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alianzas

Día 27, mes tepsemireb, año 5770.

Sangre que se mancha, que se une con otra como si fueran tintas. ¿Y sabes qué es lo gracioso? Son del mismo color.

Miré el saco con las cenizas como si fueran un cuchillo, uno bien afilado y que estaría a punto de poner en mi boca. Kadga se plantó al frente mío, mirándome con sus ojos fríos, a su lado, la mezcla de hierbas y restos de animales que debería empezar a tomar. Pasé la vista de uno al otro, esperando a las obvias palabras que se enredaban en la lengua de ella.

—¿Vas a dejarlo? —preguntó en un siseo, volví a ver la bolsa en mi mano antes de dejarla sobre la mesa.

—No lo sé —fue mi más honesta respuesta. Sabía que estaba entrando al momento en el que mi cuerpo se estaba volviendo dependiente, en el que mi ánimo se volvería versátil y el control sería una ilusión. Estaba llegando a ese punto y sabía que pronto tendría que consumir ambos polvos. Siempre y cuando quisiera mantenerme fiel a mi vida, o intento de. De todas formas, a Kadga no le agradó la respuesta, ni un pelo.

Se inclinó sobre la mesa, mirándome con ganas de estrangularme. Respiré hondo, preparándome para lo que estaba por soltar.

—¿Y después qué? ¿Seguirás consumiendo? —La mandíbula la tenía tan tensa que estaba a punto de partirse—. ¿Y Darau? ¿Quieres que vea... eso?

Aparté la mirada, sintiendo un nudo que empezaba a formarse en mi garganta. Mordí mi labio inferior, considerando mis palabras, pero todo parecía dar demasiadas vueltas, como si tuviera un tornado en mi cabeza. Apoyé los codos sobre la mesa y luego oculté mi cara entre las manos, negando suavemente. Kadga no dijo nada. La escuché caminar, sacar un vaso y llenarlo de alguno de los tantos brebajes que tenía y luego dejó el vaso frente a mí junto con otro plato. Al dejar caer mis manos, me encontré con un líquido negruzco, un montón de frutos y trozos de carne salada picados, al lado, el saco con el bendito polvo esperaba a que tirara del cordel para que echara parte del contenido dentro del vaso.

Mordí mi labio inferior, debatiéndome en una elección que probablemente era demasiado obvia. Gruñí hacia mí misma, tomé el vaso con fuerza luego de vaciar el plato casi de un manotazo, abrí el pequeño saco, del que saqué tres pizcas del polvo, de un color casi blanco, echándolo en la bebida. La bajé de un trago, sintiéndome mareada de repente. Mis ojos se cerraron ante la acidez y sospechaba que en cualquier momento me iba a dar un nuevo dolor de cabeza.

—¿Siempre es tan horrendo el primer trago?

—A veces —respondió Kadga, llevándose el vaso a la cocina, para luego volver con un poco de agua que tomé con gusto, limpiando el sabor de mi lengua. Suspiré de alivio, dejando caer mi frente contra mis brazos.

—¡Lo logré! —El grito de Galyon casi logró que me cayera del taburete donde me encontraba. Los pasos apresurados de la joven iban a la par de la emoción que emanaba de sus rasgos—. Ah, pillo que era el demente de Abaoni —continuó, sentándose a mi derecha como si nada hubiera ocurrido. Dejó el libro de tapas desgastadas sobre la mesa y miró a Kadga, pidiéndole una bebida ligera. Rei se acomodó a mi izquierda, murmurando una disculpa, que Galyon se había levantado con ese humor. Hice un gesto para quitarle peso al asunto, pero mentiría si dijera que no me daba curiosidad ver lo que había encontrado—. Por supuesto, los primos Ab siempre tienen que ser raros.

—¿Qué encontraste?

—La respuesta a tu pregunta, la que me hiciste hace unos días con Cole. No creas que me olvidé de tu cambio de tema repentino de esa tarde, jovencita —dijo, señalándome con el dedo. Mis mejillas ardieron y chasqueé la lengua, murmurando que eso no tenía nada que ver con la pregunta—. Pero si te tranquiliza, lo de ustedes no lo puedo descifrar aún, pero lo de la criatura sí.

Exhalé aliviada de que al menos una parte de mi vida actual se mantuviera en oscuras. Galyon empezó a pasar las páginas, todas con una letra tan apretada que había desaparecido casi cualquier rastro del fondo blanco de la hoja.

—¿Te acuerdas del hijo de Ryutaro? —Asentí con la cabeza, recordando perfectamente quién me había presentado a dicha persona—. Bueno, el intento de darle la capacidad de devolverle su sombra falló.

