El Manuscrito
Durante la noche los Existentes miran al cielo, porque saben que cuando cae una estrella fugaz alguien nuevo está por llegar a su mundo. Si encuentran una, la siguen dispuestos a recibir a su flamante compañero o compañera. Sólo en contadas ocasiones una estrella trae a más de uno de estos seres, que serán hermanos.
"¿Qué es esto?", pensó Andrés, mientras lo releía. A su alrededor, las impresoras de los otros oficinistas querían distraerlo con su canto monótono. Se acercó a la pantalla del ordenador, nervioso, y buscó hasta encontrar ese texto extraño entre unos informes que había traído desde su casa. ¿Cómo había llegado hasta allí? Seguramente, lo había transferido por error. Pensó en borrarlo, pero no lo hizo.
Andrés odiaba su trabajo, odiaba lo que había estudiado para obtenerlo y odiaba pensar solamente en el dinero. Pero todavía no lo sabía. En su cabeza, que empezaba a perder pelo y verse lustrosa bajo las luces de neón, sólo circulaban cheques que cobrar y cuentas que pagar, ahorros que nunca alcanzaban y los garabatos rabiosos que hacía pensando en su próximo aumento. Su escritorio estaba lleno de papeles con esos garabatos. Los tomó, e hizo un bollo que arrojó hacia el tacho de basura. Ni siquiera miró para apuntar, y la esfera blanca describió un arco perfecto para llegar al fondo del contenedor. Observó las hojas impresas en su regazo. Se sacó los lentes, y se refregó los ojos. Entonces, notó algo en el texto que no había visto antes:
Los Existentes
Andrés Ropou
De pronto, lo supo. Era su seudónimo, él había escrito ese cuento. Sin embargo, no podría recordar cuándo. Se encogió de hombros, y dejó las hojas a un lado. Entonces, lo vio, acercándose por el pasillo. Su presa. Caminando de prisa, vestido con una camisa de mangas cortas, corbata y pantalón de vestir, y cargando una barriga, el jefe no quiso mirarlo a los ojos.
—Disculpe, Rodríguez —Andrés ya estaba frente al pelado bigotudo—. Quería recordarle que tenemos una reunión pendiente.
—Estoy apurado, Andrés —el jefe lo evadió, yendo hacia la máquina de café.
—Su secretaria quedó en revisar su agenda y llamarme, pero todavía no lo hizo —afirmó Andrés, mientras el jefe intentaba una y otra vez que la máquina aceptara sus monedas.
—No puedo pensar, necesito un café ahora —dijo el jefe, desesperado. Su rabia había pasado a desconsuelo, y casi tenía lágrimas en los ojos.
Andrés buscó entre sus bolsillos, y le pasó unas monedas que la máquina engulló sin problemas. El jefe sonrió y dio unos aplausos, luego eligió entre las variedades, todas con un sabor casi igual.
—¿A qué jugaba cuando era niño? —soltó el bigotudo, de repente.
—¿Disculpe? —Andrés frunció el ceño, extrañado.
—Generalmente, los juegos de un niño influyen en la profesión que tiene cuando es un adulto. Yo jugaba a que era un gran empresario y viajaba todo el tiempo en limusina —el jefe tomó el vasito de plástico, y revolvió el líquido amargo.
—Eh... no lo recuerdo —contestó.
—Jugaba al oficinista, ¿no? —sonrió—. Porque usted es un excelente oficinista.
—Muchas gracias. Por eso quería reunirme con usted. Quería saber si tenía posibilidades de crecer.
—Seguro —bramó el jefe, luego de ensuciar su bigote con espuma, y empezó a caminar muy rápido, seguido por Andrés—. Te prometo que esta semana nos reunimos sin falta —antes de pronunciar la última palabra, le cerró la puerta del despacho en la cara.
Andrés volvió a su escritorio. Encontró el texto impreso por error. Volvió a leer el primer párrafo. Entonces, recordó que de chico escribía cuentos y dibujaba historietas. Recordó que los Existentes eran los protagonistas de sus historias y aventuras.
Unas líneas le llamaron la atención, y lo hicieron sonreír: "en toda biblioteca hay un libro sin título, de tapa gastada, que casi todo el mundo ignora. Excepto los que están listos para entrar al Mundo de los Existentes."
Se rió. Pero, segundos después, el texto le pareció algo tonto, ridículo y sin sentido. Hizo un bollo con las hojas, y las arrojó al tacho de basura. Se escuchó una pequeña explosión.
—Paco, no seas maleducado —dijo Andrés, dirigiéndose al cubículo de al lado. Una voz, que atravesó la pared finita, dijo:
—Yo no fui.
—Sí, claro —dijo Andrés, y comenzó a revisar los informes.
Esa noche, Andrés soñó con uno de los personajes de su historia. Un existente de pelo azul, con un sombrero de bufón rojo. Le sonreía, pícaro, con los brazos en jarra. Vestía una remera azul y unos pantalones naranjas, y a su espalda, ondeaba una capa amarilla. Supo que su nombre era Poropou, y unas palabras de su texto resonaron en su cabeza: "Lo más importante es su bolso cruzado, con parches de planetas y estrellas. Ahí es donde guarda lo que todos temen..."
Cuando despertó, Andrés tenía más pelo.
En las semanas siguientes, el escritorio de Andrés cambió. Comenzó a ser invadido por libritos con naves espaciales, zombis o magos en la portada, después se sumaron las historietas, y luego pasó a ser custodiado por muñequitos de superhéroes o dibujos animados. Ya no pensaba en el trabajo, el dinero, el ascenso o las cuentas. Se la pasaba dibujando en una libreta que se había comprado. Lentamente, dejó de hacer tantos garabatos furiosos, y comenzó a ilustrar naves espaciales, estrellas, trenes voladores, grifos y castillos.
Estaba terminando de dibujar la cara de un chico con pelo violeta y nariz roja, cuando pasó el jefe. Andrés lo vio, y comenzó a revisar los informes, presionando los botones del teclado, repitiendo una melodía que lo tenía harto. Cuando se fue, abrió un cajón y sacó una copia de Los Existentes, llena de anotaciones y dibujos en los márgenes. Cliqueó en el procesador de texto y comenzó a escribir.
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