6. Proscrito
El aire era denso y le quemaba las fosas nasales cuando Elliot respiraba. Todo a su alrededor era oscuridad. La superficie donde estaba tumbado era de madera y se tambaleaba continuamente. En uno de esos bamboleos, se golpeó la cabeza y despertó con brusquedad.
¿Dónde estoy?
Lo último que recordaba era a Gabriela. Estaban besándose y entonces... Elliot se llevó los dedos a los labios y rememoró el sabor de su sangre. Sabía que gritó y pidió ayuda, pero nada más. Sus recuerdos terminaban abruptamente, con él aún tumbado en la cama de la mansión de sus padres en Saphirla. ¿Qué había sucedido después?
Trató de enderezarse, pero no había espacio en aquel diminuto recoveco donde se hallaba atrapado. Presa de un nuevo temor, tanteó con las manos y confirmó sus sospechas: se hallaba en un espacio rectangular y cerrado, hecho de madera y de escasa altura.
La ansiedad lo invadió y comenzó a hiperventilar a pesar de que pronto consumiría todo el oxígeno. Al final se las arregló para calmarse y pedir ayuda:
—¡Socorro! —gritó al tiempo que golpeaba la madera desesperado—. ¿Hay alguien ahí?
La única respuesta que recibió fue un sonoro golpe tan fuerte que atontó su mente. Permaneció callado unos segundos hasta que el dolor de su cabeza menguó. No desapareció, pero fue suficiente para concentrarse en aquello que lo rodeaba; escuchó el trote de los caballos, sus relinchos y algunas voces bajas. Calculó que habría unas doce monturas y que las voces pertenecían a los guardias de su escolta. Tenía sentido, estaban allí para protegerlo puesto que era el único hijo de los duques de Wiktoria.
Si los soldados estaban allí, también estaría Leopold, o eso esperaba:
—¡Leopold! —lo llamó.
Otro fuerte golpe fue la respuesta, esta vez acompañado de las siguientes palabras:
—¡Cállate, monstruo!
¿Monstruo?
—¡Cuida tu lengua! —intervino la voz conocida del sirviente—. Aún es tu señor.
Y como tal, Elliot se aseguraría de que pagara por el trato que le acaba de dar.
—Ya ni siquiera es humano, mucho menos mi señor —replicó el soldado.
Leopold no replicó, pero Elliot pudo escuchar un suspiro de pesar y el sonido de los cascos de un caballo aproximándose.
—¿Qué deseáis, mi señor? —escuchó al anciano Leopold.
—¿Qué ha ocurrido?
—Habéis enfermado, milord —respondió el sirviente.
—¿Cómo? —se alarmó Elliot—. ¿De qué?
—Esa mujer, Gabriela, no era lo que pensábamos. Ella os contagió... —pero se detuvo antes de revelarle nada más.
—Leopold, por favor, ¿qué me está ocurriendo? —insistió angustiado.
La brisa nocturna se coló entre las rendijas de las tablas de madera y una sensación de sequedad y quemazón se extendió por su garganta.
—¿Podríais darme agua? Estoy sediento.
La respuesta del anciano tardó más de lo que había esperado, y cuando llegó, no le trajo más que miseria:
—No es agua lo que ansiáis, milord.
—Entonces, ¿qué? —replicó el muchacho con ganas de reír ante tanta frustración.
—Gabriela era una vampira, mi señor. Lo que deseáis es sangre.
El mundo se desmoronó bajo sus pies. De no haber estado tumbado, Elliot habría caído al suelo. Leopold esperó a que dijera algo, pero el joven estaba conmocionado.
—Os estamos llevando con vuestros padres, ellos tomarán una decisión. Lo lamento de veras... Elliot —añadió con el más grande pesar en su corazón. No había podido proteger al único hijo de sus señores, al niño al que vio crecer.
Los días pasaron y la sed de sangre se acentúo hasta tal punto que estaba enloqueciendo a Elliot. No había probado sangre desde su conversión y ello lo debilitó rápidamente. Hasta los soldados que lo custodiaban de vuelta a Wiktoria sabían que no suponía una amenaza.
