recién entonces sentí que mi pecho se destensaba, que el aire volvía a recorrer mi cuerpo sin problemas y mi sangre se calmaba. Algunos pájaros empezaban a cantar sus melodías, calmando un poco más mis nervios. Escuché que alguien entraba, que me llamaba, y antes de que pudiera decirle dónde estaba, apareció en la cocina. Kertmuth pareció respirar una vez más al verme, los colores volvieron a su rostro y sus ojos empezaron a brillar de esa manera que era propia de él.
—Creí que te había ocurrido algo —dijo, con las mejillas coloradas, antes de ponerse a mi lado, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo mezclándose con el mío. Lo miré de pies a cabeza, notando que todavía respiraba de manera errática, su cuerpo parecía estar preparándose para saltar a la acción en cualquier momento.
—Pues no —respondí, volviendo la vista al bosque.
—Has estado más pensativa estos días. ¿Ocurre algo?
Mordí mi labio inferior, considerando las palabras antes de que salieran. Volví a verlo de reojo, recordando vagamente lo que habíamos pasado durante los primeros años de mi estadía y cómo parecía que hacía realmente poco que estaba actuando... así. Inhalé hondo, notando el olor de las hojas que caían, el aire casi tan puro como en las colinas de Ventyri, y el perfume que, por alguna razón que se escapaba de mi entendimiento, Kertmuth usaba.
—¿Recuerdas la carta? —pregunté, casi murmurando las palabras, él frunció el ceño, sus ojos se quedaron fijos en algún punto de la nada—. La de mala caligrafía —añadí y vi cómo sus ojos se iluminaban de reconocimiento, soltando una risa que hizo que mis propios labios tironearan hacia arriba—. Era de mi hermana.
—Creo que dijiste que no te llevabas bien con tu familia. —Asentí con la cabeza, ignorando la sensación agradable que se empezaba a expandir por mi pecho—. ¿Qué noticia te dieron? No recuerdo que me hayas dicho algo al respecto.
Y tenía razón, no lo hice. No sabía si quería realmente contarle a alguien más que a Nero sobre ellos, sobre la inminente llegada de quienes compartían mi sangre. Estaba tan concentrada en mi debate interno que no noté que estaba mordiéndome el labio hasta que Kertmuth lo liberó con un toque tan ligero que me borró cualquier pensamiento que hubiera tenido en mi cabeza hasta ese momento. Tenía una expresión indescifrable, sus ojos estaban desenfocados, no había ninguna emoción en la postura de su boca, ni siquiera su cuerpo parecía decirme algo sobre lo que pensaba. «Mentirosa», siseó una voz en mi cabeza, consciente de que su cuerpo estaba completamente girado en mi dirección y su torso estaba ligeramente inclinado hacia adelante.
Si me preguntaran por qué lo hice, la respuesta es tan simple como compleja: no lo sé. Fue como un instinto, una orden antigua que se ejecutó en ese instante. Mi cuerpo entero se movió hasta pegarse al de él, quizás por el calor del mismo, quizás por alguna cosa de mi anatomía, solo los dioses Nag y Vyn sabrían, o quizás Cirensta fuera quién tuviera la respuesta. Era indistinto todo aquello, me encontraba recostada contra su pecho, mirando hacia los árboles que cortaban la luz matutina en haces, volviendo todo un paisaje de luces y sombras. Los brazos de él se sintieron cómodos, rodeando mi cuerpo con la misma facilidad con la que el musgo rodeaba a la piedra.
—Están viniendo —dije, sintiendo que empezaba a sentir que una mano reptaba por mi garganta, amenazando con ahogarme—. No sé cuándo llegan.
—¿Por qué vienen? ¿Tienes alguna idea? —Sus labios se apoyaron sobre mi cabello, un gesto que me dejó incluso más descolocada que todos los anteriores. Abrí la boca, queriendo decir algo, pero las palabras se marcharon de mi cabeza, abandonándome a último momento. Suspiré, cerré los ojos y enterré mi rostro en el pecho de Kertmuth, apoyando mis manos sobre la tela.
—Quieren llevarme. —Mi garganta empezó a cerrarse y las lágrimas amenazaron con empezar a salir. Recordaba el frío del palacio, de mi habitación con una cama donde podía acostarme usando mi herencia de Nag, donde todo era rojo y amarillo. Vi a los nobles que habían intentado cotejarme cuando todavía no entendía qué se supone que era ser una princesa, todos de pieles ásperas y lenguas listas para cortar, capaces de oler el miedo—. Necesitan herederos.
—¿Por qué necesitarían herederos de ti? No eres ninguna persona gobernante, que yo sepa.
Y le di la razón, no lo era. Me habían quitado cualquier posibilidad de serlo al darme al Monasterio, un sitio al que debían darle un tributo cada cierto tiempo, un cuerpo sin valor para que naciera un soldado. «Porque se suponía que Eshle daría los herederos», me habían dicho en algún momento, en la única visita que hice antes de realmente renunciar a mi anterior nombre.
