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Día 10, mes oastog, año 5770.

Por supuesto, las cosas nunca podían ser sencillas.

Quizás esa fuera la razón por la que leer el simple informe, que de simple tenía lo que yo de magmeliana, es decir, nada, resultaba un gran dolor de cabeza. Gracias a la Sabiduría de Hustn que el invierno estaba a punto de terminar, no había esperado que el de este año fuera más crudo que el anterior. Pasé una mano por mi frente, viendo los bajos números que había en las reservas de carne ahumada, salada y las conservas. De haber sido más experimentada, quizás habría notado indicios, hubiera visto algo que me dijera –algo así como un sexto sentido– si las cosas se iban a complicar o no. «Y pronto tendré que aumentar la vigilancia a la zona destruida», pensé al recordar algunas de las quejas que había escuchado el día anterior.

—Te dije, Capitán, que la magmeliana esa —escupió al suelo la Vieja Loga, cuando le pregunté sobre su día—, en cualquier momento nos envenena con su intento insípido de sopa.

Moví una mano sobre el sensor, el cual emitió un ligero zumbido antes de mostrar los gráficos que, de nuevo, enseñaban los números rojos en las reservas y en los consumos. Solté un suspiro, rogando que la época de calor comenzase en breve, esperando que las bestias volvieran a salir, pasaran sus épocas de celo y pudiera dar comienzo a la temporada de caza. Probablemente era mucho pedir de mi parte. O eso me decía el constante dolor de cabeza que me perseguía desde hacía al menos dos semanas o más. «Debería pedirle a Kert o a Cole que me den un poco de ayuda con lo administrativo», me dije al volver a pasar la mano por encima del sensor, apagando el aparato para luego recostarme sobre el escritorio de vidrio frente a mí.

—¿Y cómo se supone que debo vigilar a las magmelianas? —murmuré al apoyar la cabeza entre mis brazos. No era como si hubiera soldados que no pudieran hacer prácticamente nada, tampoco creía que alguien fuera a proponerse voluntariamente. Si yo no pensaba hacerlo, menos lo harían mis subordinados.

—¿Capitán Dahl? —llamó una voz amortiguada por la puerta.

Alcé la vista de golpe, enderezando mi espalda de inmediato mientras intentaba adquirir una postura más digna. Indiqué que podía pasar al mismo tiempo que estiraba un poco mi uniforme, sintiendo que mi pulso se había disparado. Respiré hondo y centré toda mi atención en mi visita. No tardé en reconocer el cabello negro atado en una trenza que casi llegaba a la cintura de su dueña.

—Imagino que es urgente —mencioné al ver que todavía tenía el uniforme puesto. Ella se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza antes de tomar asiento frente a mí cuando la invité con un gesto. Los ojos de Jasmin iban de un lado a otro; abría y cerraba los puños sin parar. Entrelacé mis dedos frente a mi boca, disfrutando de los tira y afloja en su expresión. Al fin, con un suspiro, asintió con la cabeza.

—Kertmuth está...

Ahogué un suspiro y una maldición. Sentía que estaba a un paso de levantarme de mi silla, haciendo todo el ruido posible, e ir a donde sospechaba que estaría el muy canalla. En su lugar, respiré hondo y cerré los ojos, intentando enumerar las razones por las que no debía ahogar a mi hermano cuando lo viera.

—¿Está con las magmelianas? —terminé por ella. La mirada entristecida y dolida fue todo lo que necesité para entender su petición muda. Me masajeé las sienes, sintiendo el comienzo de un malestar en toda mi cabeza—. No me agrada pedirte esto, pero ¿podrías vigilarlo?

Jasmin elevó la mirada, con un brillo peculiar en sus ojos, antes de esbozar una sonrisa de alivio y asentir con la cabeza con una confianza absoluta. La seguí en silencio, viendo sus pasos un poco más ligeros, antes de recostar mi espalda contra la silla, volviendo a ver el techo.

Empezaba a formular una idea para mantener una vigilancia constante sobre el sector abandonado del pueblo, sin descuidar las fronteras, cuando la puerta de mi despacho se volvió a abrir. Tenía el pelo revuelto, no sabía si por el viento o porque él mismo se había pasado la mano demasiadas veces como para dejarlo en ese estado, y su abrigo permanecía cerrado, cubriendo hasta su boca. No escondí la sorpresa que sentí al verlo allí.

—¿Todo en orden? —me atreví a preguntar.

—Podría decirse que no —dijo, bajando un poco el cierre, dejando a la vista su cara por completo. Sus mejillas estaban coloradas y sus labios se veían morados—. Hay algo en los dos nuevos magmelianos que me deja intranquilo. En particular el más chico.