No estaba clara cuál era la causa de la transformación. Algunos decían que ocurría con la mordedura de un vampiro; otros, cuando bebía la sangre de un humano; finalmente, estaban aquellos que creían que sucedía cuando un mortal bebía la sangre de uno de ellos. En lo que sí estaban de acuerdo era que, una vez comenzaba la conversión, nada podía pararla. La enfermedad se extendía a una velocidad alarmante y en pocos minutos la víctima estaba muerta. Pero lo horripilante del asunto era que a las pocas horas despertaba, unos tardaban más, otros menos, pero todos lo hacían.
Se contaba que hubo un vampiro que se levantó de su tumba días después de ser atacado, cuando la familia lo enterró tras creer que las mordeduras en su cuello habían sido provocadas por algún animal.
Elliot leyó que los vampiros no estaban muertos, pues su corazón latía y precisaban alimento. Pero tampoco estaban vivos ya que no perecían si dejaban de respirar ni podían engendrar hijos. Lo único que necesitaban con desesperación era sangre humana; e incluso en su ausencia, no morían sino que caían en un profundo sueño cuando su cuerpo les fallaba.
Eso era lo que le estaba ocurriendo a él. Si lo privaban de sangre por más tiempo, terminaría por desecarse en un proceso largo y doloroso. Cada bocanada de aire y cada tentativa de movimiento, dolían como miles de agujas clavándose en el cuerpo.
Si aquello continuaba, enloquecería.
En los escasos momentos de lucidez que lo visitaban, Elliot escuchaba conversaciones de los soldados. Muchos estaban a favor de matarlo ahí mismo, pero al final nadie se atrevía a llevarlo a cabo por temor a desatar la furia del duque.
Él hubiera deseado que lo mataran, a fin de cuentas, su padre iba a ordenar su ejecución en cuanto pusiera un pie en sus tierras.
Johann de Wiktoria era un hombre ya en la cuarentena, de carácter duro y estricto. La ambición guiaba todos y cada uno de sus pasos, por eso Elliot se había convertido en una continua decepción para él. Cada uno de sus fracasos mermó las expectativas de su padre hasta que, sencillamente, dejó de prestarle atención.
Johann se sentía frustrado por no tener el hijo que creía merecer y, desafortunadamente, su esposa no había vuelto a quedar embarazada debido a una extraña enfermedad. La padecía desde que Elliot podía recordar y, si bien no acababa con su vida, sí la mantenía débil e impedía que volviera a concebir. Sus padres lo intentaron varias veces, pero tras sufrir numerosos abortos que pusieron en peligro su vida, los médicos recomendaron que abandonaran.
Elliot sabía que Johann había amado a su madre, pero ese amor se había ido marchitando con los años. Al final, había buscado compañía en otras mujeres con las que sí fue capaz de engendrar hijos.
Aunque era sabido en toda Wiktoria que el duque tenía por lo menos siete hijos bastardos, ninguno había sido llevado al palacio por respeto a su esposa. Ese era el último resquicio de amor que le quedaba.
Sin embargo, Elliot estaba al tanto de que su padre se encargó de que su primer varón bastardo recibiera la misma educación que él y lo sustituyera si se daba la ocasión.
Por eso no le cabía la menor duda: cuando su desgracia llegara a oídos de Johann, lo sentenciaría a muerte.
—Milord —lo llamó el mensajero tras hacer una reverencia.
Johann levantó la vista del mapa de Skhädell que estaba estudiando con sus lugartenientes. Odiaba ser interrumpido cuando discutía sus estrategias.
—¿Qué sucede? Más vale que sea tan importante como para irrumpir de esta forma —le advirtió con una mirada tan fría que quemaba.
—Ha llegado una misiva. Vuestro hijo regresa de la capital, en breve estará a las puertas de Wirna.
