El Camino de Baldosas Multicolores
Dibujo: Cumapleños por Juan Pablo Wansidler.
—¡Un arpón! —gritó Poropou, señalando el filo negro que se sumergía en el mar blanco.
Mientras la barquilla descendía a toda velocidad, Globeley invocaba su cayado y Poropou hundía la mano en su bolso. Sin embargo, su caída se detuvo sin esfuerzo alguno. Ahora la barquilla era sostenida por cientos de globos de helio que la hicieron aterrizar con gentileza en una terraza.
Poropou y Globeley se asomaron expectantes, buscando a su misterioso salvador. Era un Existente vestido de frac azul, con una vela roja y gastada en la copa de su galera. Llevaba guantes sin dedos y con parches; en una de sus manos un cetro apuntaba hacia los globos. A Poropou le asustaba no verle los ojos, tapados por la sombra de la galera. Le resultaba familiar y arcaico a la vez. Se sorprendió cuando Globeley saltó del cesto y fue corriendo a abrazarlo.
—¡Cumapleños! —festejó.
El Existente se sacó la galera, mostrando sus ojos multicolores en un rostro anguloso. Tenía el pelo negro, lacio y largo hasta la cintura. Su piel era blanca como el azúcar. Sonrió a Poropou, apoyándose en el cetro ahora bastón. Había algo particular y llamativo en sus ojos: tenían los colores del arcoíris. Entonces, pudo recordarlo: era uno de los Existentes más antiguos y poderosos. La fuerza detrás de los cumpleaños.
—Pensé que tal vez necesitarías mi ayuda. —Clavó su mirada cromática en Poropou—. Con sólo verte el engaño cuántico de Barabau se esfumó.
El Existente levantó su cetro y Poropou vio que tenía un reloj de arena en la punta. Supo en aquel momento que cada grano violeta que caía representaba a una persona cumpliendo años en ése instante. Una vez al año la arena terminaba de caer y el reloj se volteaba, comenzando un nuevo ciclo. Cada tanto dejaba escapar algunos granos, pero la arena nunca se acababa.
—Tenemos que apresurarnos —dijo Cumapleños, caminando hacia una puerta—. Los guardias sirvientes están rastreando y destruyendo todos los portales de la zona.
Poropou y Globeley lo siguieron, bajando una escalera. Ya era de noche. Atravesaron otra puerta e irrumpieron en una galería de arte oscura y vacía. Poropou supuso que Cumapleños había desactivado las alarmas y entretenido a los guardias. La vela en la galera, que chorreaba algo de cera pero nunca se gastaba, extendió su llama desparramando sombras por el suelo.
En una sala con muebles antiguos, detrás de unos sillones de terciopelo, había un cuadro abstracto de colores vibrantes. Parecía un torbellino a punto de avivarse. Los Existentes se acercaron. Cumapleños acarició el marco. En seguida, los colores estallaron en luz y comenzaron a girar. El viento llevó hacia atrás el cabello celeste de Poropou. El portal esperaba y el Existente lo miraba ansioso.
Andrés dudó. Su vida humana se había borrado de este mundo y aunque quería terminar con aquella mentira, sintió nostalgia antes de adentrarse en esa dimensión que lo llamaba por su verdadero nombre y a la que su corazón respondía latiendo con más fuerza. Dio un largo suspiro, dejó de pensar y se arrojó al portal.
Imágenes fantasmales, entre rayos multicolores y chispazos: globos, papel picado, carteles de payasos, galletitas, guirnaldas, platos con papas fritas. Lo arrastraban hacia su dimensión, el Mundo de los Existentes.
Andrés Poropou vio sus zapatillas marrones y un suelo de baldosas multicolores, ajadas. Acababa de caer y estaba agachado. Se incorporó, sorprendido por el paisaje. El camino de losas cromáticas se extendía frente a él, atravesando unas colinas de césped y alejándose hasta perderse de vista. Del pasto surgían flores y hongos tan grandes que podría haberlos usado como sillas y mesas. Había árboles de los que colgaban guirnaldas multicolores, otros con globos que se desprendían para caer suavemente en la hierba o elevarse y perderse entre nubes rosas y naranjas. Sin embargo, en el cielo abundaban nimbos grises que espantaban a los globos con rayos y amenazaban con cubrir hasta el último rincón celeste. El aroma a vainilla y fresa del lugar alejó aquel presagio oscuro.
