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anánimo

Día 21, mes corbeut, año 5770.

¿Por qué las maldiciones pueden ser, a la vez, bendiciones? ¿Cómo es posible que una carga sea una ayuda a la vez?

Definitivamente no tenía idea de qué hacer. Por suerte, la cabeza dejaba de ser una molestia constante, casi podía afirmar que estaba como al comienzo, cuando había dejado el Monasterio. Aun así, podía notar las puntadas que me aparecían de vez en cuando.

Me moví hasta quedar mirando al techo en lugar de la ventana. Podía sentir la respiración acompasada de Cole a mi izquierda, completamente sumido en lo que sea que estuviera soñando. Aunque me hubiera gustado dormir en el otro cuarto, cerca de Darau, la cama doble no terminaba de darme la suficiente confianza como para pasar toda una noche allí. Ya había tenido una noche entera de insomnio cuando lo intenté.

Giré mi cabeza hacia el tagtiano, admirando su perfil con la poca luz de las estrellas y la luna que entraba por la ventana. Odiaba admitir que cuanto más lo veía, más ganas tenía de ser como Kadga, al menos en la delicadeza, pero era ridículo siquiera considerarlo. Me había criado a base de fuerza bruta, donde los modales se definían en quién golpeaba más fuerte y la delicadeza era un privilegio de los que venían de familias gobernantes. Notaba el calor que me invadía por completo, como si necesitara de él para poder mantenerme en una pieza, calmar un poco la picazón que me pataleaba con la misma intensidad que los dolores de cabeza.

Tentativamente, estiré una mano, preguntándome si sería prudente o no rozarlo, sentir su piel así fuera una idea vaga.

—¿Problemas para dormir? —Casi salto de la cama al escuchar su voz ronca por el sueño. Me quedé quieta, como si así pudiera engañarlo—. ¿Sigue doliendo la cabeza?

—No tanto —dije, metiendo la mano bajo la almohada, girando hasta quedar panza abajo, intentando ocultar el rostro. Cole soltó un suspiro y sentí que se movía, su mano rodeó mi espalda casi al mismo tiempo que su cuerpo se apegaba al mío, dándome una oleada nueva de calor. Ahogué el suspiro a duras penas, tentada de girar hasta que mi frente quedara pegado al suyo.

—¿Necesitas que vaya a buscar algo?

Casi noto cómo se derretía algo dentro mío al escucharlo. Negué con la cabeza, añadiendo un "no" en caso de que no hubiera notado el movimiento. Lo oí soltar una larga exhalación antes de acomodarse contra mí, su cabeza apoyada sobre mi hombro, parte de su cuerpo apoyado sobre mi espalda y una de sus piernas intentaba enredarse con la mía. A veces pasaba durante la noche que terminaba pegada a su persona, ninguno de los dos lo señalaba, pero era un tema que en algún momento debía tratar. «En realidad, es otro el problema», pensé girando con cuidado, notando cómo Cole se acomodaba para dejarme espacio.

Dormité el resto de la noche, entrando y saliendo del sueño, dudando si debía dejar que todo se desenvolviera o mantenerlo para mí. Las pocas veces que no había podido resistirme, Cole no había dicho o hecho nada.

—¿Qué te preocupa? —me preguntó él a la mañana siguiente cuando me quedé congelada a mitad de preparar mi desayuno. Sacudí la cabeza, apartando todas las respuestas que sonaban más y más ridículas.

—Kadga, mi cuerpo, Darau, mi futuro... Demasiadas cosas que probablemente no estén bajo mi control —dije con un encogimiento de hombros. No dijo nada por un rato, logrando que mis pulsaciones se dispararan ante la impresión de haber sido demasiado franca o cualquier cosa menos... lo que sea que intentaba ser. Supe que se acercaba a mí y todo mi cuerpo se tensó, sin saber cómo reaccionar.

—Entendible —dijo, poniendo una mano sobre la mía, disparando los latidos de mi corazón—. Pero creo que eso ya está bastante batido.

—¡Oh! Ah..., sí, sí, tienes razón —balbuceé, dejando la cuchara a un lado, alejándome para poder regresar a mis sentidos. Di un sorbo a la infusión, intentando no tirar todo por los aires al sentir que me quemaba la lengua por el agua caliente—. Pero no lo puedo evitar —repliqué una vez ya sentada en la mesa. Cole ocupó otra silla, a una distancia prudencial, comiendo un trozo de pan tostado. «Y ahora me dio antojo», gemí en mis adentros. No tenía muchas ganas de ponerme de pie para ir a preparar mi tostada, así que intenté apurar mi bebida.