El frío que me comió los huesos fue tal que casi me sentí como sumida en el Mar de Sombras. Tenía el vago momento de ver a Nakuro mencionando, con una voz cascada y prácticamente inexistente, que era lo último que podría hacer antes de tener que encerrarse en algún cuarto del Monasterio. Tragué saliva.

—O sea que..., lo que vio Cole... —Galyon afirmó con la cabeza, sonriendo todavía para sí. Llevé ambas manos a mi frente, intentando olvidar el humo, el caos, la locura desenfrenada que había acontecido en el único día que me pareció ver el Mundo de las Sombras como en los Textos—. Tengo que sacar a Darau de aquí, quizás llevarlo a algún lugar en Magmel o...

—Nero —interrumpió Rei, posando una mano sobre mi hombro—. El niño está echando raíces aquí, deja que al menos tenga un sitio de referencia —dijo, dándome un apretón. Apreté los labios, conteniendo las palabras que estaban a punto de salir. Entendía, pero no podía evitar sentir que mi pecho se cerraba levemente ante la idea de que hubiera una próxima vez en la que realmente no pudiera llegar. Y con eso, mi cabeza no pudo quitarse la imagen de cuerpos destrozados, con el olor ferroso de la sangre invadiendo mis fosas nasales y el líquido rojo en todos lados.

Peiné mi cabello con los dedos, como si con eso pudiera enviar los pensamientos al fondo de mi cabeza, notando cómo los costados empezaban a tener cada vez más pelo. Por primera vez en años, me encontré preguntándome si debía volver a cortarlo o dejar que siguiera creciendo.

Estaba sentada en la mesa precaria de mi casa, con los músculos agotados y la cabeza mucho más activa de lo que me hubiera gustado. Mis manos se movían sin que prestara demasiada atención, un movimiento aprendido del que no necesitaba seguir con mis pensamientos. Quizás por eso, cuando no noté los pasos de Darau acercándose sino hasta que cerró la puerta y habló, es que sentí que mi corazón pegó un brinco.

—Mamá —dijo Darau cuando volvió a casa, a media tarde. Anudaba unas cuantas cuerdas esperando que fueran lo suficientemente resistentes como para mantener colgado un cuerpo muerto. Lo miré a mi hijo, esperando a que continuara. Se dejó caer sobre una silla, mordiéndose las uñas antes de devolverme la mirada. Había cierta sombra que no me dejó tranquila de ver, la conocía demasiado bien a esa expresión como para pasarla por alto—. ¿Cómo sabes que soy un magmeliano?

De todas las preguntas que me hubiera esperado, definitivamente esa me dejó más perdida que la victoria de Cole en el "enfrentamiento" de prueba. Si no estaba equivocada, lo único que nos diferenciaba a los de Magmel de los de Tagta era la demencial infancia donde pasábamos de una forma a otra hasta que terminabas quedándote en una de las dos. Pero eso era cuando nacías en uno de los Reinos, hasta donde llegaba mi conocimiento, al menos. Aunque, si era honesta, no podía afirmar que fuera algo totalmente seguro, cada tanto surgían niños que se mantenían siempre en la misma apariencia.

—Por tus ojos —dije al fin, intentando sonar mucho más convencida de lo que realmente estaba. Darau me miró como si hubiera dicho que el cielo es de siete colores todo el día. «Lo único que me hace pensar que eres uno de los nuestros es tu madre, pero ni siquiera ella parecía una magmeliana cuando la veías»—. Tienes la mirada de quien ve a lo que oculta, sabe que es capaz de ser tanto su mejor arma como su perdición. Eso, que yo sepa, sólo lo tiene un magmeliano —sonreí al final. Él se quedó en silencio un momento, contemplando el suelo. Mordí mi labio inferior al recordar algo—. Pero podemos hacer una prueba. Antes, sin embargo, ¿por qué preguntas?

—Lisbeth me dijo que... Mi amiga, la que viene a buscarme algunas mañanas. Bueno, ella me preguntó cómo era ser un magmeliano —dijo y se quedó en silencio un momento antes de volver a hablar—. ¿Los magmelianos somos malos?

Nunca me había planteado que las preguntas de Darau, según algunas vecinas que había tenido en Natham era normal que las hiciera, fueran a ser tan... así. ¿Cómo le explicaba las cosas sin que se volvieran un discurso sin sentido, tedioso y que olvidaría ni bien nos fuéramos a dormir? Respiré hondo y me senté a su lado.

Varias imágenes pasaron por mi cabeza. Recordé el viejo callejón donde había vagado, el Monasterio, mis primeras misiones para vigilar la frontera, mi encuentro con los nathanos, y lo que hacía ahora. Parecía mucho si me quedaba en que eran veintiséis años de los cuales recordaba unos quince, pero de la nada, toda mi vida realmente me empezaba a parecer demasiado corta. Apreté mis labios, cerré mis ojos y dejé salir el aire de mis pulmones despacio.