—Asumo que te has encontrado con ellos de camino a aquí —tanteé, dejando mi asiento para ir hacia la mesa donde estaban todos los movimientos del pueblo. Cole no respondió de inmediato, sino que caminó hasta quedar a mi lado y apoyó ambas manos sobre el mapa lleno de marcas, anotaciones, borraduras y manchas que evidenciaban el paso del tiempo.

—En realidad, choqué con ellos —dijo con un tono que me dio una sensación de intranquilidad. Por un instante temí verlo, de encontrarme con el Cole que había sido meses atrás, pero todo temor quedó sepultado en el olvido al ver cómo pasaba sus dedos por el mapa con una seriedad absoluta—. Estaban haciendo algo raro, no sé si una especie de meditación o qué, pero... —Llevó una mano a su cuello, tragando duro y cerrando los ojos por un instante.

Desconocía por qué tenía una sensación de calma y nervios a la vez. Sabía que no tenía nada que ver con el estar en la misma habitación, a solas, dado que no era la primera vez que estábamos nosotros dos en mi despacho. Moví distraídamente el anillo de mi dedo anular, regresando la vista al mapa.

—¿Qué propones?

—Diría que echarlas, pero tengo la impresión de que podemos utilizar a los magmelianos para cuando la pandilla esa decida darnos una alegre visita.

Abrí los ojos como platos antes de empezar a visualizar lo que proponía. Eché una mirada al calendario a mano que colgaba en la pared más cercana. Giré un poco más el anillo de mi dedo.

—¿Qué viste? ¿Qué estaban haciendo? —pregunté, volviendo a ver el mapa, recordando los números que tenía en mi computadora. «Si tan solo pudiera tener más información...»

—Ya te dije, no tengo idea, pero la mayor estaba sacando el puño de un tronco partido en dos.

Sospechaba que eso no era todo, pero no insistí con el tema.

—Podríamos ofrecerle comida y ropa si nos ayuda —murmuré, soltando un suspiro. Cole negó con la cabeza.

—Observemos mejor cómo se comportan. Si les damos algo que no necesitan, no obtendremos su lealtad; no olvidemos que es gracias a ellos que estamos en estas condiciones —señaló con un gesto de su cabeza, sus ojos todavía paseando por el mapa. Sonreí para mis adentros, reconociendo aquel patrón en su mirada—. El menor parece estar en edad para entrar en el programa de entrenamiento, pero seguramente la otra lo mantendrá vigilado todo el tiempo.

Asentí, cruzando mis brazos y soltando un suspiro.

—Entonces está decidido. ¿Le pido a Jasmin que también los vigile?

Recién entonces él se giró hacia mí, con una clara pregunta en su mirada. Me encogí de hombros antes de comentarle todo lo que había ocurrido con Kertmuth, la medida que había tomado minutos atrás y mi preocupación. Cole negó con la cabeza, haciendo que frunciera el ceño.

—Jasmin podría terminar provocando a la magmeliana, Kadga. Ya es difícil que no le lancen piedras cuando pasa. Tampoco me agrada que Kertmuth esté como adolescente sin control detrás de ella, pero no pienso arriesgar a Jagne con una magmeliana que sabe cocinar. —Rodé los ojos. Era ridículo. Conociendo a la mujer, dudaba que siquiera fuera a pasar de los cinco metros de distanciamiento—. Sé que no me crees, pero Jasmin y esa magmeliana ya han peleado antes. No tengo idea quién empezó, pero algo me dice que la magmeliana tiene una cuenta pendiente con Jasmin y espera su oportunidad.

Seguía pareciéndome ridículo, pero opté por dejar que él tuviera la razón. Volví a ver el mapa, incapaz de pensar en algo más, ni siquiera sobre algo relacionado con los intrusos. Sentí que se me formaba un nudo helado en el estómago y el aire me faltó durante un momento.

—Tranquila, no volverá a pasar lo mismo que en el '65 —dijo Cole, dándome un pequeño apretón en el hombro. Apenas pude esbozar una media sonrisa, incapaz de verlo siquiera de reojo—. Iré a contarle a Kertmuth sobre el plan. Y a Jack también, por las dudas. —Lo último lo dijo con un tono resignado que me hizo morderme el labio. Con una última sonrisa, que apenas logró dejarme tranquila, salió del despacho. Sacudí la cabeza, despejando mis pensamientos antes de abandonar mi oficina y caminar hacia el salón que estaba al frente de mi puerta.