Al final, no dijimos nada y tanto él como Darau, quien se despertó justo cuando estaba por subir para ir a levantarlo, se marcharon a entrenar. Sabía que Cole no esperaba que hiciera algo, pero me irritaba sobremanera estar parando en su casa, durmiendo en su cama y comiendo de su alacena, y no estar devolviéndole de alguna manera. Lavé todo antes de salir, dispuesta a al menos ir a cazar.

Era normal para mí el estar con mis sentidos en máxima alerta, siempre esperando que la más mínima vibración me avisara del peligro, pero usarla me aumentaba los dolores de cabeza. Me sentía demasiado expuesta al estar de esa forma, como si me hubiera bajado varios toneles de vino y mis sentidos estuvieran saturados. Cada paso que daba me daba la impresión de ser el último, el susurro de las hojas me ponía los pelos de punta. Era difícil no querer usar mi percepción en situaciones como aquella. Apoyé la mano sobre el cuchillo de caza que me había prestado Cole hacía poco, sintiendo una falsa sensación de seguridad.

Intentaba mantener mi cabeza tranquila, pero siempre que apartaba a Cole, surgía Kadga. Por más que hubiera intentado convencerme de que quizás estaba sobre reaccionando, que preocuparme era perder tiempo, sabía muy bien lo que pasaba por su cabeza. La última vez que la había visto enfrentarse a su familia, antes de lo que había ocurrido dos días atrás, no fue más que un período donde ella no quería saber nada del mundo. Habían sido meses enteros de verla más cerrada que una cripta, con una ira que rozaba lo sobrenatural en cada uno de sus aspectos.

«¿Y cómo han hecho para encontrarla ahora?» La pregunta me daba vueltas de vez en cuando, carcomiéndome de a poco. Magmel no tenía rastreadores, ni siquiera contábamos con comunicadores completamente funcionales; los reinos más avanzados apenas podían tener electricidad constante. Ventyri no era uno de esos reinos.

Seguía avanzando, adentrándome cada vez más en el bosque, cada vez más sumida en mis pensamientos y, sin darme cuenta, desplegando mi percepción. Todo mi alrededor estaba calmo, las aguas de arroyo se escuchaban cada vez más cercanas y poco a poco empezaba a tener la impresión de que podía relajarme. La soledad, la calma que me rodeaba, el agradable sol que trepaba por el cielo... Sentarme en la orilla y contemplar cómo corrían las aguas parecía ser lo ideal.

Por un momento, mi cabeza quedó totalmente en blanco, en el mejor sentido de la expresión. Contemplar los alrededores se sentía como una especie de regalo, una meta que estaba casi al alcance de mi mano, a un roce de ser mía. Incluso me atrevía a romper esa contemplación con un imaginar, pensar en sí podría quedarme en Jagne y lo que todo aquello implicaba; Darau tendría un lugar donde crecer y hasta ser uno más del pueblo, quizás podría conocer mejor a los otros habitantes y podría empezar a reparar parte de la culpa que me carcomía por dentro. Tal vez, y sólo tal vez, podría fingir que no tenía a la maldición de Cirensta pisándome los talones, tirando de mí cada vez que dejaba que el poder fluyera por mis venas.

Aun me quedaban semanas para que los vestigios de las cenizas se fueran por completo, y sabía que mi percepción era como un músculo que se había formado del todo, actuando como algo igual de vital que mis pulmones o corazón. Podría volver a ayudar con el tema de fortalecer las armas con cenizas, pero la idea de producirla era jugar con fuego. «Siempre se puede enseñar el proceso y dejar que ellos se hagan cargo, ¿no?», pensé, dejando salir un suspiro mientras miraba al cielo con algunas nubes blancas que pasaban por allí.

Y, así como estaba en la más absoluta paz, así se fue.

Un disparo me piso sobre mis pies. Una mano helada me aprisionó el corazón y cerró mi garganta. Escupí una maldición y empecé a correr hacia el pueblo, sin importarme que las ramas me rasparan los brazos desnudos o que la única camisa limpia que me quedaba se estaba reduciendo a trapos cosidos. Rezaba en silencio como nunca lo había hecho. Extendí mi percepción hasta que empecé a perder la noción de dónde estaba mi cuerpo realmente.

Podía notar el peso de dos personas en el medio de una multitud. Un adulto, casi el doble de pesado que yo, y un infante. A medida que me acercaba, noté la forma de su cuerpo, cómo distribuía los minerales y los músculos. Mis ojos probablemente veían hojas y mis pies saltaban troncos.

Estaba cerca, casi podía escuchar las palabras que salían de la boca del hombre.

—Vamos, ¿dónde está?