Le expliqué a Kertmuth que la familia real tenía dos cabezas, la gobernante que estaba sola, firme en el trono, dirigiendo la nación y las fuerzas armadas; luego estaban los que pasaban la sangre, los únicos de la familia real que se unían con un noble. Mi tío había sido el rey ventino más tranquilo, capaz de hacer que los sembeños y los oucraelos mantuvieran sus colmillos lejos de nuestras tierras. Y Shinu, mi hermana, lo había reemplazado cuando su piel no podía seguir cambiando y terminó arrugándose.
Yo iba a ser la que la acompañaba en las armas, la segunda a la que iban a volver nada más que un soldado, pero mi hermano Asis tomó mi lugar. Quizás una parte de mí se quedó en esa posibilidad, en el haber sido más que en lo que fue, dejándome en una posición donde nada tenía sentido. Mis padres no vieron qué lugar podría ocupar, y ciertamente mi hermano iba a dar una herencia más sana que la mía, por designio de Vyn.
—¿Sabes si quieren conquistarnos o algo? —Negué con la cabeza, explicándole que ningún magmeliano se molestaría en expandirse hacia Tagta, no cuando la tecnología rivalizaba con nuestras habilidades—. Bueno, eso es tanto un alivio como una mala noticia. Podría convencer más rápido al pueblo si les digo que quieren invadirnos —explicó cuando lo miré con una ceja alzada. Mordí mi labio inferior, intentando recordar algo sobre Shinu, aunque fuera un recuerdo erróneo, pero no tenía nada.
Mis hombros cayeron, rendida ante la falta de ideas. Lo único que tenía era que estaban viniendo a por mí. Pasé mis ojos una vez más por el bosque hasta que una idea apareció en mi mente, giré hacia Kertmuth y empecé a contarle. Dudaba que esa fuera la realidad, pero teníamos a unos cuantos bandidos que bien podrían hacer de excusa para que todos estuvieran atentos. Él se quedó un momento en silencio, calibrando la posibilidad antes de soltar un suspiro y decirme que haría lo que podía.
Quedé congelada en mi lugar cuando se despidió dejándome un beso en la coronilla. Vi cómo se marchaba y respiré hondo, convencida de que probablemente estaba empezando a perder la compostura. Cerré los ojos, apoyando la espalda contra la pared más cercana, descansando un momento antes de caminar en dirección a donde estaban los prisioneros. Antes de marcharme, apagué el fuego y tapé la olla, no sin antes revolver un poco el guiso.
Los que estaban vigilando en ese momento me miraron con desconfianza antes de dejarme pasar. Entré al lugar, donde el olor a mugre, orina y vaya uno a saber qué más, era demasiado intenso. Resoplé y caminé hacia la única que logró mantenerse despierta para poder enfrentarme con la mirada. Sus ojos tenían un ligero resplandor y podía ver a la locura que amenazaba con consumirla por completo. De haber poseído un poco más de emociones que me nublaran el juicio, estaba segura de que me habría sentido mal por ellos.
—¿Quién los envió?
—Ya te dije, fue ese pagano —gruñó la mujer, la única que parecía realmente soportar todo aquello. Miré de reojo a los guardias, quienes negaron con la cabeza. Nadie me había mencionado si habían encontrado o no algo más, dudaba que hubiera alguna otra cosa que sacarle—. ¿Todavía quieres vendernos? ¡Hija de la grandísima puta!
—Guarda tu energía —siseé, caminando hasta que estuve tan cerca que el mal olor, una suciedad acumulada por el paso de los días, se volvió tan intenso que casi estaba segura de poder verlo alterando el aire. Por lo que recordaba, ninguno de ellos tenía alguna marca en el cuerpo que los pudiera relacionar con alguna base militar de los Ventyri—. ¿Qué sabes de la reina Shinu?
—¿Esa reina hija de la peor escoria ventina? —Escupió al suelo, lejos de donde estaba mi pie. Casi me sentía tentada de copiar su gesto—. Lo único que hace es hablar de unificar Magmel, no para de darle vueltas a lo absurdo y estúpido que sería ser una nación dominada por alguna de las coronas.
La miré en silencio, esperando que me dijera algo más, pero no parecía tener alguna otra razón. Miré a los guardias y luego volví mis ojos a ella. De nuevo, podía notar a la bestia que quería salir y sabía que lo único que la mantenía en su lugar era miedo, uno que podía saborear con facilidad. La decisión me llevó un segundo, pero una parte de mí sentía que podía usarla a mi favor, así como al resto de los bandidos. Pasé la vista por todos ellos, intentando ver si se me ocurría alguna forma de convencerlos, pero sería inútil. Sin nada más que decir, me puse de pie, musitando las últimas palabras que pensaba dirigirles a ellos y me marché.