Enfurecido, el duque despachó a sus lugartenientes y siguió al informante a otra sala, cerrando la puerta bruscamente tras de sí.
—¿Cómo que regresa? Le hemos mandado a Saphirla con la tarea de encontrar esposa. Dudo que haya tenido tiempo de conquistar a ninguna dama que merezca la pena —despotricó.
—Al parecer ha enfermado, milord.
Lo dudaba. Si bien su hijo siempre fue débil de espíritu, por desgracia poseía una salud de hierro.
—¿Es grave?
—Eso parece, milord. El comunicado no daba detalles, pero sí dice que, mientras vuestro hijo esté controlado, no hay peligro de contagio.
El duque lo despachó y ordenó a sus sirvientes que iniciaran los preparativos para recibir a su, por ahora, heredero.
La proximidad del mar humedecía el ambiente y la neblina reptaba por las calles empedradas de Wirna, la capital portuaria de Wiktoria. Sus edificios eran bajos en la costa, pero aumentaban en altura y majestuosidad cuanto más se acercaban al palacio de los duques, en lo más alto de la ciudad.
Wirna nacía en las playas y acantilados de Aquión, el mar meridional. Era su fuente principal de alimento y comercio, pero los habitantes no olvidaban que sus aguas resultaban mortales. Todo barco que se adentraba demasiado en ellas, desaparecía para nunca regresar. Pero mientras no se alejaran de sus costas y navegaran solo por las rutas comerciales, estaban a salvo.
Hacía frío a esas horas tan tempranas, pero en el interior de la caja de madera el calor era casi sofocante; Elliot estaba bañado en sudor y sentía el pelo pegado al cráneo. Cada vez le costaba más respirar y mantenerse despierto.
La comitiva que lo escoltaba atravesó las murallas de la ciudad; a ella se le unió un destacamento de diez soldados enviado por el duque. Totalmente ajenos al hecho de que el heredero de los duques penaba en el interior de la caja, los ciudadanos se apartaban dejándoles paso mientras murmuraban acerca de su contenido. Los más optimistas hablaban de riquezas, pero los más acertados creían que custodiaban un cadáver.
Con todos y cada uno de los habitantes de Wirna por testigos, Elliot regresó al palacio que lo había visto nacer y crecer, oculto en una caja como si se tratara de la peor de las amenazas.
Johann y Nadina aguardaban en uno de los salones del palacio. La pobre mujer se sentía desfallecer a cada segundo que pasaba sin saber de su hijo. Debido a su débil salud, aguardaba sentada en un sillón y rodeada por sus damas de compañía. Por el contrario, el duque no podía estarse quieto mientras paseaba por la sala de un lado a otro arrugando a su paso la gran alfombra granate que cubría la fría piedra.
Al fondo de la estancia había una enorme chimenea en cuyo interior crepitaba el fuego. Sin embargo, esa mañana neblinosa, su calor era insuficiente y el frío persistía.
Tras una larga espera, se abrieron las pesadas puertas de madera labrada. Por ellas entró el destacamento enviado por Johann para escoltar a su hijo, seguido por Leopold y seis hombres que portaban una caja de madera.
Nadina dejó escapar un quejido de dolor e hizo ademán de levantarse, pero sus damas la obligaron a sentarse de nuevo.
—Abridla —resonó en la sala la voz del duque de Wiktoria.
Los seis hombres depositaron la caja sobre el suelo originando un ruido que se hizo eco por todo el salón. Leopold se aproximó y extrajo una llave del interior de su abrigo, la introdujo en la cerradura y giro. Se oyó un "clic" seguido del sonido del mecanismo al girar. Finalmente, levantaron la tapa.
Mientras lo sacaban, los soldados ocultaron a Elliot de la vista de los duques. Cuando dos soldados lo levantaron y arrastraron frente a ellos, Nadina comenzó a llorar desconsoladamente y hasta Johann abrió los ojos con sorpresa. En nada se parecía ese joven a su hijo. Su piel, antes dorada y saludable, estaba blanca y enfermiza, y se pegaba a sus huesos. Había adelgazado mucho durante el viaje, además sus ojos estaban inyectados en sangre, sus labios resecos y el pelo pegado al cráneo en mechones apelmazados y sin brillo, no había rastro de sus rizos dorados.