Frené justo donde terminaba el bosque sintiendo que mis pulmones no daban abasto y que mi corazón necesitaba más espacio. Con el pánico y el miedo prácticamente poseyéndome como una marioneta, caminé –arrastré los pies– hasta donde se encontraba la multitud. En efecto, había un hombre parado en medio de la muchedumbre, más alto que cualquier otro que estuviera cerca. A la distancia que estaba no era capaz de ver su rostro, pero las palabras me llegaban como si me encontrara a su lado. Entrecerré mis ojos al notar una cabellera castaña, intentando ver mejor quién era el rehén.

Le declaré sentencia de muerte.

Me abrí paso entre la multitud, mi vista se cerraba, borrando todo lo que me rodeaba, centrando todo en un único punto. Si hubiera mantenido la cordura, me habría detenido a preguntar qué pasaba. De haber estado en mis sentidos, habría notado que varios estaban heridos, que el hacha que tenía en su mano libre tenía manchas de sangre.

—¿Se puede saber qué haces con mi hijo?

—¿Hijo? —preguntó el hombre, sin alterarse en lo más mínimo. Miró por un momento a Darau antes de regresar a mí—. No veo ningún parecido.

—Suéltalo.

El hombre pareció pensárselo, estudiándome. Realmente se podía llamar un milagro que no estuviera destrozando todo lo que tenía a mi alrededor. O piedad. No importaba realmente, más allá de que estaba quieta en el lugar, un paso al frente del resto. Durante un buen rato, ninguno hizo nada, haciendo que el aire se volviera denso, casi imposible de respirar, instándome a arrancarle la cabeza con mis dos manos.

Él sonrió, como si hubiera decidido algo y levantó el hacha. Eso fue todo lo que necesité para que mi cuerpo dejara de responderme. Fue un estallido de energía, amenazando con destruir todo mi cuerpo hasta que no quedaran ni cenizas. Un momento estaba quieta, al siguiente estaba a un salto de él. Cargué con mi hombro, cubriendo a mi hijo.

No sé qué movimiento hice, pero ambos nos apartamos. El hombre gruñía de dolor, sosteniendo una daga ensangrentada en su mano. A sus pies, estaba el hacha. Ni dudé en ordenarle a Darau que se alejara. Con que lo encontrara Kadga me bastaba.

—Así que... una de los nuestros —dijo, mirándome con una sonrisa torcida. Me obligué a mantener una postura relajada, a sostener su mirada cada vez más negruzca—. Se ve que no soy el único que prefiere a los rastreros ventinos. Hazme un favor, preciosa, deja que la princesa venga conmigo y te garantizo mi mano.

No —bufé, ignorando cómo lanzaba la daga hacia un costado—. No busco nada de lo que implicas.

Una pena... —Claramente no lo lamentaba en lo más mínimo. Sus movimientos se veían tranquilos, caminaba con la pesadez que caracterizaba a los sembenios—. Por cierto, gracias por cuidar de mis subordinados, no sabes lo jodidamente delicados y quejosos que pueden ser los ourcaellanas —dijo, señalando con un gesto de la cabeza hacia atrás. Supuse que de alguna forma había logrado hacerse con los bandidos que habíamos mantenido bajo captura por ese tiempo—. Venga, ¿ni siquiera me dejarás intentar cortejarte?

Resoplé, cantando en silencio hasta cuanto podía para no saltarle encima y partirle el cuello. Y lo habría hecho de no ser porque eso era precisamente lo que él quería. Miré a mis alrededores, cayendo en la cuenta de las armas que se alzaban en nuestra dirección. Centré mis ojos en el sembeino, quien ya se encontraba casi al alcance de mi mano, un paso más y podría estrangularlo sin problemas... Salvo por la parte del cortejo.

No me interesan los sembeinos que maltratan a mi hijo —le dije, alzando el mentón para poder verlo. «Tenía que ser estúpidamente alto... Por lo menos es feo», pensé para mí mientras el rostro anguloso se acercaba a mí. Tenía ojos azules, de un tono casi gris enfermizo.

Puede quedar en el pasado —murmuró, a punto de rozarme los labios y perdí lo último que me quedaba de control. Mi puño se estrelló contra su abdomen, dejando su rostro en la altura perfecta para que le propinara un segundo puñetazo que le cruzó el rostro. Maldije por dentro mientras mi cuerpo empezaba a cambiar. Rugí, enseñando los colmillos.