Caminé hacia el despacho de Malina, esperando poder encontrarla, dado que el sol ya empezaba a elevarse del bosque. A pesar de la hora, había varios habitantes que ya se encontraban entrando y saliendo, casi todos dedicándome miradas al pasar. Elevé mi mentón y cuadré los hombros, imponiendo mi seguridad como si estuviera en Ventyr. Subí las escaleras, centrándome en cada escalón y nada más. Iba por la mitad cuando oí que me llamaban. Kertmuth me miraba confundido mientras subía los últimos escalones.
—¿Encontraste algo? —preguntó, acercándose hasta que estuvo a un palmo de distancia. Fue un instante, pero mis ojos no pudieron evitar bajar hasta su pecho e inmediatamente me obligué a verlo a los ojos. Le conté que no tenía forma de probar que mi hermana había enviado a los bandidos, lo cual había sido un plan. Y cuanto más lo pensaba, menos sentido tenía. No tenía idea cómo me había encontrado para dejarme el mensaje, pero las órdenes de los bandidos habían sido que saqueen al pueblo, no que me busquen—. Entonces estamos en el punto de partida, de nuevo.
Asentí, intentando no morderme el labio inferior al pensar.
—Galyon podría saber —recordé, queriendo darme un golpe por no haberlo pensado antes. Kertmuth se quedó pensativo un momento, antes de darme la razón y sumirnos en un incómodo silencio. Miré en todas las direcciones, notando la soledad de nuestra reunión como un manto pesado—. ¿Qué hacías? —Y por un momento me pareció que se pinchaba ese silencio incómodo.
—Estaba por ir a patrullar cuando te vi que entrabas. No voy a mentir, me dio curiosidad. —Se encogió de hombros y sonrió de medio lado—. Es algo tarde para preguntar, pero ¿a quién estabas buscando? —No se me escapó el tono ligeramente ilusionado que teñía sus palabras.
—A Malina. —Y sus ojos se vieron desilusionados, haciendo que algo dentro de mí se retorciera dolorosamente. Bajé un par de escalones, tomando su rostro con una delicadeza que ni siquiera había tenido con Nero. Sus ojos se fijaron en los míos, como si no pudiera ver a nada más que a mí en ese momento. Una de sus manos, enguantada, tomó una de las mías y se sintió demasiado bien el contacto, obnubilando cualquier reacción de mi parte.
Debí tener una expresión estúpida, pues él sonrió antes de volver a tomarme de la cintura, pegándome, por segunda vez en el día, a su pecho. Quedamos tan cerca, envueltos en una especie de capullo donde no había nada más que nosotros, donde las palabras de Kertmuth, susurradas con un tono grave, parecían ser tan hipnotizante como las llamas de un fuego. Y, probablemente por ser una magmeliana de sangre fría, el calor era algo de lo que no podía rehuir.
Vi cómo el tiempo se detenía, cómo sus labios se iban acercando, obligándome a cerrar los ojos. Casi podía sentir su piel rozando la mía.
—¿Pueden al menos ir a un lugar que no obstruya el paso?
Quise dar un salto hacia atrás, volver a poner distancia, pero el brazo de Kertmuth se había aferrado a mí como si fuera a desaparecer en cualquier momento. Malina y Jasmin nos observaban desde unos escalones más abajo. Ninguna de las dos parecía muy contenta, sospechaba que podría ser por la posición en la que me encontraba o por ser temprano y no tener ánimos para lidiar con algunos temas. Podía jurar con una mano sobre el fuego más caliente que lidiar con magmelianos jamás estaba en su lista de "temas para empezar el día". Al menos no de buena gana.
—Por supuesto, ya iremos a tu despacho —respondió Kertmuth, sonriendo de oreja a oreja, ganándose una mirada molesta de la Capitán y una escandalizada de Jasmin. Sin pronunciar una palabra más, nos apegamos a la pared, dejando que ambas subieran y no pude evitar sentir que Jasmin me miraba incluso cuando había paredes entre nosotros. Kertmuth se quedó hasta escuchar que se cerraba la puerta y me dedicó una mirada rápida, su mano seguía manteniéndome pegada a él, trazando círculos con su pulgar sobre la camisa que llevaba—. ¿Vamos?
—¿A dónde? —pregunté, sintiendo que había perdido el rumbo. Él sonrió misteriosamente antes de tomar mi mandíbula e inclinarse sobre mí.
Todavía tenía en alguna parte de mi memoria lo que había sentido al besar a Nero, lo cálido pero raro que habían sido las pocas veces que me había dado un beso. Quizás por eso mismo le había dicho que no lo hiciera. Sin embargo, con Kertmuth se sentía como una caricia. Apenas fue algo más que un roce, un toque suave que dejó a todo mi cuerpo confundido cuando dio un paso hacia atrás, todavía con una sonrisa en sus labios.
—A ver a Galyon, ¿no? —Y se apartó. Estuve un rato en el mismo sitio, intentando comprender qué había pasado. «Ocúpate luego de eso», me dije, sacudiendo la cabeza y caminando rápidamente hacia él, quien ya había bajado bastantes escalones.
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