Poropou Giró cuando escuchó a sus compañeros aterrizar. Estaban en un puente que formaba el camino multicolor y debajo de ellos había un río. Globeley miró alrededor y logró ubicarse en seguida. Señaló hacia un punto lejano, más allá de las colinas. Poropou asintió y encabezó la marcha. Luego de unos metros, el Existente divisó un pueblo en miniatura que parecía estar recibiendo un ataque. Desde el río, que hacía una curva hasta quedar paralelo al camino multicolor, un galeón de juguete negro le disparaba cañonazos. Poropou se salió del camino, corriendo hacia el barrio de casitas de plástico. Una muñeca abrazaba a sus hijos consolándolos mientras una veintena de muñecos corrían desesperados organizándose para contraatacar. Poropou los miró más en detalle: sus manos eran pinzas diminutas y los hombres tenían los mechones de pelo en forma de triángulos.
—¡Ayúdennos! —gritaron los muñecos al ver a los Existentes y Poropou asintió.
Dibujó un botón de pausa, hizo un bollo y lo arrojó al galeón endemoniado. Hubo un pequeño golpe de humo y la nave quedó congelada en el tiempo. Poropou se acercó a la orilla y metió los pies en el agua para tomar la embarcación en sus manos, mientras a sus espaldas el pueblo de muñecos lo ovacionaba. Frunció el ceño y escudriñó el objeto paralizado, que ahora era como un verdadero juguete. A la mayoría de los tripulantes les faltaba el pelo; a algunos, además, un brazo. Sus cuerpos blancos, verdes o azules habían sido pintados con símbolos rojos o negros: espirales, estrellas y rayos. Era evidente, se dijo Poropou cuando la encontró en el interior del castillo de la popa; a través de una pequeña ventana se veía una pieza de rompecabezas roja que titilaba. Metió sus dedos índice y pulgar con cuidado y la extrajo. Se la dio a Cumapleños, que la observó con sus ojos multicolores.
—Gracias por salvar nuestra ciudad costera —dijo un muñeco rubio y barbudo con una banda roja en la cabeza y un garfio. Poropou lo ignoró. Acomodó el barco en la zona del río que estaba en pausa y giró hacia el pueblo costero, que dejó de vitorear.
—Los muñecos ya no están bajo el control de Barabau. Ahora son independientes. ¿Los dejarán vivir con ustedes?
—¡No! —gritó la muchedumbre enfurecida y pareció olvidar que Poropou los había salvado. Comenzaron a silbar y le arrojaron piedras diminutas.
—Muy bien. —Poropou les dio la espalda. Tomó el galeón y se lo dio a Globeley. Se alejaron unos pasos del pueblo diminuto, que se tranquilizó.
Cumapleños tomó la pieza de rompecabezas con el pulgar y el índice de cada mano y la rompió. Dejó de titilar y los restos se volvieron polvo.
—¿Qué vamos a hacer con...? —preguntó a Poropou y se interrumpió al ver lo que estaba dibujando.
Una esfera de papel blanco cayó y rodó hacia la entrada del pueblo. Los muñecos se asomaron, curiosos. ¡Puff!
—¡Rooooooaaaaaar!
Un dinosaurio gigante para los muñecos, pero que llegaría a la rodilla de Poropou, comenzó su ataque. Mientras el bípedo escamoso hacía gritar a los pueblerinos, los Existentes volvieron al camino multicolor.
—¿Vas a dejar que los destruya? —lo increpó Globeley.
Poropou se encogió de hombros.
—Kaiju se está divirtiendo. Pronto se cansará. Ahora tenemos que encontrar un lugar adecuado para ellos —señaló a los tripulantes del galeón—. Lo suficientemente lejos, para que no tengan conflictos con las víctimas de Kaiju.
—¡No tenemos tiempo! —gritó Globeley, histérica—. ¡Los guardias sirvientes que dejamos en la Tierra ya deben haber regresado e informado a Barabau que estás aquí! En cualquier momento...
La interrumpió el rugido de un motor. En una camioneta de ruedas altas, Cero conducía a toda velocidad hacia ellos. En la parte de atrás se veía un láser gigante que Uno les apuntaba. El rayo blanco zigzagueó, crepitante, listo para desintegrarlos.
Ilustración: Eugenia Martínez - Jorge Soto
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