Como si se tratara de una invitación, que no lo era, pero sí, él también empezó a transformarse. A diferencia de mí, su cuerpo y músculos no crecieron más, aunque no me quedaron dudas de que estaban fortalecidos. Intenté morderlo, hincarle los dientes en el cuello. Tenía que acabarlo lo más rápido posible. Él me apartó de un manotazo, haciéndome rodar por el suelo. Me volví a poner de pie. El pelaje del sembeino era prácticamente blanco; las manchas rojas probablemente eran de mi propia sangre.

Sigue... Sigue... —mugió, caminando en mi dirección. Embestí antes de que lo hiciera él. Casi me saltaron las lágrimas cuando chocamos. Sabía que los cuernos estaban chocando, y en cualquier momento me lanzaría hacia un costado. Intenté mantenerme firme, de contrarrestar sus movimientos. Podía incluso sentir los tirones en mi cuello.

Y eso fue lo que me hizo volar por los aires, cayendo con pesadez. Intenté incorporarme rápido, aunque me estuviera tambaleando.

Recién entonces empecé a notar los efectos. Lo ajeno, la sensación de pérdida que se abría paso. Resoplé, haciendo un esfuerzo descomunal para volver a ir hacia él. Odiaba saber que mi cuerpo estaba recordando los años del Monasterio. La tierra que se había apegado a mí empezaba a endurecerse, así como los lugares donde tenía sangre bañándome la piel. Di puñetazos y noté la ligera, casi inexistente, sorpresa en su rostro.

El tiempo pasaba. Mi pulso empezaba a pitar en mis oídos. Apenas era capaz de comprender qué pasaba. Entendía que lanzaba puñetazos y patadas, y sabía que el sembeino seguía de pie. Intenté volver en mí, de retraerme. Las voces empezaban a sonar de nuevo. Tuve la vaga sensación de estar volando por los aires, quedando atontada al chocar contra el suelo.

Quizás era mejor si me rendía, si me dejaba ganar y me marchaba con él. Digamos, el caos sería menor y estaría entre los míos. Todavía estaba a tiempo, podía volver a mi forma normal si era necesario, me podría volver una más del montón. Sería más fácil para mí. ¿Verdad?

—Es gracioso escucharte decir esas cosas, Nero. —Aila me sonreía, apoyando una mano sobre su vientre abultado.

Abrí los ojos ante el recuerdo. Respiré hondo, sabiendo que probablemente había dado una victoria falsa, pero una victoria al fin. Haciendo uso de mi último ápice de control, me coloqué, mirando fijamente la espalda ancha del sembeino. «Es fácil, un buen golpe es todo lo que hace falta para dejarlo fuera», pensé, sintiendo que se me nublaba la vista. Podía notar cómo el miedo se iba abriendo paso por todo mi cuerpo, cómo las voces se arremolinaban con más insistencia en mis oídos, ensordeciéndome. «Un golpe», y embestí.

Después de eso, no sé qué empezó a ocurrir. Sentía el sabor de la sangre que se extendía por mis labios. Me parecía notar algún dolor momentáneo, como un destello que intentaba sacarme de aquel lugar.

Volvía a estar en el Monasterio. Podía ver a los mayores que me doblaban en tamaño y edad; también en orgullo. Uno a uno fui bajándolos, ocupando sus puestos. Podía sentir esa ira burbujeando dentro de mí, llevándome adelante. Estaba en el Tejado, hablando con el Consejo y los Yukuterianos que seguían viviendo. Frente a mí había una mujer de ojos de un amarillo intenso, llorando en silencio; podía palpar su desesperación y la sensación de oportunidad que me invadió en ese momento. Podía incluso notar el miedo que se aferraba a mi hombro como si fuera un pájaro en una rama. La ciudad amurallada, las cabezas que había golpeado contra la pared antes de que sonara la alarma. Todas las mentiras que escupía con facilidad, apartando los recuerdos. Una mansión en medio de la nada. Alas y escamas, llantos que se perdían entre los gritos y demás ruidos de los recién liberados.

—Una bruja como yo no es querida ni siquiera en su propia tierra. —El vientre ligeramente abultado hacía que sus rasgos se suavizaran al decir aquellas palabras.

—Tampoco quieren a una Monje que desertó.

Recordé las noches que pasé en vela, donde de alguna manera logré alimentar a un recién nacido sin haberlo parido. Los gritos y los golpes seguidos por cortes de vidrio y gritos.

—¡... quieta!

Un dolor insoportable me recorrió. Como si estuvieran revolviendo todo con un dedo, escarbando cada parte de mi ser. Quería volver a lo anterior, a esa nada donde al menos el dolor era pasajero, lejano incluso. Por supuesto, no iba a poderse.

Abrí los ojos, encontrándome con un techo que me resultó vagamente familiar, la sensación de que el cuerpo me dolía y la garganta seca. 


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