—Los magmelianos tenemos una carga que los tagtianos no —empecé, recordando algunas de las historias que había escuchado durante mis más tempranos años de vida—. ¿Recuerdas a Cirensta, la Diosa Madre? Ella nos dejó el don para poder convertirnos en animales, en protectores de la tierra, pero cuando nos volvimos contra ella por temor a que nos impidiera ser libres, nos maldijo diciendo que nos volveríamos locos. —El vago recuerdo de las marionetas hechas de madera tallada pasó fugazmente por mis ojos, un fantasma de la música que había acompañado la voz melodiosa que tarareaba el poema. No recordaba las rimas, pero estaba segura de que me habían fascinado con el ritmo y la cadencia de las palabras.

—Entonces... ¿somos monstruos?

—¿No te gustaría ser un monstruo defensor? —pregunté, sonriendo y despeinándolo, si es que era posible. Él me dedicó una mirada molesta pero no se quejó, incluso estaba segura de que la pequeña sonrisa que se dibujaba en los labios era una muy buena señal—. Admito que no soy quién para decir que los magmelianos somos buenos. —Los ojos de Darau se abrieron como platos, su cabeza se volvió de golpe hacia mí. Hacia cierto pánico en sus ojos y me maldije por dentro.

—Pero mamá, no puedes ser mala —dijo, trepándose sobre mi regazo, mirándome a los ojos—. Elmer me dijo que dabas miedo, pero que eras como... como... ¡Un héroe!

Reí ante aquello, abrazándolo con todo el cariño que sentía y me estaría mintiendo si no dijera que una parte de mí dejó salir una lágrima. «No, no hay forma de que sea eso», pensé, recordando algunos de los héroes de Sembei, siempre listos para protegernos, siempre haciendo lo que era bueno para todos. Ninguno empezaba siendo un Monje, mucho menos uno de los Tres Grandes.

—Soy madre, Darau, no un héroe —murmuré, abrazándolo y peinando su cabello ensortijado con los dedos. «Tampoco que tenga mucha idea de qué se supone es lo que hace una madre», resoplé por dentro.

—Eso le dije a Lisbeth, pero ella me dijo que una mamá siempre tiene a un papá. —La expresión confusa de él me distrajo lo suficiente como para que no me planteara el significado de las palabras—. Me dijiste que mi madre murió y vos te convertiste en mi mamá. —Asentí, sospechando a dónde iba a llegar—. ¿Tengo un papá?

Debería haberle pedido a Aila información sobre su anterior pareja, pero estaba segura de que de haber sabido quién cuernos era el padre, probablemente habría ido a darle un mensaje..., poco amable. Me reacomodé, aclaré mi garganta y estuve un rato largo cavilando, ignorando una idea que golpeaba a la puerta de mis labios, queriendo salir. Gruñí, furiosa ante el dolor de cabeza que empezaba a formarse y eché la cabeza para atrás.

—Mira —empecé, dejando salir un suspiro exasperado—, para que un niño venga a Landon, sí o sí tiene que haber una madre y un padre, pero —levanté un dedo antes de que siquiera me formulara la pregunta que ya veía bailoteando en su lengua— el padre no siempre está cerca. Así como me tienes a mí, bien podrías haber tenido a Chiena de mamá, o...

—Chiena no me quería —dijo y no pude más que darle la razón—. Además, dije papá, no otra mamá. —Juro que quería estrangular a alguien, no tenía ganas de ahondar en el tema y sospechaba que Darau empezaba a formar una idea en su cabeza que no terminaba de serme del todo agradable. Si la pequeña Lisabetha... Lis... ¿Lisbeth era? Da igual, si esa niña era la mitad de soñadora que las mujeres que había conocido durante mis años en el Monasterio –eran varias– empezaba a tener una idea de a dónde iba a llegar—. Lisbeth me dijo que su hermano iba a tener un hijo, pero no pudo porque la mamá murió, así que dice que podría ser mi papá.

Parpadeé, más confundida que antes. ¿Quién pezuñas y cuernos era el hermano de esa niña? «Por lo menos no dijo Cole», suspiré por dentro. Darau me miró con una cara de "ni se te ocurra ir con ese sujeto".

—¿Lo conociste? Al hermano de tu amiga, Lisa.

—Lisbeth —me corrigió y repetí el nombre, intentando guardarlo en mi memoria—. Sí, no fue muy bueno, dijo que no quería verme cerca de su hermanita. —Esperable a mi parecer—. Si pudiera decirte alguien que podría ser mi papá... ¿Se puede elegir un papá?

—Lo elije la mamá, no el hijo —respondí rápido. 


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