El salón todavía mantenía ese aire como de soberbia, aunque no era la forma de describirlo. Los ventanales tenían las cortinas parcialmente corridas, vanamente intentando ocultar la parte en ruinas de Jagne, las baldosas del suelo hacían que el taconeo de mis pasos resonara con mayor fuerza. Casi me sentía como la figura malvada de las películas que solía ver en mi infancia. En el centro del salón, donde antes hubo una pista de baile, se encontraba una mesa larga con siete sillas. Sentada en una de ellas, con una infusión caliente al lado de la pila de carpetas, que ocupaba un lado de la mesa, estaba Hersa. Apenas se movió la cabeza, sin apartar los ojos de su lectura, para saludarme.

—Angered llegará tarde. Mandó un mensaje telegráfico sobre una especie de situación de último minuto —dijo con un encogimiento de hombros. Solté un suspiro, resignándome a dar dos veces el informe.

Entré a la casa soltando un gemido audible que debió preocupar a mi esposo, porque de inmediato apareció de la cocina, todavía con el delantal puesto y su ceño fruncido mientras me miraba de pies a cabeza. Sin querer aclarar nada de inmediato, me lancé al viejo sofá, envolviéndome con la manta a cuadros que solíamos dejar extendida. Sentir el conocido cosquilleo de la tela áspera en mi mejilla resultó más reconfortante de lo que me hubiera esperado.

—¿Pasó algo grave? —preguntó Jack, sentándose a la altura de mi cadera, casi cayéndose por el borde. Me acomodé, dejando un poco más de espacio para que se sentara, y acomodé uno de mis brazos para usarlo de almohada, mientras pensaba en cómo explicarle algo que ni siquiera yo terminaba de comprender.

—¿Hablaste con Cole hoy? —Jack negó con la cabeza, todavía con su expresión preocupada—. Bueno, él vino con una propuesta para utilizar a los magmelianos, especialmente a los nuevos.

No tenía idea de qué pasaba por la cabeza de él, pero al decir esas palabras pude ver que su cuerpo se relajaba notablemente y esbozaba una sonrisa.

—Ah, eso. Creo que me mencionó algo, pero se tuvo que ir antes de que la magmeliana nueva se agarrara a los golpes con Jasmin —dijo con una tranquilidad que me hizo sentarme de inmediato.

—¿Pelear con Jasmin? ¿Tan pronto? ¡Pero si no ha hecho nada! —solté en un chillido. Él se encogió de hombros, como si el asunto no fuera tan grave—. No lo puedo creer, y pensar que nosotros queríamos usarlas como protección contra la pandilla... —mascullé. La decepción debía ser la última cosa que debía sentir, especialmente viniendo de los magmelianos. «Son bestias con forma humana,» recordé con un bufido.

Jack sacudió la cabeza.

—Deberíamos poder seguir siendo capaces de usarlas como defensa, querida —dijo, pasando sus dedos callosos por mi cabello, liberándolo de la pequeña coleta que lo mantenía apartado de mi rostro. Cerré los ojos por un momento, disfrutando de la caricia hasta que fue momento de volver a la realidad y negué con la cabeza.

Le conté mi charla con Cole, lo que habíamos pensado en un momento, o al menos él.

Jack se mantuvo en silencio en todo momento y luego tardó un rato más en hablar, con sus ojos fijos en la nada, pensando en lo que sea que su mente hubiera captado. Quitó la mano que había estado peinando distraídamente mi cabello para sujetar su mentón, mientras empezaba a tararear alguna canción desconocida. En cuanto lo vi en ese estado, abandoné el sofá y caminé hacia la cocina. Sentía algo de repulsión ante la simple idea de que Jack estuviera buscando una forma de utilizar lo ocurrido a nuestro favor. Conociendo a ambos, sospechaba que mi marido iba a buscar lo mejor para el pueblo, utilizando esa capacidad letal para acorralar gente.

Saqué una de las tazas de la alacena, un poco de hierbas y algunas frutas que estaban a punto de comenzar a pudrirse. Puse el agua a hervir, dejé las hierbas en un colador y empecé a cortar las frutas. Apenas había cortado una rebanada cuando Jack entró a la cocina, tenía ese brillo en sus ojos azul oscuro que anunciaban soluciones. No sabía si temblar, alegrarme o sentir pesar.

—Sólo tengo que hacer una cosa —dijo, levantando un dedo a la vez que sonreía—. Necesito hablar con ellos. Ya verás, vamos a salir todos ganando si muevo bien las piezas —continuó, todavía con esa sonrisa. Contrario a lo que esperaba, me sentí tentada por la curiosidad de llevar a cabo su idea. Apagué la pava al escuchar las primeras burbujas de hervor.

Lo peor, es que sabía que la idea de Jack probablemente iba a terminar siendo un éxito.

—Una semana —cedí en un murmullo, ampliando aún más la sonrisa de mi esposo.

Quizás, sólo por un instante, sentí piedad por las magmelianas.


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