El joven contempló a sus padres casi sin reconocerlos, sin fuerzas siquiera para mantenerse en pie por sí mismo.
—¿Qué significa esto? —intervino al fin el duque—. ¿Cómo os atrevéis a transportar de esta forma a mi heredero? —bramó.
Leopold se adelantó y decidió a hablar sin rodeos:
—Milord, vuestro hijo ha sido infectado por un vampiro.
Un coro de exclamaciones de horror se extendió por todo el salón. Las mujeres se agruparon pegándose unas a otras y los hombres se llevaron las manos a sus cintos donde portaban espadas.
—Tuvimos que encerrarlo para evitar que nos atacara y que los rayos de sol lo dañaran —prosiguió el sirviente.
Johann se aproximó a su vástago hasta distinguir cada gota de sudor que cubría su rostro.
—Elliot —lo llamó con firmeza—, mírame.
Sus palabras fueron coreadas por los llantos de su esposa que luchaba por acercarse a su hijo. El joven reaccionó al oírla llorar y fue capaz de alzar la vista. Resignado, contempló la expresión pétrea de su progenitor.
—Padre, ayudadme —logró decir en un murmullo prácticamente inaudible.
Johann retiró la mirada de él con decepción y se volvió hacia todos los presentes:
—¿A quién debo culpar del estado que aqueja a mi hijo? ¿A los soldados que debían protegerlo? —los señaló con un dedo acusador.
—Culpadme a mí, milord —intervino Leopold captando la atención de toda la sala—. Fui yo quien permitió que vuestro hijo quedara a solas con una vampira.
—Tu castigo será la muerte, ¿lo sabes?
—Lo sé, milord —aceptó el anciano inclinando la cabeza. Las lágrimas se deslizaron por sus arrugas hasta perderse en su barba cana.
—No...
Todos los presentes se volvieron al escuchar la voz quejumbrosa salir de la garganta reseca de Elliot.
—Padre, por favor... —suplicó sacando fuerzas de la flaqueza—. No lo matéis...
Johann apenas le miró antes de ladrar su siguiente orden:
—Encerradlo y avisad a los mirlaj para que envíen a uno de los suyos.
Dos guardias tomaron a Elliot de los brazos y lo arrastraron fuera del salón. Lo último que oyó fueron los lamentos de su madre.
Le costó mantenerse despierto durante el trayecto. Solo fue consciente de que habían llegado a las mazmorras al percibir el olor a moho, humedad y hierro oxidado. Fue lo único que pudo procesar antes de que lo dejaran en una celda y se desmayara.
Pronto, las horas se convirtieron en días, pero Elliot ya no era consciente de otra cosa más que del fuego abrasador alojado en su garganta. No tenía fuerzas ni para abrir los ojos.
La noche del tercer día, despertó al oír pasos acercándose. Pensó que era el mirlaj al que su padre había convocado, listo para ejecutarlo. La Orden jamás permitiría la presencia de vampiros en Svetlïa.
Pero no sintió el filo de un arma, solo oyó cómo abrían la puerta y lo cargaba sobre su hombro. Caminó en silencio y en ningún momento se topó con los soldados. Fue así cómo Elliot adivinó que debía de ser un hombre de palacio que conocía los pasadizos secretos. Tal información solo estaba en manos de los duques y su círculo más íntimo.
Volvió a perder el conocimiento, pero despertó cuando inspiró el aire fresco de la noche. Reunió fuerzas para abrir los ojos, descubrió que quien lo había sacado era Arman, un caballero al servicio de su madre.
El hombre metió a un desmadejado Elliot en un carruaje y se puso en marcha. En el interior brillaba la luz de un farol que lo cegó. Sintió que ataban sus muñecas al asiento y ni siquiera pudo oponerse.
En frente había una figura encapuchada que se inclinó hacia él. Algo frío se apoyó contra sus labios resecos, un frasco de cristal. Inspiró hondo y un aroma exquisito entró por sus fosas nasales. Fuera lo que fuera, solo sabía que lo necesitaba. Entreabrió la boca ansioso por saborear su contenido y, al fin, la sangre se vertió en su garganta aliviando poco a poco la quemazón.
Bebió grandes tragos y cada vez que un frasco se acababa, otro lo sustituía. Cuanto más tomaba, más se aclaraban sus sentidos. La sangre era la medicina a todos sus males.
—¿Quién sois? —susurró aún con la voz rasposa.
—Shh —fue la respuesta antes de acercarle de nuevo el frasco a la boca.
Esta vez, una mano suave le rozó la mejilla y fue suficiente para que Elliot la reconociera.
—Madre —murmuró.
—Ahora no, aún estás débil.
Elliot parpadeó y sintió que sus ojos se adaptaban a la penumbra del carruaje. Vio el rostro de la duquesa, arrugado de preocupación y angustia. Sabía que ella estaba corriendo un gran riesgo al traicionar a su padre.
Cuando se detuvieron, Elliot se sentía mucho mejor después de saciar su sed. Se asomó por la ventana del carruaje y comprobó que se habían alejado lo suficiente de Wirna como para no poder avistarla.
—Escúchame con atención, Elliot —dijo su madre, captando su atención. Su voz era suave, delicada, pero, por primera vez desde que recordaba, se apreciaba cierta fortaleza en ella—. Te entregaré uno de los caballos. En sus alforjas encontrarás reservas de sangre, comida humana, una capa para refugiarte del sol y un mapa donde marqué tu destino. Deberás ir con extremo cuidado mientras atraviesas tierras humanas. Por favor evita llamar la atención. —No mates a nadie, entendió Elliot—. Cuando llegues, pregunta en el castillo por una anciana llamada Sophie Loughty. Dile que vas de mi parte. ¿Lo harás?
—Sí, madre.
—Bien. Salgamos —dijo con voz trémula.
Nadina abrió la portezuela del carruaje y Arman la ayudó a descender. A continuación, entró y desató a Elliot que, tembloroso, se apoyó en él para bajar. Tuvo que sostenerse contra un árbol cercano.
—Aún estás débil, pero mejorarás una vez bebas más sangre y comas algo —le explicó su madre.
—¿Cómo es que sabes tanto de vampiros? —preguntó en un susurro quejumbroso.
—Eso no importa ahora —replicó la duquesa—. Debes marchar cuanto antes o la Orden Mirlaj te cazará. No pueden permitir que vuelvan los vampiro a Svetlïa, podría significar la guerra.
Elliot chistó.
—Pues han hecho un trabajo excelente: yo fui atacado por uno de ellos en Saphirla, madre.
—Lo sé. Creía que realmente vivíamos en tiempos de paz...
Incapaz de contener las lágrimas por el aciago destino de su hijo, estas se desbordaron y bañaron sus mejillas. A Elliot se le encogió el corazón. Detestaba ver a su madre sufrir; y ahora estaría sola en ese enorme palacio sabiendo que el bastardo de su marido heredaría el lugar que le correspondía a él.
—Madre... —susurró, adelantando una mano hacia su rostro.
—¡No! —exclamó ella apartándose con brusquedad—. No, Elliot —repitió más suavemente, pero con la misma firmeza—. Ya no soy tu madre. No eres humano ahora, estás maldito.
—Entonces, ¿por qué me has ayudado?
—Porque aún veo a mi hijo en ti. Y aunque sé que tarde o temprano desaparecerá, no soportaba ver cómo te ejecutaban.
—No desapareceré, madre.
Nadina asintió, aunque Elliot vio en su rostro que no lo creía.
—Ahora eres un proscrito, debes huir. El duque te perseguirá hasta los confines de Svetlïa; y puede que más allá para limpiar su nombre. Tú única esperanza es huir a Vasilia. Podrás averiguar cómo en el lugar al que te envío.
Vasilia, la nación de los vampiros. Había escuchado cosas horribles de ese lugar. Allí gobernaba Anghelika, una vampira milenaria a la que apodaban la Reina de Hielo. Era la hermana de Drago el Sanguinario, pero, a diferencia de él, decían que era justa.
—Debo irme o tu padre sospechará. Ve con Arman, él te entregará tu caballo.
Elliot volvió a hacer ademán de acercarse a ella, pero Nadina se encogió, como si tratara de protegerse de él. Bajó el brazo, apenado.
—Adiós, ma... Duquesa —se corrigió, dando un paso atrás.
Vio el rostro enfermizo de Nadina contraerse de pena y dolor. De ella había heredado los rizos rubios y los ojos verdes, ahora anegados en lágrimas. Al final, el duque no había dejado nada en su hijo más que dolor.
Se miraron una vez más y ella no pudo contenerse. Le echó los brazos al cuello y lloró sobre su hombro antes de separarse. Le acarició el rostro por última vez y entró en el carruaje. No importó que cerrara la portezuela, gracias a sus sentidos vampíricos, siguió oyéndola.
Agradeció que Arman lo interrumpiera cuando se acercó con su montura.
—¡Ratza-Mûn! —exclamó al reconocerlo.
Lo habría criado desde que era un potrillo; de pronto su viaje no parecía tan horrible si tenía a un amigo acompañándolo. Se acercó a él y sonrió al ver la luz de la luna bañar el pelaje del caballo. Su nombre en la lengua antigua significaba "rayo de luna" y hacía alusión a su pelaje de un gris perlado.
—Me alegra verte.
Se acercó para acariciarlo, pero el caballo relinchó y se apartó de un salto.
—¿Ratza-Mûn? Tranquilo, soy yo —se señaló, al ver sus ojos asustados.
Pero el animal no se calmó y se alzó sobre las patas traseras. Pretendía intimidarlo para que se marchara, pero Elliot no se movió. Permaneció firme sin apartar la vista de él.
Era sorprendente cómo Ratza-Mûn se había percatado de que algo no marchaba bien con su amo; sentía el peligro de un depredador.
Al final, al ver que no lo atacaba, se quedó quieto aunque relinchaba nervioso. Muy despacio, Elliot estiró el brazo y acercó la mano a su morro para que lo oliera. Lo había cuidado desde que nació, habían galopado juntos por los terrenos del palacio y dormido bajo las estrellas. Tenía que reconocerlo.
Tras olisquearlo, Ratza-Mûn bajó la cabeza y le permitió acariciarlo. El joven sonrió y al fin enterró los dedos en sus crines.
—Gracias, amigo —susurró.
—Debéis iros, mi señor —intervino Arman—. Pronto el duque enviará soldados tras vos.
Elliot tragó saliva y asintió.
—Por favor, cuida de mi madre.
—Sabéis que siempre lo he hecho y siempre lo haré.
La brisa se volvió en su dirección y Elliot sintió cómo se le hacía la boca agua al llegarle el olor que desprendía el hombre. Conteniendo la respiración, se apresuró a advertirle:
—Debéis marcharos ya.
Arman comprendió al instante el problema y corrió sin dilación hasta el carruaje. Sacudió las bridas y los caballos se pusieron en marcha. Elliot saltó sobre el lomo de Ratza-Mûn y se alejó en dirección contraria, pero aún pudo escuchar los sollozos de su madre antes de desaparecer en la oscuridad.
Sé que ahora mismo hay bastantes cambios de punto de vista, pero juro que son necesarios. Al principio puede liar un poco (preguntadme todas las dudas que tengáis), pero es importante mostrar tanto la historia de Wendy como la de Elliot. Espero que os esté gustando ambas historias.
Entre actualización y actualización podéis ver más contenido en mis redes sociales donde me encontráis como Marta Cuchelo.
¡Nos leemos el sábado!
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